La Cañada Real: urbanismo del siglo XXI en una capital europea (Madrid)

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La Cañada Real es una calle de algo más de 14 kilómetros de largo, pero en ella no hay un banco donde sentarse, una plaza donde reunirse a hablar con los vecinos o una farmacia. Tampoco se ven tiendas, semáforos ni pasos de peatones. Ni siquiera llegan las cartas a la mayoría de las casas.

Pero cerca de 7.300 personas, según el censo oficial, viven en este asentamiento ilegal situado a media hora en auto (14 kilómetros) del centro de Madrid. Si la distancia fuera mental, en lugar de física, sería mucho mayor. “Yo digo que vivo en Rivas”, cuenta Lidia Resani, presidenta de la asociación de vecinos del sector 4, quien afirma que “es un estigma vivir en la Cañada”.

Para saber dónde vive alguien en esta calle, más grande que muchos pueblos de España, hay que preguntar primero por el sector y luego por el número de parcela. Los sectores 1 y 2 se parecen a otras zonas de Madrid, con sus viviendas de ladrillo de una o dos plantas, naves industriales e incluso algunas mansiones.

Pero a medida que te adentras en el camino, superando los baches de un terreno irregular sin asfaltar, van apareciendo a ambos lados construcciones más débiles e improvisadas, incluso chabolas destartaladas.

En el paisaje se entremezcla una cierta normalidad de pueblo rural y coloridos atardeceres con situaciones de pobreza extrema e insalubridad.

“¿A la Cañada? ¿A qué has ido allí?”. La reacción de sorpresa responde a una realidad, que mucha gente solo tiene una imagen del lugar: la de la marginalidad y la agresividad de la zona de venta de drogas, situada en el sector 6, a la que los medios locales suelen referirse como “el mayor supermercado de la droga de Madrid”.

Allí, clanes familiares manejan su negocio en una zona en que la Cañada se llena de más baches y charcos que obligan a nuestro vehículo a circular muy despacio, a pesar de que hace semanas que no llueve. El tráfico de coches, incluso a plena luz, es incesante. Por la noche, bidones ardiendo señalan los puntos de venta. Y todos los días, unos 170 drogodependientes trabajan para los clanes en situaciones cercanas a la esclavitud, en labores de vigilancia, control y limpieza a cambio de una dosis de supervivencia. Nadie se pasea por aquí si no participa en el negocio o forma parte de alguna de las entidades sociales.

La zona está vigilada por la policía, que desde 2012 ha detenido a más de 300 personas por tráfico de drogas en La Cañada y cercanías, según datos publicados en julio. Este kilómetro y medio es la causa de que, como explica Resani, “si dices que vives en Cañada, la gente te mira raro”. Su alargada sombra planea sobre todos los vecinos, incluso los que como ella nunca pondrían pie en ella.

Pero si se busca un punto en común de todos los habitantes de la Cañada, este podría ser la incertidumbre que pende sobre su futuro. Todas las viviendas —las chabolas hechas con planchas de metal pero también las de varios pisos de ladrillo y jardín— “son ilegales”, asegura José Antonio Martínez Páramo, comisionado para la Cañada Real de la Comunidad de Madrid (el gobierno regional) “porque están en suelo rústico”.

La Cañada Real Galiana nació como una vía de paso para el ganado. En los años 50, cuando España estaba sumida en una situación de pobreza y subdesarrollo, llegaron a las afueras de Madrid migrantes del campo que empezaron a cultivar esas tierras que eran de dominio público. Empezaban labrando el terreno, luego construían una caseta para los aperos y poco a poco iban haciendo una casa. Con los años se fueron construyendo distintas infraestructuras energéticas y de transporte en la zona, pero los vecinos no se fueron, sino que llegaron más. Y ahora por aquí pasa un gasoducto, varias carreteras, las vías soterradas del tren de alta velocidad y varias líneas de alta tensión. En las cercanías también hay un vertedero.

Por todo esto, la Cañada es también “un camino de altos muros y puertas cerradas”, dice Daniel Ahlquist, responsable de proyectos de atención en zonas desfavorecidas de Cruz Roja, entidad que realiza un amplio trabajo en el asentamiento favoreciendo la escolarización infantil, entre otras labores.

Muchas casas están ocultas por grandes portales metálicos que, cuando se abren, dejan entrever en algunos casos un cúmulo de construcciones en las que pueden estar viviendo hasta 60 familias.

Fulgencio, de 77 años, y su esposa María “aterrizaron” en la Cañada Real poco después de la muerte de Franco (el gobernante de facto falleció en 1975) y viven en el sector 3. “Nos dijeron: si quieres, puedes poner aquí unas estacas”, dice Fulgencio, quien ahora está retirado y no quiere ser fotografiado. Con los años, el matrimonio ha construido una bonita casa de ladrillo, con un jardín donde se pueden ver árboles, entre ellos un membrillo, y un huerto. Pero como sucede con muchos vecinos de Cañada, María y Fulgencio no pagan el agua ni la luz que consumen, aunque querrían hacerlo.

En más de seis décadas no se hicieron en la Cañada las conexiones legales de suministros o alcantarillado. Fueron los propios vecinos los que compraron transformadores eléctricos y pagaron a otros para que hicieran los “enganches” al agua y la luz. Los fallos son frecuentes y, cuando algo se estropea, no se puede llamar a las compañías para que vayan a arreglarlo. En verano, cuando las temperaturas alcanzan fácilmente los 40 grados, falla el agua. Y en invierno, cuando más se necesitan las estufas, no llega con potencia la energía eléctrica.

Una máquina excavadora acaba de dar sus coletazos y convierte en escombros lo que eran tres construcciones, aunque precarias, mientras una decena de vecinos observa pacíficamente.

