Allende jamás abandonó el Palacio de La Moneda. Allí resistió el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. | Foto: Reuters

A 46 años del golpe de Estado que provocó la muerte del legítimo presidente de Chile, Salvador Allende, se recuerda el histórico discurso que el mandatario dirigiera el pueblo que lo eligió.

Martes 11 de septiembre de 1973. 7:30 de la mañana. Santiago de Chile. El presidente socialista, electo democráticamente en esa nación, Salvador Allende, llega al Palacio de La Moneda. Conoce sobre el alzamiento de la Marina en Valparaíso. Poco tráfico. Casi nadie en las calles.

Pocas horas después supo de la traición masiva. Las Fuerzas Armadas y el Cuerpo de Carabineros de Chile le daban un golpe de Estado a su gobierno de Unidad Popular, para conducir al país a 17 años de una de  dictaduras más fuerte de América Latina.

Desde la sede del gobierno y mediante Radio Magallanes, Allende le habló a los chilenos. Con la pasión que sentía por el pueblo, le puso tranquilidad y agallas a su voz, a pesar de que sabía que esas serían sus últimas palabras a todo Chile. Eran las 9:20 de la mañana.

“Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser cegada definitivamente”, dijo el presidente mientras defendía el Palacio de La Moneda, donde lo pusieron los votos del país en las elecciones de 1970.

Quizás los golpistas creyeron que dándole un avión para que saliera del país, Allende renunciaría a crear una sociedad mejor para su Patria.

Quizás esos mismos golpistas olvidaron cuando en diciembre de 1971, el médico presidente dijo en el Estadio Nacional –el mismo que se convertiría en el mayor campo de concentración de la dictadura– que jamás cedería el Palacio de La Moneda.

“No daré un paso atrás. Y que lo sepan: dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera”, afirmó el mandatario dos años antes del golpe militar que indignó al mundo.

Con un casco y una ametralladora, como un soldado más del país que amaba y que defendía hasta los huesos, Allende le decía a los chilenos, mientras veía tanques de guerra frente al palacio: “Tienen la fuerza. Podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos.

“Trabajadores de mi Patria, quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en un hombre que solo fue intérprete de grandes anhelos de justicia”. Sus palabras –dijo– no tenían amargura, sino decepción, y serían “el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron”.

Entre ellos estaba el general Augusto Pinochet, en quien Allende confió hasta conocer de su participación directa en el golpe. Había sido nombrado por el presidente como Comandante en Jefe del Ejército a menos de un mes del golpe de Estado.

La mano sucia de Estados Unidos

Allende era la amenaza comunista en el continente para Estados Unidos (EE.UU). A su derrocamiento, el gobierno del presidente estadounidense, Richard Nixon, destinó millones de dólares, y documentos desclasificados años después del golpe de Estado evidencian su participación en la instauración de la dictadura de Pinochet, que causó más de 40.000 víctimas.

El dictador Augusto Pinochet instauró un régimen autoritario en Chile durante 17 años, tras traicionar al legítimo presidente, Salvador Allende. Foto: Reuters.

“Nixon ordenó a la CIA que evitara que el presidente Allende tomase posesión de la presidencia”, dijo el embajador de EE.UU. en Chile (1967-1970), Edward Korri, en entrevista para el documental “La última decisión de Allende”.

Korri recuerda la reunión con Nixon en Washington, donde este habló de “cómo iba a machacar a Allende: iba golpeándose la mano con su puño. Le llamó hijo de puta y creo que, también, bastardo”.

Un documento desclasificado de la CIA, del 1ero de octubre de 1973 señala que el golpe de Estado en Chile había sido casi perfecto.

Washington tuvo que reconocer la participación de EE.UU. en el golpe contra Allende, con las manos embarradas del presidente Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger. Aunque el presidente fue electo democráticamente, las ideas izquierdistas de su gobierno eran rechazadas por la Casa Blanca, quien aplaudió la dictadura de Pinochet.

La última palabra del presidente Allende

Pinochet esperaba tranquilamente el desenlace del ataque a La Moneda en una base a varios kilómetros de Santiago, mientras Allende y varios miembros de su gabinete resistían y se negaban a sacar bandera blanca.

“Me dirijo sobre todo a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros, a la obrera que trabajó más, a la madre que supo nuestra preocupación por los niños”, dijo el presidente chileno en su alocución al pueblo, cuando los aviones sobrevolaban la sede del gobierno.

“En este momento pasan los aviones, es posible que nos acribillen, pero que sepan que aquí estamos. Por lo menos con nuestro ejemplo para señalar que en este país hay hombres que saben cumplir con la obligación que tienen”.

Sabía que el ataque se produciría en cualquier momento, pero Allende miraba más allá, como quien ve el futuro de su tierra, como quien encuentra la paz después de la represión y las muertes que viviría Chile.

“Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!

“Estas fueron mis últimas palabras, y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que por lo menos será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.

Los aviones lanzaron más de 20 bombas contra el Palacio de La Moneda. Los miembros de su gabinete no salieron de allí, pese a que el presidente se lo ordenara. Desobedecieron, sí. Y estuvieron con Allende hasta el último segundo.

Cristales destrozados. Paredes convertidas en escombros. Polvo. Mucho polvo. Fuego. Otra bomba. El ruido ensordecedor de los aviones que bombardeaban. Y la frase de Allende en medio de tanto caos, en medio del fin de la denigrante traición, salía también como polvo: “Tengo fe en Chile y su destino”. La premisa, que cumplió hasta suicidarse, jamás salió de La Moneda: “Yo no voy a renunciar”.

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