El segundo principio de la termodinámica: entre la ciencia y el mito

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La evolución de la ideología climática (3)

Juan Manuel Olarieta.— En la segunda mitad del siglo XVIII Lavoisier dio otra sacudida a las doctrinas imperantes, tanto sobre el aire como sobre el calor. El aire no era un elemento elemento simple, como se había creído hasta entonces, sino compuesto por los gases diferentes que integran la atmósfera. La combustión no es otra cosa que una oxidación. En en lenguaje actual, la quema de carbón o cualquier otro de los llamados “combustibles fósiles”, de los que el carbono es un elemento integrante, al combinarse con el oxígeno del aire, da lugar a otro gas, el CO2 o dióxido de carbono.

Pero el calor ni siquiera es un elemento. Lavoisier no fue de capaz de sustituir las concepciones imperantes sobre el calor por una teoría correcta. El químico francés se limitó a derribar la muralla: el calor no es una cosa, ni compuesta ni simple y, a partir de ahí, las doctrinas vigentes no podían ser más confusas. A comienzos del siglo XIX se impuso la concepción ondulatoria de la luz, que vibraba en un medio rígido e imponderable de propiedades extrañas, el “éter lumínico”, un elemento que nunca ha sido hallado.

Al mismo tiempo, el electromagnetismo y la óptica se separaban de la termodinámica, como si la luz ya no tuviera relación con el calor. Las nuevas ciencias, que trataban fenómenos no mecánicos, que no se podían explicar con los viejos recursos de la física de Newton, como puso de manifiesto Fourier en 1822: “Existe una clase muy extensa de fenómenos que no se producen por fuerzas mecánicas, sino que resultan solamente de la presencia y la acumulación de calor. Esta parte de la filosofía natural no se puede reconducir a las teorías dinámicas, tiene principios que le son propios y se fundamenta en un método parecido al de las demás ciencias exactas” (1).

Sin embargo, en 1842 Mayer, Joule y Grove formularon la noción de “equivalente mecánico del calor”, de donde se desprende que el calor es un tipo especial de fuerza, una energía intercambiable con cualquier otra (2). Hasta entonces hubo un vacío importante en una ciencia emergente, como la termodinámica.

El tercer pilar que se suma antes de 1800 a las concepciones climáticas vigentes es la atmósfera, un descubrimiento que debemos a otro suizo, Horace Benedict de Saussure. En cierta medida la temperatura en la superficie de la Tierra dependía de la atmósfera y, como se sabía desde Lavoisier, de los diferentes gases que la componían.

El suizo llevó a cabo mediciones de las temperaturas en la alta montaña, que son mucho más bajas de las que se toman en los valles. La temperatura cambia en la horizontal y también en la vertical. El aire frío de las cumbres, que es más denso que el caliente, no desciende, por lo que la temperatura no se iguala entre ambos puntos, un efecto que se discutió en las décadas siguientes. En determinadas situaciones el calor se acumula, un fenómeno que necesitaba una buena explicación porque se podía volver del revés: si el calor no se disipa, ¿por qué la Tierra tampoco se calienta hasta extremos insoportables?

A partir de entonces, las estimaciones de temperatura se llevaron de los Alpes a los círculos polares y de ahí al espacio exterior, que en 1838 Claude Pouillet calculó en -142ºC. Hoy sabemos que la cara de la Luna a la que el Sol no llega tiene una temperatura de unos -240ºC. Estas observaciones contradecían las concepciones tradicionales, que en 1822 Fourier enunció de la siguiente manera:

“Cuando el calor se distribuye de forma desigual entre los diferentes puntos de una masa sólida, tiende a ponerse en equilibrio, y pasa lentamente de las partes más calientes a las que lo son menos; al mismo tiempo se disipa por la superficie y se pierde en el medio o en el vacío” (3).

Es el segundo principio de la termodinámica que hereda la concepciones tradicionales y milenarias de los seres humanos. En otras palabras, significa que al abrir una nevera el frío se disipa y al abrir un horno lo que se disipa es el calor. El movimiento del calor equipara las temperaturas entre dos sitios distintos. Según la termodinámica, lo que nunca ocurre es que al abrir la nevera suba la temperatura del frigorífico. Lo mismo cabe pensar del calor que acumula un invernadero, aunque para ello sería necesario que estuviera bien cerrado; como la puerta de un horno.

Hacia 1800 William Herschel descubrió el “calor oscuro” (4), que hoy llamamos “rayos infrarrojos”, un hallazgo que el científico (y revolucionario) italiano Macedonio Melloni desarrolló en 1831, seguido luego por la estadounidense (hoy olvidada) Eunice Foote en 1859 y el irlandés John Tyndall en 1861, lo que rompía otra unidad del pensamiento antiguo: la luz tampoco era un elemento simple sino un espectro de diferentes emisiones, cada una de las cuales tiene una temperatura diferente.

Además del Sol, hay otras fuentes de calor. Todos los cuerpos emiten y absorben radiaciones. La temperatura depende de la radiación y, a su vez, la radiación depende de la temperatura (ley de Stefan-Boltzmann). La Tierra también es una fuente de calor que emite (y absorbe) radiación lo mismo que los gases de la atmósfera. A pesar de sus gélidas temperaturas, también el éter transmitía calor a la Tierra, escribió Pouillet en 1838, un recorrido opuesto al que cabe esperar. La termodinámica y la climatología empezaron a vivir de espaldas una de otra. La primera se preocupaba de la dispersión del calor y la segunda de lo contrario.

La ciencia siempre ha digerido muy mal esa paradoja. Si un invernadero tiene las ventanas abiertas, ¿cómo es posible que acumule calor?

(1) Fourier, Théorie analitique de la chaleur, París, 1822, pgs.13 y 14
(2) Engels, Dialéctica de la naturaleza, cit., pgs.33, 158 y 222
(3) Fourier, Théorie, cit., pg.2
(4) Engels, Dialéctica de la naturaleza, cit., pg.228

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