De vez en cuando se escucha el rugido soterrado del tren de alta velocidad que pasa por debajo de este campamento de gitanos en el sector 4.

Todos aquí conocen los derribos de casas: o los han vivido ellos mismos o algún vecino. Lourdes, por ejemplo, ha logrado de momento librarse de tres, pero recuerda el miedo con que sus pequeños vivieron esa amenaza. “Tenemos cuatro hijos y lo pasan fatal”, explica, “esto no es vida entre ratas, escombros y humedades”.

El ayuntamiento de Madrid declara que los tres derribos que presenciamos se hicieron por “incumplimiento de las disciplinas urbanísticas y normativas de seguridad” y atendiendo a la petición de los vecinos de aumentar el control y la vigilancia en la zona.

Los primeros derribos se empezaron a ejecutar en la Cañada en 2007, cuando además de los migrantes españoles del campo, hasta allí habían llegado también gitanos españoles, portugueses y rumanos, marroquíes e incluso latinoamericanos. Algunos casos se volvieron muy mediáticos y actores externos como Amnistía Internacional empezaron a actuar contra los desalojos forzosos.

Entre 2007 y 2012 hubo unos 300 derribos, según las cifras de Susana Camacho, coordinadora del equipo de intervención en la Cañada de la Fundación Secretariado Gitano. El 52 por ciento de los vecinos son de esta etnia. Muchos trabajan en hostelería, en el sector de la construcción o haciendo reformas, por lo que es frecuente ver furgonetas en la Cañada.

Pero la irregularidad del lugar, que discurre por terreno de tres municipios (Madrid, Rivas y Coslada) no evitó que, durante años y paradójicamente, los vecinos fueran empadronados e incluso pagaran el Impuesto de Bienes Inmuebles.

Además, con los años han aparecido especuladores que construyeron o compraron casas y ahora las alquilan a terceros, en muchos casos inmigrantes con pocos recursos.

Es el caso de los hondureños Raúl y Elizabeth, que viven aquí con su hija. Llevan varios años en España y han pasado por todo tipo de dificultades, incluso durmieron durante una temporada en el balcón de un apartamento, tapados con unos cartones. No tienen los papeles en regla y en este momento no trabajan. Ellos están agradecidos a la persona que les alquila el piso por un precio que sería impensable en cualquier otro sitio de Madrid: 200 euros por un apartamento de dos habitaciones. “Los vecinos nos dicen que por qué pagamos, pero nosotros agradecemos”, dice Elizabeth.

La niña va al colegio y tiene acceso gratuito a la atención sanitaria, algo que ellos también valoran. Aunque les gustaría que cerca de casa hubiera algún parque donde pudiera salir a jugar.

Durante un recorrido para conocer el trabajo de Cruz Roja llegamos al sector 4, donde el equipo se detiene a hablar con Hanan, una marroquí de 27 años y tres hijos que nos atiende con el más pequeño, un bebé, en los brazos. Esta zona con sus casas de tejado plano, antenas parabólicas, velos y chilabas recuerda a algún pueblo de Marruecos.

A sus solo 9 meses, el bebé de Hanan ya ha pasado una bronquiolitis y la tosferina. Es uno de los 2.000 menores que viven en la Cañada. Según Ahlquist, la falta de escolarización se ha reducido de forma importante, pero todavía hay absentismo, entre otras razones porque para algunos niños no resulta nada fácil llegar a la escuela.

Por esta y otras causas a Camacho la Cañada le recuerda a veces a las comunidades de Guatemala, país donde pasó un año. “La falta de acceso a recursos y la lejanía con los núcleos urbanos, que haya niños que tengan que andar una hora para llegar a la ruta escolar, eso yo lo he visto en comunidades campesinas e indígenas de Guatemala”, explica. “Yo admiro mucho a las comunidades de Guatemala, cómo luchan para salir adelante, igual que admiro a las familias de Cañada. Para mí es una población en resistencia absoluta”, dice.

Tras años de idas y venidas y con una situación cada vez más enredada, en mayo de este año por fin todos los partidos políticos se pusieron de acuerdo para intentar solucionar la situación. Nació así un pacto “con el pilar básico de garantizar el derecho a la vivienda”, dice Páramo, el comisionado de la Comunidad de Madrid. El acuerdo contempla la regularización del sector 1, que ya tiene acceso rodado y conexiones a la luz y el agua. Por el contrario, el sector 6 (donde viven casi 3.000 personas) será desmantelado en su totalidad, y los vecinos que cumplan ciertas condiciones serán realojados.

En el resto de los sectores, la situación será estudiada. Y mientras, se llevará a cabo una mejora de la red de agua y el asfaltado de toda la calle (una demanda histórica de los vecinos), entre otras medidas. “Ha habido una toma de conciencia progresiva de que la indecencia que ha supuesto durante un montón de décadas la Cañada desde una perspectiva social, hay que acabar con ella”, dice Agustín Rodríguez, cura de la Parroquia de Santo Domingo de la Calzada.

Su iglesia está enclavada en pleno núcleo de la droga y él la mantiene abierta al trabajo de las entidades que, entre otras cosas, ofrecen duchas a los toxicómanos que malviven alrededor, durmiendo en tiendas de campaña o directamente en el suelo. Rodríguez cree que el actual marco político es favorable a un arreglo de la situación.

Los vecinos como Fulgencio, María y Resani quieren quedarse en la Cañada y esperan que sus descendientes no tengan que vivir como ellos, con el fantasma del derribo sobrevolando constantemente sus cabezas. “Nuestro objetivo es legalizar el mayor número de casas posible”, dice Resani. “No queremos que nuestros hijos vivan con la misma incertidumbre que nosotros”. Sabe de lo que habla, puesto que es la tercera generación de su familia en la Cañada.

http://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-41668519

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