La impunidad por los crímenes de guerra es muy peculiar en un país, como Estados Unidos, que tiene la más alta tasa de encarcelamiento del planeta. Casi la cuarta parte de los presos del mundo están en las cárceles de Estados Unidos. Pero parece que no hay leyes suficientemente fuertes para encerrar a los criminales de guerra, que disfrutan de patente de corso.
Estados Unidos ha creado una zona de libre criminalidad. Ningún acto que cometan, no importa lo extrajudicial o ilegal que pueda ser, los llevará a responder ante un tribunal de justicia. Fundamentalmente, tienen total impunidad. Poco importa que hablemos de una gran operación extrajudicial de la CIA para secuestrar a “sospechosos de terrorismo” (que con bastante frecuencia han resultado ser civiles inocentes) y trasladarlos a las cámaras de tortura de algún brutal país aliado o al sistema de “sedes clandestinas” fuera del ámbito de una justicia normal.
Nadie ha sido castigado por acciones como ésas. Cuando es necesario, los funcionarios de la seguridad nacional recorren los pasadizos secretos del poder para movilizar a abogados que reinterpretan los textos legales para que encajen con sus gustos.
Nada más impresionante que el procedimiento obviamente ilegal de la tortura, eufemísticamente llamada “técnica de interrogatorio mejorada”, que ha sido utilizada contra prisioneros indefensos en el sistema global de prisiones secretas. ¿Desea usted crímenes de guerra? Después del 11-S, Washington podría haber exhibido el logo “Nosotros somos los crímenes de guerra”.
Desde la campaña presidencial [de 2016], los crímenes de guerra vuelven a estar en la agenda de Estados Unidos. En los últimos tiempos los funcionarios estadounidenses se han salido con la suya, y en el caso de la guerra con drones hoy continúan saliéndose con la suya. Aun así, no hay nada como la embriagadora combinación de la carrera por la presidencia de un “populista” republicano y la histeria nacional producida por el terrorismo para hacer que los estadounidenses quieran más de esas “técnicas mejoradas de interrogatorio”. Esto es lo que normalmente sucede, como vienen sosteniendo desde hace mucho tiempo los críticos, si los crímenes de guerra no se llevan a los tribunales.
Cuando en agosto de 2014 Obama admitió al fin que “hemos torturado a alguna gente”, agregó una advertencia. “Es necesario que se entienda y acepte”, dijo, la historia reciente de la tortura en Estados Unidos. “Como país, tenemos que hacernos responsables de ello para tener la esperanza de que en el futuro no volveremos a hacerlo”. Centrando la responsabilidad de la tortura en todos nosotros, “como país”, Obama evitaba que los torturadores tuvieran que responder por sus actos.
Desgraciadamente, la “esperanza” –así, sin más– no pone freno a una guerra criminal; ni el propio Presidente tuvo en cuenta su advertencia. Durante siete años su gobierno no hizo otra cosa que ayudar a que Estados Unidos se hiciera “responsable” de la tortura y de otros crímenes de guerra. El país miró hacia otro lado cuando debió pedir cuentas a quienes habían puesto en marcha y realizaban operaciones de tortura a gran escala en las “sedes clandestinas” distribuidas por todo el mundo. Nunca presentó cargos contra quienes ordenaron torturar en Guantánamo. No enjuició a nadie, mucho menos a altos funcionarios del gobierno Bush.
Ahora, en el interminable periodo anterior a las elecciones presidenciales de 2016, nos han ofrecido algunas extrañas humoradas épicas y nos prometen más de lo mismo. En ese espectáculo tan estadounidense, los candidatos republicanos se lanzan unos contra otros en un frenético esfuerzo por ser vistos como el aspirante con más posibilidades a la hora de ignorar la lánguida esperanza del Presidente y en lugar de ello “volver a hacerlo en el futuro”. Como resultado de la puja, están prometiendo cometer todo tipo de crímenes, desde la tortura hasta el asesinato de civiles, unas promesas por las cuales el dirigente de cualquier otra nación sería llevado a un tribunal internacional acusado de ser un criminal de guerra. Pero el de “criminal de guerra” es una acusación reservada exclusivamente para la gente de detestamos, no para nosotros. Parafraseando al ex presidente Richar Nixon: si lo hace Estados Unidos, no es un crimen.
