«En España encontramos a Francisco Pi y Margall (1824-1901), que desarrolló su trabajo político durante la segunda mitad del siglo XIX y que se postula como una de las figuras de mayor estudio y sensibilidad sobre la cuestión nacional en cuanto a entender la variada idiosincrasia que existe en lo que hoy se conoce como España. Pero Pi y Margall, pese a su honradez, humanismo y alto pensamiento progresista para su tiempo –preocupado incluso, como decía Engels por la cuestión obrera y social–, no podemos decir que fuese un socialista de tipo materialista-dialéctico. Pi y Margall inició su pensamiento como un liberal, y pese a que después tomase la autodenominación de «socialista» –como se ve en algunos de sus últimos trabajos–, la realidad es que nunca pasó de ser un socialista utópico a lo sumo. Su obra es totalmente desconocida en la actualidad, pero su pensamiento sin duda se sitúa en la historia como el de uno de los exponentes más brillantes del socialismo utópico español. Los pensadores de las numerosas escuelas utópicas que poblaban España desde la década de 1840 habían dejado de lado la cuestión nacional, haciéndose eco del nacionalismo español, de ideas semireligiosas, legalistas, de conciliación entre clases, etc. Entre los socialistas utópicos más destacados antes de la obra de Pi i Margall encontramos a Joaquín de Abreu, liberal-fourierista, Sixto Cámara, proudhoniano defensor del «iberismo» –la unión nacional entre Portugal y España–, los «icarianos» –como Abdón Terradas y Narciso Monturiol–, que tenían una predisposición mesiánica y hablaban de entablar un viaje al estilo del «arca de Noé» hacia la «tierra prometida, Icaria» para librar al pueblo de sus males y, por último, Fernando Garrido, cuyo pensamiento es el más similar de entre todos los utópicos a aquél de Pi i Margall, pero sin desarrollarlo con la misma claridad, fuerza y espíritu revolucionario. En el pensamiento de Pi i Margall encontramos las limitaciones filosóficas y políticas que conllevaba haber sido de los primeros en romper con algunas de las tradiciones reaccionarias de entonces, es decir, avanzar sobre un territorio inexplorado, y pese a ello, nos legó infinidad de reflexiones que vale la pena repasar en la actualidad, esencialmente en torno a la referida cuestión nacional. Para él las naciones:
«Constituyen, por una parte, procesos históricos y cambian con el tiempo y, por otra, son colectividades heterogéneas en su interior. En un pasaje decisivo de su artículo «Las naciones», recogido en Lecciones de federalismo, se afirma: «Todas las naciones son unidades orgánicas. Si no lo fueran dejarían de ser naciones. Más esto no significa que tengan ni obligados órganos, ni obligados organismos… [En cuanto] Seres colectivos y libres, tienen todas distinta organización, y la cambian según las evoluciones de las ideas y las necesidades de los tiempos. Se quiere hacer hoy a las naciones poco menos que ídolos. Se las supone eternas, santas, inviolables; se las presenta como algo superior a la voluntad, como esas formaciones que vemos en la naturaleza, obra de los siglos». En pocos lugares se muestra tan a las claras el dual concepto de nación de Pi, en cuanto realidad simultáneamente socio-histórica y político-voluntarista». (Ramón Máiz; Federalismo, republicanismo y socialismo en Pi i Margall, 2009)
El barcelonés diría sobre las naciones, más detalladamente:
«Esto es, constituyen, por una parte, procesos históricos y cambian con el tiempo y, por otra, son No vaya V. a creer que yo sea enemigo de la nacionalidad… pero cuan insensato es decir que no cabe tocarla ni siquiera para reconstituirla sobre estas o las otras bases. Está, como todo, sujeta a mudanzas y al progreso de los siglos; y hoy, época de libertad, por la libertad es indispensable que se organice y viva. Es ahora hija de la fuerza, y queremos que lo sea mañana de la libre voluntad de los pueblos que la componen. Oprime ahora y violenta a los pueblos y las regiones, y queremos que respete la autonomía de los unos y las otras sin perder un ápice de la suya dentro del círculo de los intereses nacionales». (Francisco Pi y Margall; Las luchas de nuestros días, 1890)
Pi y Margall supo ver, al igual que Marx y Engels, que tras el llamado «principio de las nacionalidades» que abanderaban las potencias europeas, se escondía un eslogan demagógico para justificar sus mezquinos intereses:
