El legado que un disparo no pudo borrar.

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Como a los héroes se les recuerda sin llanto, el que fuera un hombre entregado por completo a la noble causa de los trabajadores azucareros, no es honrado por su pueblo entre lágrimas, sino con orgullo revolucionario, con el fervor de la herencia que dejó para el futuro: la dignidad y la honra, merecen cualquier sacrificio

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El monumento a Amancio Rodríguez constituye un sitio dedicado a la recordación de la lucha sindical antes del triunfo revolucionario. Foto: Leidys María Labrador Herrera

Leidys María Labrador Herrera.— Treinta y un años, Amancio Rodríguez Herrero, tenía sólo 31 años cuando un asesino a sueldo, pagado por los mujalistas y con la anuencia del gobierno de Carlos Prío Socarras, acabó con su vida. A sangre fría, sin titubeos, un disparo bastó para que sicario completara su tarea y el joven dirigente sindical dejara escapar su último suspiro.

El abominable hecho, acaecido el 18 de septiembre de 1949, tuvo por antecedente una orden del imperio, de quienes tras bambalinas dirigían al títere que fingía ser Presidente en la Cuba neocolonial. Un luchador incansable por los derechos de los trabajadores azucareros, un ser humano que no cambió sus principios por un cheque en blanco, aun siendo sumamente pobre, era una piedra en el camino de la compañía azucarera. Su vida sólo significaba para ellos un obstáculo del que había que deshacerse a cualquier precio.

Así era y es aun la ignorancia que se fundamenta en los principios del capital, esa que deshumaniza, corrompe, enferma, y anula la sensibilidad necesaria para reconocer la grandeza humana, esa, que prefiere destruir al hombre digno, sincero, altruista, si su existencia amenaza de algún modo a la plusvalía que engorda bolsillos y endurece corazones.

Es por eso que aun siete décadas después no se olvida a quien fuera desde 1937, ejemplar militante del Partido Comunista, desde donde abrazó para siempre las ideas marxistas-leninistas. Su nivel de altruismo, y su capacidad de liderazgo, hicieron que en 1940 pasara a ocupar la secretaría general de su sindicato en el entonces central Francisco y que en 1942 fuera nombrado secretario general de la Federación Nacional de Trabajadores Azucareros.

A Amancio su condición social le negó la posibilidad de una superación escolar, pero fue capaz de autoprepararse, de aprovechar su innata inteligencia para ponerla en función de los derechos de sus hermanos, para convertirse con valentía y justeza en la voz de aquellos a los que la miseria y la explotación habían callado.

Y como de costumbre, hicieron los enemigos de los humildes lo que mejor saben hacer, tender trampas, jugar sucio. Con cuidado planificaron el momento, prepararon el escenario porque sabían que aquel joven jamás permitiría la ignominia ni se resignaría a ella, porque las demandas de la clase obrera ocuparon siempre un lugar privilegiado en su quehacer. Bajo el pretexto de unificar al movimiento obrero, los mujalistas convocan a una asamblea, en la que después de referencias ofensivas a su persona, al joven dirigente le fue negada la palabra.

«Me dan la palabra o la tomo yo», dijo con firmeza el revolucionario que sin más preámbulo, se dirigió a la tribuna seguido por su compañero y amigo José Oviedo Chacón. Instantes después el disparo, el clásico disparo de un cobarde, por la espalda y solo una frase se deja escuchar, «han matado a Amancio». Oviedo, corrió la misma suerte.

La acción de la Guardia Rural, tomando a los asesinos bajo custodia, impidió que los trabajadores los enfrentaran. Pero nada pudo contener a la indignada masa obrera, que convirtió su dolor, su sentimiento de pérdida, en una clara prueba de que el batallar de los azucareros no terminaba con la vida de sus dirigentes muertos, que la clase obrera cubana tenía todavía mucha historia que contar, y que los intentos de fractura promovidos por el mujalismo se estrellarían contra la voluntad de lucha que era a todas luces irreversible.

Lázaro Peña, quien no sólo asistió al sepelio, sino que realizó la despedida de duelo, expresó allí: «Algún día este crimen será vengado y cuando esto ocurra este central llevará el nombre de Amancio Rodríguez».

Esas palabras fueron materializadas por la naciente Revolución, que agradecida de toda la sangre generosa que en su nombre fue derramada, se negó para siempre al olvido de sus mártires. Fue por eso que, el 6 de agosto de 1960, al ser intervenido el central Francisco, sus trabajadores decidieron sin dudas que desde entonces, Amancio Rodríguez sería el nombre que orgullosamente llevaría la industria y también el poblado, devenido sureño municipio de Las Tunas.

Como a los héroes se les recuerda sin llanto, el que fuera un hombre entregado por completo a la noble causa de los trabajadores azucareros, no es honrado por su pueblo entre lágrimas, sino con orgullo revolucionario, con el fervor de la herencia que dejó para el futuro: la dignidad y la honra, merecen cualquier sacrificio.

Fuente: granma

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