En la estela de los brutales atentados de París y San Bernardino, las promesas abiertamente expresadas de cometer futuros crímenes no han hecho más que hacer crecer la franqueza. Ted Cruz garantiza que “destruiremos totalmente al Califato Islámico”. ¿Cómo lo haremos? “Lo someteremos a bombardeo de saturación hasta que no quede nada”, es decir, “saturaremos” de bombas una zona de modo que cualquier cosa o ser viviente sea totalmente destruido. De esa campaña de bombardeo contra el Califato Islámico habló Cruz a una multitud entusiasmada en la Rising Tide Summit: “No sé si la arena puede resplandecer en la oscuridad, pero encontraremos la manera de hacerlo” (es muy difícil no tomar estas palabras como una referencia al uso de armas nucleares, pese a que en la atmósfera de bravuconadas de la actual campaña republicana indudablemente ninguna de las propuestas presentadas sea fruto de un pensamiento minucioso).
Es evidente que el bondadoso neurocirujano pediátrico Ben Carson piensa de la misma manera. Cuando en el último debate de los candidatos republicanos, Hugh Hewitt, moderador de la CNN, insistió sobre si acaso él era lo suficientemente “duro” para “dar el visto bueno a la muerte de miles de niños y civiles”, Carson respondió “Entendió bien, entendió bien”. Incluso expuso una futura campaña contra el Califato Islámico en la que podrían morir “miles” de niños como ejemplo del severo amor que algunas veces debe mostrar un cirujano cuando está frente a un caso difícil. Es como decirle a un niño, le aseguró a Hewitt, “vamos a abrirte la cabeza para sacar el tumor”. Ningún niño se siente feliz en este momento. Tampoco les caigo bien cuando digo eso. Pero después me aman”. Presumiblemente, lo mismo les pasará a “los inocentes niños muertos en Siria”, una vez que superen el shock de haber muerto.
El enfoque de Jeb Bush trajo a colación lo que, en los círculos republicanos, pasa por un matiz en la discusión de la futura política de los crímenes de guerra. Lo que Washington necesita, argumentó él, es “una estrategia”, y lo que caracteriza al gobierno de Obama es una excesiva preocupación por las sutilezas de la ley internacional. Tal como lo dijo él, “Necesitamos quitar los abogados de la espalda de los guerreros. Ahora mismo, con el presidente Obama, hemos creado… un estándar tan exigente que es imposible tener éxito en la lucha contra el Califato Islámico”. Mientras tanto, Jeb se ha rodeado de una camarilla de conocidos neocons que ofician de “asesores” –personas como Paul Wolfowitz, ex subsecretario de Defensa en tiempos de George W. Bush, o Stephen Hadley, ex asesor en Seguridad Nacional de Wolfowitz, quienes planificaron y defendieron la guerra ilegal de Estados Unidos contra Irak que desembocó en una guerra regional con devastadoras consecuencias humanitarias.
En su primera actuación como su comandante en jefe, Trump declaró sin pestañear que él volvería a utilizar la tortura. “¿Aprobaría la bañera?”, preguntó a una multitud entregada en un mitin en Columbus, Ohio, el pasado noviembre. “Podéis apostar el culo que lo haría. En cuanto sea presidente”. Tratándose de Trump, esto no es más que el comienzo. Aseguró a sus seguidores, sin precisar pero enfáticamente, que él “aprobaría más que eso”, dejando librado a su imaginación si acaso pensaba otros atroces procedimientos, como exposición ininterrumpida a sonidos a todo volumen, privación de sueño, sencillamente la muerte de prisioneros, o lo que la CIA acostumbra llamar delicadamente “rehidratación rectal”. Mientras, cada vez que surge la cuestión de la tortura, él machaca: “No os engañéis. Funciona, ¿vale? Funciona. Solo un estúpido diría que no funciona”.
Solo un estúpido –como, quizás, uno de los integrantes de la Comisión de Inteligencia del Senado de Estados Unidos que durante años estudió cuidadosamente los nefastos documentos sobre la tortura de la CIA, a pesar de la falta de disposición, la oposición y la directa interferencia (incluyendo la intrusión en los ordenadores) de la Agencia– diría eso. Pero, ¿por qué fastidia tanto discutir sobre la eficacia de la tortura? La cuestión, ha dicho Trump, es que la mera existencia del Califato Islámico indica que alguien necesita ser torturado. “Si no funciona”, le dijo a la multitud de Ohio, “de cualquier modo se lo merecen”.
