Movimiento Antirrepresivo de Madrid
“Primero iremos a por los terroristas, después iremos a por los simpatizantes de los terroristas, después a por los familiares y amigos de los terroristas y, por último, a por los indiferentes”.
Estas palabras fueron pronunciadas por el criminal Jorge Videla durante la dictadura argentina y corresponden a la lógica del fascismo: “o conmigo o contra mí”. Si esta misma lógica la exportamos al Estado español actualmente, y más concretamente a su legislación represiva, encontramos aspectos muy similares. Veamos.
La legislación represiva actual no se entiende si no realizamos un análisis, no de una ley u otra, sino en su conjunto y con cierta perspectiva histórica. Para ello no es necesario que nos remontemos a finales del siglo XIX, momento en el que apareció la primera ley antiterrorista. El precedente directo más inmediato lo encontramos en la Ley Antiterrorista de noviembre de 1971, aquella que modificó la “Ley de Orden Público” franquista de 1959. Esta “nueva” ley daba plena capacidad a la policía para dictar algo parecido a un Estado de Excepción permanente, ya que podía restringir o suspender los derechos y libertades por orden policial.
En 1973 el Código Penal condenaba a penas de prisión menor “al que integrado en una banda armada […] realizase cualquier hecho delictivo […] utilizando armas de fuego, bombas, granadas, sustancias o aparatos explosivos o medios incendiarios de cualquier clase, cualquiera que sea el resultado producido; y a los promotores y organizadores, y quienes hubieran dirigido su ejecución”. En agosto de 1975, ante el empuje de las masas y el incremento de la lucha armada, se endureció la Ley Antiterrorista con el objetivo de poder cerrar diversos periódicos y hacer extensiva la pena de muerte. Con ello llegamos al “Proceso de Burgos” en el que resultaron condenados a muerte los cinco antifascistas (tres miembros de ETA y dos del FRAP) que serían fusilados el 27 de septiembre de 1975.
En diciembre de 1979, y tras la aprobación de la fraudulenta Constitución, se prorrogó la Ley Antiterrorista. Esta se diferenciaba muy poco a las anteriores, ya que contemplaba: los registros domiciliarios sin previa orden judicial, la duración del periodo de incomunicación en comisaria de hasta diez días, la intervención de todas las comunicaciones del preso y el cierre e incautación de determinados medios de comunicación, entre otras.
Esto significaba que mientras se legalizaban progresivamente los partidos políticos que pasaban por el aro constitucional, hoy conocido como “Régimen del 78”, a los partidos que se negaron a legitimar dicha farsa y se disponían a combatirlo se les aplicaría la versión más brutal de la Ley Antiterrorista.
Corrían los años de plomo y del terrorismo de Estado, aquellos en los que el régimen actuaba de forma semiencubierta, asesinando bajo el paraguas de organizaciones como el Batallón Vasco Español y posteriormente los GAL, y de forma legal, aplicando la ley antiterrorista vigente. A pesar de que socialistas, comunistas y los partidos nacionalistas catalanes y vascos pidieron su derogación, estas medidas no serían “modificadas” por el Tribunal Constitucional (TC) hasta 1987. El PSOE, al llegar al gobierno, pasó de pedir la derogación de la Ley Antiterrorista, a ser el abanderado y el más firme defensor de dicha ley, aplicándola sin ningún tipo de escrúpulo contra militantes revolucionarios.
En 1996 llega al poder el PP, y con ello, el momento de darle una nueva vuelta de tuerca a la represión, esta vez extendiéndola a otros sectores. En junio de 2002 se aprueba la Ley de Partidos con los votos a favor de PP, PSOE, CIU, CC, el Partido Andalucista, y el voto de Gaspar Llamazares, según él por error. Esta ley reemplazaba a otra similar de 1978 que calificaba de asociación ilícita a las organizaciones políticas que no se integraron en el régimen. Hasta este momento, los condenados por este delito cumplían de tres a seis años de prisión, con la recién estrenada Ley de Partidos pasarán a cumplir de ocho a quince. Con esta ley el régimen pretende garantizar el orden constitucional y el funcionamiento democrático “impidiendo que un partido político pueda, de forma reiterada y grave, atentar contra ese régimen democrático de libertades, justificar el racismo y la xenofobia o apoyar políticamente la violencia y las actividades de las bandas terroristas”. Lógicamente, en esta definición queda excluida la violencia institucional y la de los partidos y organizaciones de ideología nazifascista que nunca han sido ilegalizados por sus incontables crímenes. Esta ley sirvió para que los partidos que tenían cierta presencia institucional fueran ilegalizados y sus miembros expulsados de los ayuntamientos y encarcelados.
Pero no solo eso, también permitió que se extendiera la persecución e ilegalización de otras organizaciones como las dedicadas al apoyo y la solidaridad con los presos políticos, a las que se paso a calificar como “los entornos de las organizaciones armadas”. A partir de ahora correrían la misma suerte las organizaciones que, de un modo u otro, legitimaran, apoyaran o, simplemente, no condenaran de forma explícita la violencia –revolucionaria, por supuesto- , y no colaboraran con la “justicia”.
