Roberto Amorebieta
@amorebieta7
Esta semana se conoció a través de las redes sociales el video del hijo de María del Pilar Hurtado, líder social asesinada en Tierralta, Córdoba, gritando de desesperación y dolor junto al cadáver de su madre. María del Pilar era de Puerto Tejada, Cauca, había llegado desplazada por la violencia y la pobreza a Tierralta y allí se dedicaba a labores de reciclaje con su marido. Era “chatarrera”, como les llaman en la costa caribe. Lideraba desde hace meses la reclamación de un grupo de vecinos ocupantes de terrenos que, al parecer, son propiedad del padre del alcalde de ese municipio. Ya había sido objeto de intimidaciones y había recibido panfletos amenazantes firmados por un grupo paramilitar. El viernes la mataron a tiros. De hecho, es la cuarta víctima mortal entre su comunidad.
Este indignante hecho de violencia es, duele decirlo así, uno más de los casi 700 casos de líderes sociales asesinados desde la firma del Acuerdo de Paz. Una masacre. Un genocidio que se está perpetrando gota a gota delante de nuestras narices como país y que si bien no obedece –necesariamente– a una “mano negra” que determina un plan de exterminio, sí corresponde a una situación estructural de uso de la violencia como herramienta política en Colombia. Sería más fácil que las órdenes las diera una camarilla identificable, de modo que al neutralizarles todo se resolviera. Pero no. Así nunca funciona en la realidad.
En este caso, las causas de los asesinatos son diversas: Reclamación de tierras, defensa de los derechos humanos, luchas por el medio ambiente, reivindicaciones de género, entre otras. Lo que sí tienen en común todos los hechos es que en ellos se presentan, al menos, tres circunstancias: Primero, un poder regional o local, entroncado en las instituciones, vinculado con grupos de justicia privada y con intereses económicos o políticos en el territorio. Segundo, una comunidad que resiste al modelo de acumulación por despojo que se practica en Colombia y atenta así contra los intereses del poder local. Tercero, un Estado que actúa de forma negligente cuando no es cómplice o autor directo del homicidio.
En ese orden de ideas, el asesinato de María del Pilar es una gota más en este desangre, que se presenta ante los ojos de la sociedad como un contador: Veinticuatro, setenta y ocho, ciento doce, doscientos cuarenta, quinientos seis… Ya los muertos parecen una fría estadística en una máquina registradora y es extraña la semana en que no hay noticia de uno más, cuando efectivamente hay noticia o cuando por casualidad nos enteramos de la noticia. Entonces, si el país parece hipnotizado por el conteo de muertos, ¿por qué lo de María del Pilar fue diferente? ¿Por qué se hizo tendencia en redes sociales durante dos días? Por el video.
Y es que el video, más allá de la fuerte indignación que provocó por lo doloroso y sobrecogedor que significa verlo y, en especial, escucharlo, se presentó en un contexto noticioso que ayudó a que creciera el enfado de la ciudadanía. Ese mismo día, se celebraba el Día Mundial del Skate y centenares de patinadores se reunieron para recorrer un trayecto de tres kilómetros por la carrera séptima en Bogotá. Durante el evento, como también quedó registrado en numerosos videos, se presentaron agresiones de la policía a los jóvenes asistentes, golpes a mujeres y conducción temeraria. El Estado autoritario retratado de cuerpo entero. Mientras tanto, el presidente Iván Duque impartía alegremente una conferencia sobre economía naranja e industrias creativas en la ciudad de Cannes, Francia. La imagen de desgobierno era inocultable: Un país que se desangra, donde las autoridades son cada día más arbitrarias, con una economía estancada y un presidente de viaje por Europa haciendo tonterías.
Todo esto lleva a pensar en la forma como las emociones pueden movilizar las conciencias de las personas mucho más que las frías estadísticas. Cómo un caso, que podría ser uno más de tantos y tantos, logra convertirse en noticia nacional y conmover a un país hasta la indignación. Cómo la publicación de un video de un niño gritando de desesperación hace que una sociedad sea consciente de que hay que detener la tragedia que ocurre hoy en Colombia.
Como sociedad occidental, estamos viviendo un momento en que se hace mucho más determinante la existencia de dos dimensiones en la política: La escena y la tras escena. En la escena ocurre una pantomima que representa, como en una obra de teatro, la lucha política en un país. Hay un relato, protagonistas y antagonistas, personajes secundarios, conflictos, un libreto, un desenlace esperado, en fin, todos los elementos que tiene una historia simple, como de telenovela o de serie de televisión. Ese relato se reproduce hoy en día, fundamentalmente, a través de los medios de comunicación. En la tras escena, por el contrario, sucede la verdadera lucha por el poder. Allí se presentan las negociaciones reales que conducen a los pactos, las conversaciones privadas, los acuerdos de palabra. Por supuesto, esa dimensión permanece oculta a los ciudadanos convertidos cada vez más en un público que sigue pasivamente algo parecido a un melodrama televisivo.
Sin embargo, a veces se corre por un instante el telón que sirve de fondo al escenario y que oculta lo que sucede tras él. A veces se filtra una grabación donde se escucha a dos poderosos haciendo negocios sucios, se graba oportunamente un video que muestra el abuso de autoridad o se presenta ante la justicia un testigo que delata a –hasta ese momento– respetables hombres públicos. En esos momentos la gente se da cuenta de cómo realmente se negocia el poder y quiénes son de verdad los que nos gobiernan. En ese momento y por un instante, las personas tienen la posibilidad de dejar de ser un público pasivo y convertirse en ciudadanos.
Es un poco lo que pasó con el video del hijo de María del Pilar. Por una vez, quienes vivimos en las ciudades, no hemos padecido directamente la crueldad de la guerra y tendemos a insensibilizarnos frente a una realidad que vemos a través de Twitter o Facebook, pudimos de alguna manera imaginar cómo puede sentirse una víctima de la violencia en Colombia. Es difícil pensar que el genocidio cometido por el paramilitarismo hubiese sido posible si en esa época los campesinos llevaran en sus bolsillos un teléfono con cámara. ¿Se imaginan que una sola masacre paramilitar hubiese sido grabada? ¿Se imaginan el impacto en la opinión?
Todo esto nos debe llevar a pensar en la importancia de la comunicación a la hora de disputar el poder. Las redes sociales han sido, efectivamente, el arma principal de desinformación que la ultraderecha ha utilizado en los últimos años, pero también han demostrado ser una eficaz herramienta para desmontar las mentiras del poder. Al final, la tecnología no es más que un instrumento que puede ser utilizado para destruir la verdad o, por el contrario, puede servir para generar indignación y llamar a la movilización y la lucha. Depende también de nosotros.