Pocos días después, un triunfalista Trump avanzó aún más lejos en el territorio de la guerra criminal. Se declaró preparado para golpear de verdad al Califato Islámico donde más le duele. “Otra cosa que pasa con los terroristas”, le dijo a Fox News, “es que hay que eliminar a sus familiares; cuando coges a un terrorista, hay que eliminar a su familia. Ellos se preocupan por la vida de su familia, no nos engañemos. Cuando dicen que no se preocupan por sus familiares, tú debes matarlos”. Porque es un hecho muy conocido –al menos en Trumplandia– que no hay nada que haga que las personas sean menos violentas que matar a sus padres y a sus hijos. Y eso, ciertamente, no importa; cuando Trump defiende esa política, ese asesinato es un crimen.
El problema con la impunidad
Nada que no se sepa en este país, pero el denominador común de las amenazas presentes en todas esas propuestas de respuesta al Califato Islámico no es solo la típica línea dura del Partido Republicano. Cada una de ellas representa una grave violación de las leyes estadounidenses, de la ley internacional en caso de guerra y de las convenciones que Estados Unidos ha firmado y ratificado tanto durante gobiernos republicanos como demócratas. La mayor parte de los planes debatidos en la campaña electoral –tanto los republicanos como los demócratas– para derrotar al Califato Islámico se han enfocado solo en las cuestiones instrumentales: ¿Qué es lo que funcionará: el bombardeo de saturación, la tortura o hacer que resplandezca la arena en la oscuridad?
Candidatos y periodistas por igual han ignorado lo más importante: si, dada la situación, no estamos acaso viviendo en un país que se ha concedido a sí mismo un permiso respecto de la cuestión de los crímenes de guerra. El bombardeo de saturación en ciudades, la tortura de prisioneros y la tierra arrasada están contra la ley. De hecho, se trata de crímenes graves. El hecho de que ni siquiera los críticos de estos procedimientos sean incapaces de percibir estas acciones como crímenes de guerra sin duda puede atribuirse, al menos en parte, a que nadie –excepto algún personal militar de poca importancia o denunciante de la CIA que haya hablado públicamente sobre la agenda de torturas de la Agencia– ha sido procesado en Estados Unidos por la sorprendente serie de delitos cometidos en la llamada Guerra Contra el Terror.
El presidente Obama dispuso el escenario para este fracaso en enero de 2009, muy poco después de su primera investidura. Le dijo a George Stephanopoulos, de ABC News, cuando se trata del posible procesamiento de funcionarios de la CIA por la política estadounidense de torturas, “Necesitamos mirar hacia delante y no tanto hacia atrás”. Le aseguró a Stephanopoulos que él no quería las “personas extraordinariamente talentosas” de la Agencia “que están trabajando muy arduamente para mantener la seguridad de los estadounidenses… sientan de pronto que se deben pasar todo el tiempo mirando por encima del hombro y buscarse un abogado”. Tal como sucedió, lo de contratar un abogado nunca fue un problema. Al final, el ministro de Justicia Eric Holder rechazó presentar cargos contra cualquier funcionario de la CIA y cerró los dos únicos procesos abiertos por el departamento de Justicia. Tampoco necesitaron desperdiciar ni un centavo en abogados ninguno de los altos funcionarios responsables del programa de “interrogatorios mejorados”, entre ellos el presidente George W. Bush, el vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y el director de la CIA George Tenet; cada uno de ellos está ahora publicando alegremente su autobiografía. O, en el caso de Jay Bybee y John Yoo, autores de los más infames “memorándums sobre tortura” del departamento de Justicia, están prestando servicio como juez federal u ocupando un bien remunerado puesto en la Facultad de Derecho de Universidad de California, Berkeley, respectivamente.
Posiblemente movido por la frustración por el último fracaso del gobierno de Obama a la hora de actuar, Human Rights Watch (HRW) publicó el 1 de diciembre de 2015 un informe de 153 páginas titulado “No más excusas”. En él, la organización hace una detallada relación de los delitos específicos del programa de tortura de la CIA por los cuales una docena de funcionarios del gobierno de Bush deberían haber sido llevados a juicio y procesados. HRW señalaba que, de hecho, esos enjuiciamientos no eran una cuestión discrecional. Debían responder ante la ley internacional (aunque los supuestos criminales hayan gobernado la última superpotencia del planeta). Por ejemplo, la Convención Contra la Tortura de Naciones Unidas, un tratado clave firmado por Estados Unidos en 1988 (durante la presidencia de Ronald Reagan) y ratificado finalmente en 1994 (durante la presidencia de Bill Clinton), conmina especialmente a nuestro país a tomar “medidas legislativas, administrativas, judiciales u otras igualmente efectivas para prevenir el ejercicio de la tortura en cualquier territorio bajo su jurisdicción”.
