Claudia Julieta Parra.— El desempleo y la errónea naturalización del empleo informal como fuente de ingreso han erosionado la ecuación de desarrollo y decrecido el poder adquisitivo per cápita, lo cual repercute directamente en el incremento de la desigualdad y la pobreza; el Dane estableció el Índice de Pobreza Monetaria en un ingreso per cápita de 354.031 Pesos mensuales (un tercio de un salario mínimo), y el de Pobreza Monetaria Extrema en 161.099 Pesos, existen 21,6 millones de colombianos en situación de pobreza y 7,1 millones en pobreza extrema, que suman 29 millones en la penuria.
Las condiciones infrahumanas y de inanición que agobian a este 58 por ciento de colombianos aunado a la inexistencia de programas estatales que las mitiguen, hace que niños y adolescentes se vean obligados a trabajar para poder ‘calmar el hambre’, el Dane estima que 523.000 niños y jóvenes entre los 5 y 17 años se encuentran laborando en el país, siendo la zona rural la de mayor trabajo infantil; estas aberrantes cifras son responsabilidad de un Estado incapaz de cubrir el Gasto Social y garantizar los derechos fundamentales, mientras padres desesperados ven como sus hijos producto del hambre retrasan su desarrollo y muchos mueren por desnutrición.
La malnutrición exacerbada en países dependientes como Colombia impone una falta de unos mínimos energéticos para afrontar su crecimiento, sumado a las enfermedades prevalentes que dificultan la absorción de vitaminas y minerales, son los responsables de una de cada 3 muertes infantiles, y quienes sobreviven lo hacen con secuelas que limitarán cognitiva y físicamente su desarrollo y el de generaciones futuras.
Que en un Estado Social de Derecho crezcan la malnutrición y la desnutrición y sean las principales consecuencias de la mortalidad infantil, nos cuestiona como sociedad y nos motiva a luchar con determinación para cambiar un sistema deficitario que tiene niños de primera, y niños de segunda, y donde alimentarse no es un derecho sino un lujo.