José Reguera.— En la prolífica y siempre surrealista mitología griega hay dos ocasiones en las que alguien consigue huir del laberinto de Creta: cuando Dédalo e Ícaro construyen alas de plumas y cera (y el segundo muere ahogado en el mar tras acercarse demasiado al sol) y cuando Teseo, harto de ver cómo los atenienses debían enviar periódicamente a siete muchachos y siete muchachas para perderse y ser devorados por el Minotauro, decide matar al monstruo llevando un ovillo que le indica el camino de vuelta.
Este año el panorama internacional es un auténtico laberinto. Cuando parecía que comenzaba a perder fuelle la lucha contra los plásticos y a nadie le interesaba ya el viaje en velero de Greta Thunberg —que da para otro artículo por sí solo—, medio mundo comienza a arder. No obstante, la atención mundial está puesta en Brasil, concretamente en lo que queda del Amazonas, ya suficientemente maltrecho en las últimas décadas pero víctima principal —y a veces parece que única— de los malditos incendios.
Que el mundo que conocemos está desapareciendo es una evidencia, y la prueba son los propios incendios, cuya virulencia es consecuencia de los cambios ambientales producidos a nivel global más que causa de ellos. La cuestión ya era lo bastante preocupante por sí misma, pero tuvo que aparecer la pata izquierda del capitalismo para lanzar una encarnizada ofensiva ideológica contra la clase obrera.
Porque resulta que ella ha hallado la causa de la destrucción del Amazonas. No, no son los enormes embalses para generar electricidad, ni la actividad minera a cielo abierto, ni siquiera que la tala sea un negocio tan lucrativo en Brasil que más del 40% de la producción maderera acaba en el mercado negro: el Amazonas se muere porque tú comes carne (y en segundo lugar por el fascista Bolsonaro). Una idea tan abyecta como útil.
Abyecta porque más allá de reducir la dinámica de un ecosistema —donde intervienen tal infinidad de variables, factores y condiciones que se siguen estudiando a día de hoy— a una sola, única e indiscutible razón, no realiza ningún análisis serio: ¿han pensado en la causa de que en Europa —y actualmente en todo país en proceso de industrialización— las dietas sean hiperproteicas? ¿El resto de factores de deforestación amazónica no son significativos? ¿Los invisibilizados incendios de Siberia, cuyos humos ocupan más extensión que toda la Unión Europea, se deben también a que consumimos carne cuando la ganadería es testimonial en gran parte de su territorio? Para nada de eso se encuentra respuesta por parte de los defensores del capitalismo mal llamado eco-friendly.
Útil porque afianza dos cuestiones ideológicas que el capitalismo necesita con urgencia. Primero, que el modo de producción es incuestionable: hoy es la ganadería, y mañana será la agricultura, la minería a cielo abierto, la tala o la pesca; sea la actividad que sea, o los recursos y la mano de obra son explotados de forma intensiva o no se hará. Y dado que no se puede dejar de hacer la actividad, seguirá haciéndose de forma intensiva y punto. Segundo, que el problema no es del sistema sino del individuo: que uno elija la “contaminante” carne en vez de la “sostenible” soja del tofu —al menos eso parecen querer vender—, es culpa de no saber elegir. Se olvidan, o nunca quisieron saber, que las decisiones personales no son otra cosa que un reflejo del sistema económico y social, y que a los problemas sociales, colectivos, no se les pone solución con medidas individuales.
Estas tácticas no son nuevas. Sin ir más lejos, en 2018 Greenpeace España visitó lugares en los que la minería de carbón fue una importante base económica para presentar un documental donde se insinuó que si sus habitantes tenían cáncer era culpa suya, por no haber querido cerrar las centrales térmicas o las minas de carbón que les daban de comer, sin evaluar el tejido económico ni los servicios sanitarios del entorno rural y a menudo mal comunicado en el que se encuentran. Es el ecologismo del querer que todo cambie para que no cambie nada, el activismo capitalista en su máxima expresión.
En este laberinto de falsa ecología y de “Greta Thunbergs”, la clase obrera son los siete muchachos y las siete muchachas condenados a servir de alimento al monstruo capitalista. Y dado que con el cambio climático la cera se derrite mucho más fácilmente, la única opción para salir del laberinto es matar al monstruo y situar en su lugar a los muchachos y las muchachas. Cuanto antes nos organicemos para conseguirlo, antes tendremos las manos libres para usar la ecología de verdad, la de los estudios que indican que con el monstruo no es posible salvar el planeta, para salvarlo de verdad, de plásticos, de carnes y de todos los demás miles de problemas e impactos ambientales que a ellos ni les preocupan ni les interesan.