Es útil recordar aquí que a los partidos como la antigua Convergencia, hoy JXCat, una buena parte de los llamados partidos “constitucionalistas” pidieron su ilegalización por dirigir el referéndum del 1 de octubre de 2017 y por declarar unilateralmente la independencia (DUI) de forma simbólica. Recientemente se ha presentado en el Congreso una ley para ilegalizar a ERC, JXCat, Bildu y la CUP por “atentar contra la unidad de España”. Que estén pidiendo que se les aplique la misma Ley de Partidos que con sus votos hicieron posible nos recuerda dos cosas: que “Roma no paga traidores” y que si apoyas o dejas en pie una ley represiva es probable que algún día te la puedan aplicar a ti o a tu partido.
Siguiendo la lógica del gerifalte argentino: después de los “terroristas”, de los simpatizantes de los “terroristas” y de los solidarios; llegó el momento de ir a por el resto de luchadores. Y así fue. El 1 de julio de 2015 el régimen necesitó extender aún más la represión. Tras un periodo de numerosas y masivas protestas en las calles de las principales ciudades entra en vigor la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana, también conocida como Ley Mordaza. Esta ley tampoco es nueva, es una reforma de la anterior, conocida también como Ley Corcuera o de Ley de “patada en la puerta”. Supone otra vuelta de tuerca más a la represión, esta vez dirigida contra numerosos sectores populares que desde diversos frentes vienen ejerciendo sus derechos y libertades; ya sea de manifestación, de expresión, de información, etc. Esta ley castiga severamente y de forma económica desde una opinión crítica en redes sociales hasta la protesta más inofensiva. El objetivo fundamental es disuadir las movilizaciones y amedrentar y amordazar a los activistas más críticos. Era el turno de ir a por los twiteros, a por los raperos, a por los artistas satíricos, a por los actores críticos y comprometidos, etc.
En definitiva, quienes muestren su indignación contra el régimen, denuncien a la monarquía, los abusos policiales o se atrevan a solidarizarse con los “terroristas” y a denunciar su situación en prisión, serán objeto de detención e incluso condenados a penas de cárcel. Era el turno de todo aquel que se mueva.
Ahora, cinco años después de su entrada en vigor, el nuevo gobierno habla de “derogar los aspectos más lesivos de la ley mordaza” y sustituirlos por “una nueva norma que garantice el ejercicio del derecho a la libertad de expresión y reunión pacífica”. Esto nos recuerda a la modificación de la Ley Antiterrorista del año 87; cuando el TC rebajó, de diez a siete, los días de tormentos que pasarían los detenidos en manos de la policía y de la Guardia Civil. Es decir, una vez que han logrado meter el miedo en el cuerpo a miles de luchadores y luchadoras toca retocar la legislación dejando intacto el grueso de la misma. Estas formas son muy propias del Estado español, consiste en cambiar algo para que todo siga igual.
A nosotros esto nos parece un insulto. Con esta “nueva” medida nos están diciendo: “no te aplicaremos la ley mientras no te resistas”. Pero entonces ¿Qué ha cambiado? ¿Qué va a pasar cuando vuelvan a enviar a la policía, armada hasta los dientes, a desahuciar a las familias y se encuentren con un muro de activistas dispuesto a evitarlo? ¿Se retirarán sin más a sus comisarias o apalearán a los activistas que se resistan? Si sucede esto último, ¿cómo debemos actuar nosotros? ¿Aguantamos estoicamente los palos o nos defendemos? Si nos defendemos, ¿seremos condenados a prisión? ¿Van a enviarla igualmente a cargar contra los piquetes de una huelga? En fin, se nos plantean muchas dudas que la nueva “coalición progresista” no nos ha aclarado. Lo único cierto es que en los dos últimos años cerca de 70 personas han sido condenadas por los diferentes delitos de “enaltecimiento del terrorismo”, “amenazas terroristas” o por el de “humillación de las víctimas del terrorismo y de sus familiares”. Se ha condenado y enviado a prisión a raperos y a twiteros, han aplicado la ley antiterrorista a titiriteros por realizar una función satírica, el actor Willy Toledo fue detenido “por cagarse en Dios”… y no le permitieron hablar con su abogado hasta que declaró ante un juez. Es decir, a día de hoy están aplicando la Ley Antiterrorista por el simple hecho de ejercer la libertad de expresión y para reprimir la protesta social.
Esto sucede por un motivo muy sencillo. Hoy, a cualquiera de nosotros nos pueden aplicar la misma Ley Antiterrorista, más o menos atenuada, porque para este régimen todos somos potencialmente “terroristas”.
Por este motivo, todo trabajador, todo antifascista y todo verdadero demócrata debe oponerse a todas las leyes represivas y actuar en consecuencia, no solo porque mañana podríamos ser cualquiera de nosotros quienes las suframos, sino porque no deberíamos permitir que multen, apaleen o encarcelen, a ningún miembro de nuestra clase por luchar contra el terrorismo de Estado y por nuestros derechos y libertades; del mismo modo que no deberíamos haber permitido que se suspendieran los derechos fundamentales de ningún detenido quedando completamente a merced de sus torturadores.
