La institucionalización del horror en las cárceles franquistas: trabajos forzados, hacinamiento, hambre y muerte.

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Una vez finalizada la II Guerra Mundial, en la segunda mitad del siglo XX, se generalizó entre la población mundial el conocimiento de los campos de concentración y su pavorosa realidad. A partir de entonces, su sola evocación causa un estremecimiento, un sentimiento de horror que tiene que ver fundamentalmente con el desprecio de las vidas humanas. Víctimas que lo son por quiénes eran y a las que sus verdugos privaron de su razón de ser, del sentido de la existencia. Los nazis lo expresaron como «vidas indignas de ser vividas». El rostro del mal.

Hasta tiempos relativamente recientes, la presencia de campos de concentración en la España de la Guerra Civil y la Postguerra ha sido un hecho generalmente desconocido, condenado a la desmemoria. Aunque con distinta caracterización, profusión, intencionalidad y resultados, su existencia fue un asunto común al bando franquista y al republicano mientras duró la contienda.

Las penurias, el miedo, la enfermedad y la muerte formaban parte del día a día de los campos de concentración que operaron en España entre 1936 y 1947. Sin embargo, su finalidad no radicaba en el asesinato sistemático de sus ocupantes, por lo que no hay que confundirlos con campos de exterminio. El objetivo de estos últimos era la aniquilación sistemática, el genocidio, habitualmente de judíos, gitanos, homosexuales, comunistas, rojos españoles, etcétera. (ahí está el recuerdo de los campos nazis de Auschwitz, Treblinka, Jasenovac, Belzec…). En todo caso, más allá de su dimensión física, los campos de concentración configuran espacios históricos y simbólicos para las generaciones posteriores a su existencia.

El campo semántico de la represión política y el control social que padeció la población opuesta o desafecta al régimen franquista es abundante e incluye denominaciones como: campos de concentración, Batallones de Trabajadores, Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores, depósitos, Destacamentos Penales, cárceles, talleres penitenciarios, Colonias Penitenciarias Militarizadas, Regiones Devastadas, hospitales penitenciarios… El régimen franquista utilizó la expresión «horda de asesinos y forajidos» para referirse a los prisioneros de guerra.

Con carácter general, podemos definir los campos de concentración franquistas como recintos provisionales dependientes del ejército en cuyos límites se encuentran recluidos, en condiciones infrahumanas, combatientes republicanos y población civil privados de libertad de modo arbitrario, que no han sido sometidos a juicio previo, tan solo a una clasificación, y que tampoco disponen de garantía judicial alguna.

Los campos de concentración franquistas tuvieron un carácter provisional y disperso a lo largo y ancho del territorio español. Según las investigaciones más recientes, hasta 1939 se crearon 286 recintos, permaneciendo 23 abiertos a finales de dicho año. Otros rasgos definitorios del sistema concentracionario franquista fueron la falta de coordinación y la masificación de la población prisionera. Su función social consistió en la represión, humillación y sumisión de toda persona encuadrada y clasificada de forma previa como disidente del nuevo régimen.

La caracterización de los campos de concentración franquistas se halla en estrecha relación con la evolución y larga duración de la Guerra Civil. Aunque la creación de los primeros campos se remonta al inicio de la contienda, su proliferación se produjo en los últimos meses de 1936, diseminados fundamentalmente por algunas localidades de la retaguardia de la mitad norte peninsular, cuando la acumulación de prisioneros de guerra y, en menor cuantía, civiles desbordaba ya las cárceles y los presidios.

De este funcionamiento preinstitucional e irregular se pasó en julio de 1937, al hilo del desmoronamiento del Frente Norte republicano, a uno oficial que vería la luz a partir de la publicación de una orden del General Franco en el Boletín Oficial del Estado con el título ‘Campos de concentración de prisioneros’, en la que urgía su creación. “S. E. el Generalísimo de los Ejércitos Nacionales ha dispuesto la constitución de una Comisión que, previos los asesoramientos necesarios y con la máxima urgencia, proceda a la creación de los Campos de Concentración de prisioneros…” Boletín Oficial del Estado. Burgos 5 de julio de 1937. Número 258

Ese mismo mes se instituyó la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros (ICCP), con el fin de gestionar la organización y control de estos lugares, así como dirigir la política concentracionaria. En la práctica predominaron la falta de previsión, el hacinamiento y el funcionamiento errático, existiendo apreciables diferencias entre los numerosos recintos habilitados.