«Se reproduce hoy la teoría de las nacionalidades, y ¡ay! no se ve que sólo se busca en ella medios de superioridad y de engrandecimiento. (…) Si Italia y Prusia estuvieran con sinceridad por la reconstitución de las naciones, si lo estuviera sobre todo Prusia, ¿habíamos de ver aun sin reparación y sin castigo uno de los más grandes crímenes que registra la historia de los pueblos? Hace un siglo que está descuartizada Polonia y repartida entre las naciones del Norte. Por tres veces se la dividieron Rusia, Austria y Prusia con escándalo del orbe. Vanas fueron las protestas de los infelices polacos: Europa los abandonó y se hizo sorda a la voz del derecho y la justicia. No les tendió la mano ni cuando los vio alzarse en armas contra los opresores y pelear como héroes a la sombra de Poniatowski o de Kosciusko. (…) Prusia, que es hoy la primera en invocar la teoría de las nacionalidades, ¿por qué no empieza por desprenderse del ducado de Póssen? Póssen, ¿es acaso alemán? ¿Hablan alemán sus hijos? Ya que no le sea posible arrancar el resto de Polonia a Rusia y Austria, ¿no podría por lo menos Prusia entablar en el terreno diplomático la cuestión de reorganizar aquel pueblo, y, en tanto que se la resolviese, declarar autónomo a Póssen? ¡Ah! No lo hará, que harto dejó conocer su ambición y su pensamiento. No renunciará ni a Póssen, ni a Lituania, ni a metro alguno de tierra que haya bien o mal adquirido, y usurpará en cambio lo que pueda». (Francisco Pi y Margall; Las nacionalidades, 1877)
Demostró con ejemplos precisos de su época, que cuanto más restringida es la libertad para las minorías naciones, con más ahínco se rebelan estos pueblos y más difícil es la convivencia dentro del Estado, y que en cambio, cuando más derechos y libertades se otorgaban, más normalizada estaba la convivencia entre la mayoría y minoría nacional:
«La libertad es en todo la animación, la vida, el desarrollo de la ciencia y el del trabajo. La libertad suaviza y consolida aún las obras de la fuerza. De los polacos, como el lector no ignora, parte pertenece a Rusia, parte a Prusia, parte al Austria. Los de Austria son los más pacíficos, porque son los más autónomos». (Francisco Pi y Margall; Las nacionalidades y la federación, 1893)
Al igual que posteriormente harían otros revolucionarios como Lenin, sacó a la palestra el caso suizo, donde era evidente que no existía una uniformidad de leyes, ni de lenguas, ni de etnias, donde se había dado habido un proceso de unificación tanto pacífico como violento durante siglos, pero que debido a una reformulación de las relaciones, hacía tiempo que sus habitantes habían podido convivir sin excesivos problemas nacionales:
«Dentro de la misma Europa hay una nación que corrobora lo que estoy diciendo. Me refiero a Suiza, compuesta de veintidós cantones o Estados. De estos cantones, unos son por su origen alemanes, otros franceses, otro italiano; unos son protestantes, otros católicos; unos entraron libremente en la Confederación, otros por la fuerza; unos empezaron por ser meros aliados de la república, otros meros súbditos. Viven, sin embargo, formando todos tranquilamente». (Francisco Pi y Margall; Las nacionalidades, 1877)
Otro de los argumentos de Pi y Margall que hoy sigue siendo irrefutable, es que si la fuerza no es el único lazo que une a los territorios, los unitaristas no deberían temer al principio del federalismo, ya que los pueblos optarían a su colaboración en pro de lo que les une y no de lo que les diferencia:
«Yerran los que ponen por encima del pacto la autoridad y el derecho. Ni la autoridad surge espontáneamente y fatalmente, como afirman, ni el derecho obliga mientras no gana el entendimiento. (…) Imposible parece que tal digan hombre que blasonan de revolucionarios y se titulan de demócratas. (…) Poder de la propiedad, mayorazgos, derechos reales de la Iglesia, señoríos, autoridad absoluta de los reyes, catolicismo, toda era obra de los siglos, y por seculares códigos venía sancionado y prescrito. En todo, sin embargo, pusimos osadamente la mano, unas veces invocando la conveniencia, y otras la justicia. Y ¿hemos de creer ahora santas las naciones? (…) Se hicieron y deshicieron, se rehicieron y se volvieron a deshacer muchas veces en el dilatado curso de la historia. (…) Pero ¿a qué cansarme? Si la fuerza es medio legítimo para la formación de las naciones, preciso es confesar que tan legítimas eran la España visigoda y la España árabe como la de nuestros días. Legítimo fue el imperio de Alejandro Magno, el de Carlomagno, el de Napoleón Bonaparte. Legítimos ha sido el reparto de Polonia. (…) ¿Admiten esto los demócratas? No lo creo, por más que, prescindiendo de sus antiguos principios, abogan hoy por el servicio obligatorio y los numerosos ejércitos y hablan de llevar la guerra al África». (Francisco Pi y Margall; El pacto, 1882)
Estos axiomas tan básicos, todavía no ha sido comprendido por algunos chovinistas.