No importa si se está librando una guerra o si hay descontento interno. La Convención es explícita: “No podrá invocarse ninguna circunstancia excepcional para justificar el empleo de la tortura, sea un estado de guerra, una amenaza bélica, una inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública”.
Siempre que se utilice la tortura habrá una violación de ese tratado; eso la convierte en un crimen. Cuando es ejercida contra prisioneros de guerra, también se violan las Convenciones de Ginebra de 1949, por lo tanto se comete un crimen de guerra. No hay excepciones.
Sin embargo, cuando Obama reconoció que “torturábamos a algunas personas”, reclamaba una excepción para la tortura estadounidense. Nos advirtió contra la posibilidad de reaccionar exageradamente. “Es importante que no seamos mojigatos respecto del duro trabajo que esos muchachos han hecho en el pasado”, dijo refiriéndose a los equipos de torturadores de la CIA. Obama invocó el miedo de Estados Unidos –del mismo tipo del que estamos viendo una vez más después de lo de San Bernardino– como una circunstancia atenuante y nos recordó lo asustados que estábamos todos –incluso los agentes de la CIA– en los días posteriores al 11-S.
Da la casualidad, más allá de lo que puedan creer el ex profesor constitucionalista de la Casa Blanca o el constructor de hoteles Donald Trump, que la tortura continúa estando fuera de la ley. El hecho de que la población esté asustada por los posibles terroristas no cambia las cosas. Después de todo, es debido en parte a que la gente hace cosas terribles cuando está asustada que aprobamos leyes, de modo que –cuando el miedo nos nubla la mente– podamos recordar lo que decidimos que era lo correcto cuando los tiempos eran menos aterradores. Es por eso que la Convención Contra la Tortura dice “No podrá invocarse ninguna circunstancia excepcional” para excusar semejantes actos.
Pero la Convención de Naciones Unidas es solo un tratado, ¿no es cierto? No es realmente una ley. De hecho, cuando Estados Unidos ratifica un tratado pasa a integrar el cuerpo legal estadounidense, según dispone el Artículo VI de nuestra Constitución, que declara que la Constitución en sí misma y “todos los tratados celebrados o que se celebren bajo la autoridad de Estados Unidos, serán la suprema ley del país; los jueces de cada Estado estarán obligados a observarlos, a pesar de cualquier cosa en contrario que se exprese en la propia Constitución o las leyes de cualquier Estado”.
Por lo tanto, aunque de verdad funcione la tortura, continuará siendo ilegal.
Los crímenes de guerra para los años venideros
¿Qué hay de las otras propuestas que hemos escuchado de boca de los candidatos republicanos? Algunas de ellas son ciertamente crímenes de guerra. “Bombardeo de saturación” es una metáfora que describe una auténtica pesadilla producida por el poder aéreo (como muchos vietnamitas, laosianos y camboyanos la vivieron en nuestras guerras en Indochina), implica la saturación de toda una zona con la cantidad suficiente de bombas como para que no quede nada en pie, sin tener en cuenta la vida de quienes puedan estar allí. Es ilegal en el contexto de las leyes de la guerra porque no distingue entre civiles y combatientes.
Dado que el bombardeo aéreo no había sido inventado cuando en 1907 se firmaron las Convenciones de La Haya, el bombardeo de saturación no se menciona específicamente en la lista de “medios de hacer daño al enemigo, asedios y bombardeos” prohibidos. No obstante, en el meollo de las Convenciones de La Haya, como también en las leyes y costumbres de la guerra, está presente la crucial distinción entre combatientes y civiles. La destrucción total de una zona poblada con el fin de eliminar a un puñado de militares viola el antiguo e internacionalmente reconocido principio de proporcionalidad.
En otra vergonzosa excepción, Estados Unidos nunca ha ratificado el párrafo agregado, en 1977, a las Convenciones de Ginebra que pone específicamente fuera de la ley el bombardeo de saturación. El Protocolo Adicional 1 se refiere concretamente a la protección de los civiles durante las acciones bélicas. Excepto los aliados de Estados Unidos como Turquía e Israel, 174 países han ratificado el Protocolo 1, que convierte explícitamente el bombardeo de saturación en un crimen de guerra.