Cuando normalizamos la represión, en cualquiera de sus formas, damos un paso atrás en nuestros derechos conquistados y permitimos que el régimen conquiste nuevas y mejores posiciones de fuerza para seguir machacándonos.
Como hemos visto, el Estado limita o elimina determinados derechos empleando su legislación represiva, en particular su Código Penal, que endurece en función del nivel de resistencia que opongamos las clases populares. Persigue el derecho a la resistencia con la Ley Antiterrorista, elimina el derecho de organización con la Ley de Partidos y penaliza duramente las libertades de expresión, reunión, manifestación, etc. con la Ley Mordaza. Como dicen tanto políticos como supuestos asesores en derecho laboral “todo derecho fundamental no es absoluto o ilimitado, y admite y precisa una regulación legal”. En este sentido el derecho a la libertad de huelga también es vulnerado sistemáticamente, sobre todo en sectores estratégicos. Resulta paradójico que para limitar el derecho de huelga de estos sectores se utilice como arma el artículo 28.2 de la propia Constitución. De esta forma, a lo largo de las últimas décadas, se ha llegado a la militarización de aeropuertos y otros medios de transporte, así como a los trabajadores del aeropuerto del Prat se les acusó del delito de sedición por ejercer su derecho a la huelga.
Pero no solo los sectores estratégicos se ven afectados por la Ley de Huelga, y más concretamente por el Código Penal, la lucha de los trabajadores de otros sectores también es represaliada, especialmente las huelgas generales pero también numerosos conflictos “ordinarios” que terminan enconándose por la intransigencia de la Patronal. ¿De qué manera se limita la libertad de huelga? Para no hacer más engorroso este apartado resumiremos diciendo que, en el artículo 315 del C.P. se vuelve a dar la paradoja que antes señalábamos. Mientras que en el primer párrafo (315.1) se defienden los derechos sindicales de los trabajadores diciendo: “Serán castigados con penas de prisión de seis meses a tres años y multa de seis a doce meses los que […] impidieren o limitaren el ejercicio de la libertad sindical o el derecho de huelga”; y en el segundo párrafo (315.2) se añade: “si las anteriores conductas se llevaren acabo con la fuerza, violencia o intimidación, se impondrán penas superiores”; en el tercer párrafo (315.3) del mismo artículo se dice lo siguiente: “Las mismas penas del apartado segundo se impondrán a los que, actuando en grupo o individualmente […] coaccionen a otras personas a iniciar o continuar una huelga”. Igualmente paradójico resulta que para limitar el derecho de huelga de unos trabajadores se utilice “el derecho al trabajo de los trabajadores”. Este es precisamente el argumento de Tribunales y Fiscalía para justificar la Ley revientahuelgas, tratar de conciliar el legítimo derecho a la huelga de quienes hacen huelga para exigir un aumento salarial o la readmisión de trabajadores despedidos, haciendo prevalecer el derecho al trabajo de los esquiroles. Así es como enfrentan a unos trabajadores contra otros y, en definitiva, consiguen romper su unidad y debilitan los efectos de la huelga.
No olvidemos que ha sido este apartado el empleado en la represión de trabajadores que integraban piquetes de huelga y por el que algunos huelguistas han dado con sus huesos en prisión.
Por último, otra de las leyes represivas es la Ley de Extranjería. Esta persigue y reprime a un elemento concreto de la sociedad, al inmigrante pobre, al que llega en patera y no en yate, al que huye del hambre, de la guerra en su país o, simplemente, en busca de una vida mejor y es deportado sin importar lo que pueda sucederle a su regreso. Lógicamente, este es un problema muy complejo que requiere de medidas igualmente complejas. Soluciones que empiezan por el respeto de la soberanía de sus países, el cese del expolio de sus riquezas y, en definitiva, medidas por parte de los Estados desarrollados destinadas a mejorar las condiciones de trabajo y de vida para que millones de trabajadores no se vean obligados a abandonar sus hogares, sus familias, incluso a riesgo de perder la vida. Nativa o extrajera, somos la misma clase obrera.
Por todo lo expuesto, exigimos la derogación completa de toda la legislación represiva: de la Ley Antiterrorista, de la Ley de Partidos, de la Ley Mordaza, de la Ley de Huelga, de la Ley de Extranjería y una reforma profunda del Código Penal. ¿En qué sentido? En el que las únicas leyes que existan sean las que garanticen el trabajo, la vivienda, la educación y la sanidad pública, en definitiva, leyes que garanticen una vida digna para el pueblo trabajador y no leyes que nos machaquen, tanto física como económicamente, para que no luchemos por ella. Exigimos un Código Penal que, en lugar de enviarnos a la cárcel por luchar por nuestros derechos, persiga y encarcele a estafadores, explotadores, torturadores y corruptos, sean del color político que sean.
de la revista Amnistía, número 3,