Anticipándose a los argumentos del marxismo, demostró que cuestiones aisladas como la raza o la lengua, en sí no demostraban un derecho, porque pese a ello era claro que muchos pueblos de similares características elegían caminos dispares:
«Ni tampoco es cierto que sean las naciones obra de la naturaleza. Se unen pueblos de diferente raza y diferente lengua, y se dividen los de una misma lengua, y una misma raza. Viven pueblos que se rigen por diversas leyes; y separados, pueblos que obedecen unos mismos códigos. (…) El verdadero lazo jurídico de las naciones, hay que desengañarse, está en el pacto. (…) Temer que por el pacto se disgreguen en España las provincias es, por fin, abrigar la idea de que permanecen unidas por el solo vínculo de la fuerza. ¿No lo están por otros lazos?». (Francisco Pi y Margall; El pacto, 1882)
Pi y Margall pensaba que la política de la monarquía española había sido desastrosa, y era evidente el particularismo entre los diversos pueblos, como citaba constantemente al hablar de los vascos, pero como se ve en esta parte final, tenía el convencimiento de que los demócratas encontrarían en la federación la fórmula para estrechar libremente los vínculos incluso con pueblos de distintas costumbres, leyes y lenguas. De ahí su arenga a la unidad con los portugueses, de innegables diferencias pero también similitudes.
Partiendo siempre de la base de que:
«Los pueblos deben ser dueños de sí mismos». (Francisco Pi y Margall; Las nacionalidades, 1877)
Así veía él las relaciones que debían establecerse entre los pueblos:
«¿A qué, pues, empeñarnos en reconstituir las naciones por ninguno de los criterios que he examinado y combatido? ¿Qué conviene más: que acuartelemos, por decirlo así, las razas, o las mezclemos y confundamos? ¿que separemos a los hombres por las lenguas que hablen, o los unamos y por este medio enriquezcamos todos los idiomas? ¿que dividamos a los pueblos por las leyes que los rijan, o los agrupemos, y por los conflictos que de la diversidad surjan hagamos sentir la necesidad de un solo derecho? ¿que nos acostumbremos a ver en las cordilleras , los mares y los ríos, muros insuperables, o no veamos en ellos sino accidentes de la naturaleza sin influjo alguno en la distribución de nuestro linaje? ¿que disgreguemos al fin a los hombres por la religión que profesen, medio el más a propósito para que se establezca y afirme en todas partes la intolerancia, o hacinemos a los sectarios de todos los dogmas para que mutuamente se respeten y comprendan que la moral tiene su más firme asientos en la conciencia? ¿A qué, pues, empeñarnos en reconstituir las naciones por ninguno de los criterios que he examinado y combatido? ¿Qué conviene más: que acuartelemos, por decirlo así, las razas, o las mezclemos y confundamos? ¿que separemos a los hombres por las lenguas que hablen, o los unamos y por este medio enriquezcamos todos los idiomas? ¿que dividamos a los pueblos por las leyes que los rijan, o los agrupemos, y por los conflictos que de la diversidad surjan hagamos sentir la necesidad de un solo derecho? ¿que nos acostumbremos a ver en las cordilleras , los mares y los ríos, muros insuperables, o no veamos en ellos sino accidentes de la naturaleza sin influjo alguno en la distribución de nuestro linaje? ¿que disgreguemos al fin a los hombres por la religión que profesen, medio el más a propósito para que se establezca y afirme en todas partes la intolerancia, o hacinemos a los sectarios de todos los dogmas para que mutuamente se respeten y comprendan que la moral tiene su más firme asientos en la conciencia? (…) Derribar, y no levantar vallas, debe ser el fin de la política». (Francisco Pi y Margall; Las nacionalidades, 1877)
Esto echa abajo las acusaciones que hoy algunos socialchovinistas vierten sobre Pi y Margall acusándose de querer disgregar a los pueblos. Por el contrario, Pi y Margall reconocía unos problemas en sus relaciones, y creía que la única solución era un entendimiento democrático, no forzado.