Si Estados Unidos no ha ratificado el Protocolo 1, ¿significa eso que tiene la libertad de violar sus disposiciones? No necesariamente. Cuando la gran mayoría de los países asumen este acuerdo lo convierten en una “ley internacional de usos”, es decir, un conjunto de principios que tienen fuerza de ley, aunque no estén escritos ni ratificados. La Comisión Internacional de la Cruz Roja lleva una lista de esas reglas de uso. Una parte de ellas establece explícitamente que los “ataques indiscriminados”, entre ellos el “bombardeo de zona”, son ciertamente ilegales en el contexto del derecho consuetudinario.
La promesa del senador Cruz de averiguar si la arena resplandece en la oscuridad, presumiblemente mediante el empleo de armas nucleares, violaría las prohibiciones de la Convención de La Haya de 1907 sobre la utilización de “armas venenosas o con venenos” y sobre el uso de “armas, proyectiles diseñados para que produzcan sufrimiento innecesario”. Importa tanto que Estados Unidos no haya ratificado esta convención de hace más de un siglo como que la Constitución tiene más de 200 años de edad. Ante la sugerencia de Jeb Bush de que quitaremos los abogados “encaramados en la espalda de los guerreros”, ambas siguen siendo la ley de la tierra.
El que parezca no tener fuerza de ley en Estados Unidos que la descripción de un posible futuro de crímenes de guerra pueda enardecer a multitudes frenéticas en esta temporada política representa un notable fracaso de la voluntad política, particularmente de la disposición del gobierno de Obama de llamar como tal al crimen y actuar en consecuencia. En el ámbito mundial, es más un fracaso del poder que de la ley. Obviamente, procesar por crímenes de guerra a un ex autócrata africano o a un dirigente serbio es muy diferente y de una proporción inmensamente menor que llevar a los tribunales a altos funcionarios de la única superpotencia del planeta. Esto se ha hecho mucho más difícil porque, durante el gobierno de George W. Bush, Estados Unidos informó al mundo de que nunca ratificaría los acuerdos para crear el Tribunal Penal Internacional.
A la luz de San Bernardino
Human Rights Watch publicó su informe el pasado 1 de diciembre [de 2015]. Al día siguiente, el matrimonio formado por Syed Rizwan Farook y Tashfeen Malik atacó una fiesta en el Departamento de Salud Pública de San Bernardino (California) donde Farook trabajaba. Él y ella asesinaron a 14 personas antes de ser abatidos por la policía. Fue un crimen horrible; aparentemente –al menos en parte–, ambos habían sido motivados por el Califato Islámico, presente en las redes sociales (aunque de ninguna manera recibieran órdenes del Califato Islámico). Como es lógico, el informe de HRW desapareció de la vista del público como una piedra caída en un estanque. El informe incluye recomendaciones clave: que se designe un fiscal especial para investigar y llevar a juicio a los responsables de las prácticas de tortura en la CIA y que las víctimas de las torturas estadounidenses tengan garantías de resarcimiento judicial en tribunales de Estados Unidos, algo que en ambos casos fue rechazado ferozmente tanto por el gobierno Bush como por la de Obama, pese a que se trata de una exigencia clave de la Convención Contra la Tortura de la ONU.
Finalmente el año terminó y la maquinaria del miedo empezó a funcionar otra vez. Y, por parte de quienes aspiran a guiarnos, los estadounidenses recibieron el recordatorio de que ningún precio es demasiado alto cuando se trata de pagar nuestra seguridad… en la medida que sean otros quienes paguen. Para 2016 se espera más de lo mismo.
Sin embargo, es precisamente ahora, cuando estamos más asustados, el momento en que nuestros dirigentes –de hoy y del futuro– no deberían alimentar nuestros miedos. En lugar de eso, deberían recordarnos que hay algo más valioso –y más fácil de conseguir– que la seguridad perfecta. Deberían alentarnos a no tratar de logra una cobarde exención de las leyes de la guerra, sino a ser valientes y atenernos a ellas. Por lo tanto, éste es el reto: ¿seremos esta vez capaces de tener el valor de resistir a la maquinaria del miedo? ¿Tendremos la voluntad de llevar a juicio los crímenes de guerra del pasado y prevenir aquellos que nuestros candidatos proponen a viva voz? ¿O permitiremos que nuestro país siga siendo eso en lo que se ha convertido: una terrible y aterradora excepción en el cumplimiento de la ley internacional?
Rebecca Gordon http://www.tomdispatch.com/blog/176087/tomgram%3A_rebecca_gordon%2C_american_war_crimes%2C_yesterday%2C_today%2C_and_tomorrow