El clima se pone a las órdenes del comandante científico de la Guerra Fría: Roger Revelle

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La evolución de la ideología climática (5)

Juan Manuel Olarieta.— La centralidad climática del CO2 adquiere una nueva dimensión como consecuencia de la Guerra Fría, las explosiones nucleares y la radiactividad, una página de la historia de la climatología que ha sido convenientemente descuidada por razones obvias, lo que vuelve a poner de manifesto que no se puede falsificar la ciencia sin falsificar, al mismo tiempo, su historia.

En 1945 Estados Unidos tiene el monopolio nuclear, cuyo mantenimiento requiere la presencia de una industria atómica anexa que, además de suministrar la materia prima del nuevo armamento, confiere superioridad también en el terreno económico y, sobre todo, energético. Nacen así las centrales nucleares, contrapuestas a los viejos métodos productivos “sucios”, basados en la quema de “combustibles fósiles”.

Como potencia hegemónica, Estados Unidos también tiene la pretensión de decidir desde el final de la guerra lo que es ciencia y lo que no lo es, y tanto una (la ciencia) como otra (la seudociencia) son subproductos de la guerra. El Proyecto Manhattan, la fabricación de la bomba atómica, es uno de los ejemplos más conocidos de la manera en que el ejército de Estados Unidos puso a los científicos a su servicio, engendrando un híbrido entre el burócrata y el investigador. No se sabe dónde acaba uno y empieza el otro.

En el caso del clima, la Armada llevó la ideología climática a un terreno hasta entonces inexplorado, el océano. Se había hablado bastante de las emisiones de carbono, pero faltaba otro aspecto capital: su absorción por las plantas y el océano.

Las explosiones atómicas crean isótopos del carbono, algunos de los cuales son muy inestables, con periodos de vida de milisegundos, mientras que otros permanecen en la atmósfera antes de disolverse en el océano. Había que seguir su rastro tanto en el aire como en el agua. Para ello era necesario explorar el ciclo del carbono a lo largo y ancho de todo el planeta.

Había varias cuestiones conexas que eran del interés de la Armada: ¿se podía convertir el clima en un arma de guerra contra la URSS?, ¿era posible acabar con el Ártico mediante explosiones nucleares?, ¿se podían almacenar residuos radiactivos en el fondo del océano?, ¿podían provocar tsunamis oceánicos las explosiones atómicas?, ¿podían guiar los rayos infrarrojos la trayectoria de los misiles?

Muchos científicos se pusieron al servicio del espionaje y de la guerra nuclear. La Armada subcontrató las investigaciones atómicas con el Instituto Scripps de California, donde trabajaba el oceanógrafo Roger Revelle, uno de los prototipos de científico de nuevo cuño fabricado por la Guerra Fría. Fue muy condecorado y habló mucho de sí mismo. Se definió como el “abuelo del efecto invernadero” y dijo que su mayor contribución a la preservación de la paz mundial fue recomendar a la Armada el programa Polaris: la fabricación de misiles de largo alcance capaces de surcar los océanos.

Había participado en varias expediciones náuticas en buques y guardacostas de la Armada, que le reclutó al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, alcanzando el rango de comandante en el departamento de investigación naval militar. Al final de la guerra fue trasladado a la ONR, la Oficina de Investigación Naval, un precedente de la actual Darpa. En 1946 le destinaron a la primera prueba atómica de posguerra en el Atolón Bikini, en el Océano Pacífico, a fin de estudiar su impacto que, desde luego, era mucho más que el puramente ambiental.

Durante las pruebas nucleares en el Pacífico, Revelle dirigió un equipo de 80 científicos especializados en la “lluvia radiactiva”. Esta surgiendo la “megaciencia” (“big science”), las “cadenas de montaje de la ciencia”, grandes organizaciones científicas financiadas por organismos burocráticos y monopolios.

A partir de 1948, cuando la Unión Soviética, realizó su primer ensayo atómico, el interés por ese tipo de investigaciones se multiplicó. Había que detectarlas y conocer su impacto. Para ello era necesario saber el tiempo que tardan los restos de una explosión atómica atmosférica en disolverse en el océano. Es como el tiempo que tarda la patrulla de policía en llegar al escenario del crimen.

A su vez, para averiguar la antigüedad de cualquier resto, no solo arqueológico, en la posguerra se inventó la datación por radiocarbono, el carbono 14, una forma radioactiva de carbono que, por razones muy distintas de las climáticas, se ponía de actualidad. El austriaco Hans E. Suess era uno de los padrinos de esta nueva técnica de datación. Había descubierto que en los anillos de los árboles quedan trazas de carbono 13, un isótopo estable del carbono, que permiten datar su edad.

Se producen dos fenómenos contrapuestos. Por un lado, las explosiones nucleares aumentan la presencia de radiocarbono, lo que reduce las mediciones, que parecen más recientes. Por el otro, la combustión del petróleo lo que aumenta es la presencia de carbono 12, lo que incrementa las mediciones, que parecen más antiguas.