¿Significa eso que para los marxista-leninistas Pi y Margall debe de ser el hilo conductor en la cuestión nacional? Ni mucho menos pretendemos eso. Hay que rescatar sus aspectos positivos y condenar sus equivocaciones, empezando por entender que en su pensamiento vemos condensadas las grandes ambigüedades y contradicciones del «federalismo» de la época como se puede ver en la recopilación de obras hecha por Ramón Máiz: «Las nacionalidades. Escritos y discursos sobre federalismo de Pi y Margall» de 2009.
Allí podemos encontrar tramos brillantes junto a otros muy oscuros, algunos ambiguos y otros directamente poco acertados.
Por un lado, Pi consideraba que existía la «nación española» desde 1580, pero al mismo tiempo en los inicios del siglo XIX cita hasta «trece naciones» contra las que se tuvo que enfrentar Napoleón, en otros casos se retrotrae hasta la antigüedad para hablar de «naciones». Una afirmación extraña, que no sería la única, ya que igual que con los términos «federación» o «confederación», utilizaba indistintamente «nación» y «nacionalidad» en varias ocasiones sin hacer una distinción precisa, contradiciéndose durante su extensa obra. Una irresponsabilidad terminológica que heredarían la mayoría de marxistas, haciendo más confusa la aclaración sobre la cuestión nacional.
Reconocía que «al Norte de España hay un pueblo que difiere totalmente de nosotros por su raza, por su lengua, y por la índole y el desarrollo de sus instituciones, el vasco», que veía factible que «un día se propusiese construir una nación» pero ponía el condicionante de que «Francia y España estuvieran conformes en disgregarlo de su respectivo territorio, obvio que, por el disentimiento de las dos naciones, sería posible establecer una nueva nación». Esto es contradictorio para alguien como Pi y Margall, favorable a las «libres asociaciones entre pueblos», partiendo de que «entre soberanos solo caben pactos», que denunciaba el fracaso de la «unidad en el despotismo» en España, con la invasión, conquista y los intentos de asimilación forzosa de Castilla sobre los territorios vascos y navarros. Desde el punto de vista marxista-leninista, dejar la autodeterminación de los pueblos al «consenso» entre la nación oprimida y opresora, dirigidas ambas por clases explotadoras, es evadirse de la realidad histórica y presente, pues: 1) la mayoría de países opresores no están dispuestos a permitir esa emancipación del país oprimido; 2) la mayoría de casos, dicha unión ha sido por la fuerza, y en caso de no ser así, un pueblo tiene el derecho de cambiar el status contraído libremente.
Del mismo modo, Pi hace gala del enredo teórico que sufría el federalismo, ya que se queja de la división administrativa de 1833 por dividir las antiguas 14 regiones históricas en 49 provincias: «quiero la reconstitución de las antiguas provincias» porque «casi todas fueron naciones durante siglos». Aquí, de nuevo, Pi demuestra lo alejado que está del marxismo, pues las naciones no se forman sino en los albores del capitalismo, por tanto, es imposible que alguna de esas 14 regiones históricas fueran «naciones» según el concepto marxista, que luego volveremos a desglosar extensamente. De igual modo entre esas «regiones históricas» figuran Sevilla y Granada, las cuales según Pi serían «naciones», pero en otras obras nos habla indistintamente de ambos como parte de la región de los «andaluces». En su ideario considera que «la patria-nación cambia pero la patria-región permanece», concluyendo «que para los hombres todos la región es la verdadera patria». Por lo que el barcelonés pese a sus grandes aciertos en varios temas, no tenía una visión clara del problema.