De los más de medio millón de prisioneros que pasaron por los campos de concentración de Franco, más de 100.000 fueron recluidos en el año 1937; de ellos, casi la mitad cayeron en Cantabria. Una vez detenida o presentada la persona, la primera fase del proceso represivo era la clasificación. El criterio utilizado para tal fin partió de la Orden General para la Clasificación de Prisioneros y Presentados, dictada en marzo de 1937, anterior por lo tanto al nacimiento “oficial” de los campos de concentración franquistas. Se establecieron cuatro categorías en las que unas comisiones clasificatorias de naturaleza militar encuadraban:

a) Quienes eran afectos o no hostiles al Movimiento Nacional. En caso de haber formado en las filas enemigas, que lo hubieran hecho obligados. En este último supuesto podían ser considerados dudosos si no se conseguía información que los apoyara.

b) Quienes habían formado parte voluntariamente del ejército republicano y no tenían responsabilidades sociales, políticas o comunes. Indiferentes o desafectos leves.

e) Jefes y Oficiales del ejército republicano, quienes hubieran cometido actos de hostilidad contra las tropas franquistas, dirigentes y miembros destacados de partidos y sindicatos contrarios al nuevo régimen y también quienes fueran presuntos responsables de delitos de traición, rebelión o de orden social o político efectuados antes del comienzo del Movimiento Nacional (en la práctica se extendía hasta los sucesos revolucionarios de octubre de 1934). Desafectos graves.

d) Quienes eran presuntos culpables de delitos comunes.

En lo que constituye una inversión jurídica o justicia al revés, se trataba como sublevados a quienes habían permanecido fieles a la legalidad republicana. Eran las personas detenidas las que debían probar su inocencia, por lo que sus familias se lanzaban a la búsqueda de avales que la acreditaran. Habitualmente recurrían al alcalde, al cura, al Jefe de la Falange o a personas con poder para justificar documentalmente la exención de responsabilidades.

Sin contar los asesinatos cometidos por falangistas, otros grupos de paramilitares y también guardias civiles mediante las sacas de internos y los fusilamientos sin formación de causa, sobre todo durante la Guerra, se estima que dentro de los campos hubo más de diez mil víctimas debidas a las atroces condiciones en las que se desarrollaba la existencia diaria. La generación de terror en la población era un elemento consustancial a la propia existencia de los campos.

En síntesis, una vez clasificados, proceso no sujeto a ningún plazo temporal, el destino que esperaba a los internados en los centros era el siguiente: los afectos al Movimiento Nacional, en caso de que estuvieran en edad militar, pasaban a la caja de reclutas como trámite previo a la incorporación al frente al lado de los rebeldes. A los grupos de dudosos, indiferentes y desafectos leves se les reasignaba a los Batallones de Trabajadores o bien eran trasladados a otro campo, esperando un destino permanente. Los calificados como desafectos graves sufrían un consejo de guerra con el habitual resultado de elevadas penas de prisión o pena de muerte. Finalmente, aquellos que no había conseguido probar su inocencia de delitos comunes quedaban a disposición de la autoridad judicial que les correspondiera.

El despliegue concentracionario franquista no contempló la existencia de campos para mujeres de una forma regularizada. Ahora bien, consta su presencia en alguno de ellos y en determinados recintos que funcionaron como prisiones, normalmente a cargo de órdenes religiosas, como fue el caso de las Oblatas en Santander. Se estima que había en España, a principios de 1940, más de 40.000 mujeres encarceladas En este caso, a la represión general se suma la específica de género. A las mujeres se las castigaba, humillaba y reeducaba para que tomaran conciencia del papel subordinado que, en el marco del hogar y la familia católica, las esperaba al otro lado de los muros.

Igualmente, en cuanto familiar (madre, mujer, hermana…) de encarcelado o prisionero, las mujeres experimentaron otra vertiente represiva, ya que sobre ellas descansaron las tareas de sostenimiento familiar y de asistencia al detenido. En estas circunstancias se produjeron violaciones, amenazas y ruindades de todo tipo por parte de los guardianes de los campos.

Hacia finales de julio de 1938 el total de prisioneros y presentados en los campos de concentración alcanzó las 210.113 personas, de las que 37.674, casi un 18 por ciento, estaba pendiente de clasificación. De las ya encuadradas (172.439, algo más del 82 por ciento, aproximadamente) a un 58 por ciento se las consideró afectas a la causa, a más de un 20 por ciento como dudosas, en torno al 12 por ciento desafectas leves, más de un 8 por ciento como desafectas graves y a casi el 2 por ciento como delincuentes comunes.

https://www.eldiario.es/norte/cantabria/desmemoriados/Caracteristicas-evolucion-sistema-concentracionario_6_946715324.html

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