Revelle incorporó a Suess al Instituto Scripps para investigar los efectos de las radiaciones atómicas cuando las explosiones se llevaban a cabo en las profundides de las aguas oceánicas, descubriendo que la radiactividad se extiende a lo largo de cientos de kilómetros cuadrados de superficie pero sólo en un metro de profundidad. Los elementos químicos radiactivos permanecen diluidos en el agua durante años, pero sólo aparecen en una parte insignificante del océano.

Revelle y Suess calcularon que una molécula de CO2 tarda unos 10 años en pasar de la atmósfera al agua superficial, donde permanece cientos de años. Por dicho motivo la hidrosfera atesora 50 veces más CO2 que la atmósfera.

Las conclusiones más importantes de su investigación son que la absorción por el océano de las emisiones de CO2 no es inmediata y que sólo la parte superficial la lleva a cabo. De ahí Revelle quería deducir que el océano no es capaz de absorber todas las emisiones de CO2, como se creía hasta entonces. Para ello tenía que saber cuánto CO2 se añade a la atmósfera y en 1956 reclutó a Charles D. Keeling para que lo calculara.

Como es típico hoy en determinados científicos, Revelle tenía buenos contactos que le permitían administrar unos recursos gigantescos y pudo fundar un observatorio en Mauna Loa, un volcán de 4.000 metros de altitud, uno de los más altos del mundo, en Hawai, en medio del Océano Pacífico, destinado exclusivamente a medir la evolución de las emisiones de CO2 a la atmósfera, poniendo a Keeling al frente del mismo.

Desde entonces y hasta la fecha el CO2 se mide de una manera sistemática, al instante, casi exactamente igual que la temperatura. Keeling formuló gráficamente sus resultados en una curva ascendente que expresa el incremento exponencial de CO2 en la atmósfera. Los cálculos indican que dicha concentración ha pasado de unas 310 ppm (0,031 por ciento) a unas 410 ppm (0,041 por ciento). Hoy dicha curva se puede seguir en internet de manera continua:

Curva de Keeling: https://scripps.ucsd.edu/programs/keelingcurve/

Las mediciones de Keeling se consideran hoy como referenciales y válidas no sólo para Hawai sino para cualquier lugar del mundo. Sin embargo, no son las primeras, ni las únicas. Como demostró Beck en 2007 (1), desde que se identificó el CO2 a finales del siglo XVIII, los científicos han calculado su concentración en la atmósfera, a pesar de lo cual Revelle y Keeling hacen “tabla rasa” de los resultados obtenidos. Es como si nunca antes a nadie se le hubiera ocurrir medir la concentración de CO2 atmosférico. Además, esas mediciones se obtienen después de “filtrar información contaminada” y “eliminar información sospechosa”, como reconoció el mismo Keeling en 1986 (2). Había que olvidar ciertos datos para poner otros en su lugar y, en concreto, rebajar lo más posible las mediciones de CO2 de la “época preindustrial” para incrementar las actuales.

Si se examina su curva, es evidente que mezcla las mediciones directas que comenzó en 1958 con otras relativas a épocas pasadas, que se obtienen del hielo por métodos indirectos (proxies). ¿Por qué Keeling recurre a cálculos indirectos cuando tiene cálculos directas encima de la mesa? Es evidente que para llegar al tópico de que “la concentración de CO2 se dispara a una velocidad jamás conocida en la historia de este planeta”. El problema es que este planeta tiene 4.500 millones de años de historia y no es tan fácil reconstruir esas mediciones, ni siquiera de manera indirecta.

Algunos de los cálculos que Revelle, Keeling y el IPCC esconden bajo la alfombra demuestran que en el siglo XIX ya hubo científicos que estimaron concentraciones de CO2 del mismo nivel que las actuales, lo que derriba el núcleo de argumentaciones vigentes.

Por buena que sea, una estimación siempre puede ser mejorada por otra y, como consecuencia de la paranoia climática, actualmente se llevan a cabo centenares de mediciones del CO2 cada día, muy diferentes unas de otras. Ni el IPCC ni nadie está obligado a conformarse con las de Revelle y Keeling. El año pasado se lanzó un satélite al espacio que realizará 300 millones de mediciones diarias de los niveles de CO2 atmosférico.

(1) Ernst Georg Beck, 180 Years of CO2 gas analysis by chemical methods, Energy & Environment, 2007, vol.18, núm.2, pgs.259 y stes, https://www.geocraft.com/WVFossils/Reference_Docs/180_yrs_Atmos_CO2_Analysis_by_chemical_methods_Beck_2007.pdf
(2) Eric From y Ch.D. Keeling, Reassessment of Late 19th-Century Atmospheric Carbon Dioxide Variations, Tellus, 1986, 38B, pg.101, https://cyberleninka.org/article/n/146215.pdf

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