Otro aspecto a comentar, es que inicialmente, Pi veía en el movimiento político catalán una corriente meramente regionalista, y por tanto, no veía diferencia significativa a las proclamas de los federalistas. Esto era cierto, pero en verdad dentro de ese regionalismo se estaban dando los primeros gérmenes para un movimiento nacional catalán que reclamaría años después el derecho de secesión o libre asociación. De hecho, como sabemos hoy, el nacionalismo catalán proviene en gran parte de los antiguos regionalistas catalanes, y estos a su vez de una evolución del federalismo catalán como se ve en personajes como Valentí Almirall. En sus últimos años Pi cambiaría de opinión, tuvo la gran perspicacia como para darse cuenta de que las políticas del gobierno central español, así como las ideas y proclamas de su prensa e ideólogos contra este emergente regionalismo catalán, estaban avivando allí un resentimiento y dando razones para reclamar unas ampliaciones de la autonomía cada vez mayores:
«Hoy seguimos con Cataluña la misma conducta que con Filipinas y Cuba, lo cual significa de evidente modo que no somos capaces de escarmentar. No diremos que no haya, sobre todo en la juventud culta, ciertas aspiraciones a constituir una nación que figure libre y sola entre las demás naciones de Europa. (…) Si los gobiernos fueran previsores, lejos de combatir a esos partidos los favorecerían tomándolos por valladar contra toda aspiración de independencia. No podemos hoy asegurar que estas aspiraciones un día no prevalezcan. (…) Si los gobiernos y partidos unitarios tuviesen más previsión de la que tienen y rectificasen los absurdos principios que profesan sobre la unidad de las naciones, lejos de dar oídos a los que presentan a los catalanistas como separatistas, habrían de ser los primeros en defenderles contra tan injustas acusaciones y manifestar con ellos espíritu de amistad y de concordia. Aplacarían así las pasiones y no hallaríamos en Barcelona un motín a la vuelta de cada esquina». (Francisco Pi y Margall; Las elecciones municipales en Barcelona, 1901)
Esto bien le recordaban a la nefasta gestión en las colonias que se acaban de independizar, por lo que no negaba que ese catalanismo llegase a reclamar en un futuro la independencia. Por ello instaba a que cualquier gobierno que se considerase suficientemente inteligente, si deseaba la unión entre los pueblos debía abstenerse de cometer cualquier agravio y atender las reivindicaciones de dicha región, o por el contrario, avivaría sus reclamaciones hasta llegar a las mismas consecuencias ya vistas en otros episodios de la historia de España. Algo que los zotes en historia todavía tienen como asignatura pendiente repasar. En la polémica sobre la cuestión lingüística, Pi se destacó por defender el derecho de los pueblos a utilizar su propia lengua y desmontar los mitos sobre ella, aclarando que el catalán es una lengua romance, que, como el castellano deriva del latín y con su propia idiosincrasia:
«¿Ha visto usted locura semejante? Dicen los unitarios; pues ¿no pretenden los catalanistas que sea oficial su lengua? Un mal dialecto, no un idioma como el de Castilla. En primer lugar, señores unitarios, conviene que sepan ustedes que tan dialéctica es el habla de Castilla como la de Cataluña, ya que las dos, la portuguesa, la italiana, la francesa, la rumana, tienen todas por madre la lengua del Lacio, la lengua en que hablaron Cicerón, Tácito, Salustio, Virgilio y el nunca viejo Horacio. De que el catalán sea un mal dialéctico no son ustedes los que pueden juzgarlo, ya que por el desprecio con que lo tratan dan claras muestras de no conocerlo. El catalán tiene fonéticamente y gramaticalmente más puntos en contacto con el francés que con el castellano, es enérgico, abundante en voces, apto para la poesía, flexible, de fácil expresión para los más difíciles conceptos. (…) ¿Quién no ama la lengua que aprendió de labios de su madre? (…) Aconseja el buen gobierno el uso oficial de las lenguas regionales». (Francisco Pi y Margall; La lengua catalana, 1901)
He aquí a Pi y Margall adelantando lo que iba a ser un quebradero de cabeza constante en la política de España en el siglo XX: la cuestión nacional:
«Los catalanistas son hoy poderosos. Bien claramente lo han demostrado en las últimas elecciones. Han obtenido en Barcelona más votos que los republicanos y liberales. (…) Cuentan con personas de saber y arraigo. Tienen a su lado a una juventud inteligente y con entusiasmo. Publican 42 periódicos semanales y cuatro diarios. (…) Este partido, señores ministros, conviene que sepáis que lo que más lo acrecienta es vuestra desacertada y corrompida administración, los desafueros que allí cometéis sin esperanza de remedio y la indiferencia con que habéis mirado y miráis los desastres del reino. (…) Aún a la independencia podríais llevarlo como no cambiéis de rumbo y contra él os atrevieseis a dictar leyes excepcionales». (Francisco Pi y Margall; Los catalanistas, 1901)
Como nota final, Pi y Margall también se atrevió a denunciar las elucubraciones subjetivistas que el incipiente movimiento nacional catalán manejaba por entonces; configurando toda una serie de reivindicaciones territoriales para su proyecto nacional –los llamados «Países Catalanes»–, territorios que la realidad mostraba que nada tenía que ver ya con los antiguos estrechos vínculos políticos, económicos y culturales que mantuvieron siglos atrás, por lo que el barcelonés acusaba a estos líderes del catalanismo de albergar un chovinismo y una ceguera similar a la de los unitaristas españoles:
«Los hay que hasta sueñan con organizar un reino en que entren Cataluña, Valencia, las Islas Baleares y las tierras que un día poseímos al otro lado de los Pirineos de Oriente; mas éstas son elucubraciones vagas y sin realidad alguna, lucubraciones propias de hombres que no ven cuánto alteran y destruyen las viejas instituciones y la guerra, los descuartizamientos de las antiguas monarquías y sobre todo las evoluciones políticas por que van pasando los pueblos». (Francisco Pi y Margall; Los catalanistas, 1901)
¡El tiempo daría la razón a Pi y Margall: ni Cataluña quiere ser española, ni Valencia, ni Baleares ni el Rosellón quieren ser catalanas!
Todo esto demuestra la gran transcendencia de Pi y su pensamiento, su gran lectura de los acontecimientos.
Es más, estos escritos certifica lo que Lenin ya dijo de los pensadores de siglos anteriores:
«Tanto la reivindicación de la autodeterminación de las naciones como todos los puntos de nuestro programa mínimo democrático fueron planteados ya antes, en los siglos XVII y XVIII, por la pequeña burguesía. Y la pequeña burguesía sigue planteando utópicamente todos esos puntos, sin ver la lucha: de clases y su intensificación con la democracia, confiando en el capitalismo «pacifico». Así es, precisamente, la utopía de la alianza pacífica de las naciones iguales en derechos bajo el imperialismo, utopía que defienden los kautskianos y que engaña al pueblo. En contraposición a esta utopía pequeño burguesa, oportunista, el programa de la socialdemocracia debe presentar como fundamental, como lo más esencial e inevitable bajo el imperialismo, la división de las naciones en opresoras y oprimidas. (…) El proletariado sólo puede conservar su independencia si subordina su lucha por todas las reivindicaciones democráticas –sin excluir de la república– a su lucha revolucionaria por el derrocamiento de la burguesía». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación, 1915)
Lo realmente triste, es que hoy, los supuestos intelectuales del proletariado en el siglo XXI, sean más retrógrados que los intelectuales pequeño burgueses de siglos pasados, unos porque creen en esa unión fraternal de pueblos de forma ajena a la lucha de clases –como los reformistas–; o bien, porque bajo frases de internacionalismo revolucionario niegan –con argumentos socialchovinistas– la opresión de las naciones y el derecho de autodeterminación en general». (Equipo de Bitácora (M-L); Epítome histórico sobre la cuestión nacional en España y sus consecuencias en el movimiento obrero, 2020)