Rutas de inmigración ilegal hacia Europa: huyendo del fuego para caer en las brasas

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Domènec Merino (Nuevo Rumbo).— Cada semana, cada día, cada hora que pasa, la clase obrera en España es más pobre. Los jefes nos anuncian pletóricos en el trabajo que ha subido nuestro sueldo –¡alegren esas caras!–, pero un rápido vistazo al IPC nos descubre al instante que, de nuevo, hemos perdido poder adquisitivo y ellos han multiplicado ganancias. Acudir al supermercado, caminando entre lo que queremos comprar y lo que vamos a poder llevarnos, para después llegar a casa y seguir sufriendo. Sufriendo para pagar la luz, el gas, el agua; quizá nos echen mañana del trabajo y entonces, ¿cómo haremos frente a los gastos de la hipoteca?

Quizá nos echen mañana del trabajo. La amenaza constante del paro, el hambre y la muerte están impresas en el ADN de la clase obrera española y el sistema se encarga diariamente de recordárnoslo. Sabed cuál es vuestro lugar. Entre la miseria y el dolor, un eco todavía tenue, pero esperanzador, que amenaza con socavar los cimientos mismos de este sistema de explotación: el de la organización de la clase obrera. No se apuren: el sistema tiene sus mecanismos para prevenir el derrumbamiento general de su mundo bárbaro.

Los mismos dueños, los dueños de nuestra riqueza y de este mundo podrido que nos azotan con sus látigos con la mano derecha se encargan de escribir con la izquierda el relato de un mundo que no existe. Un mundo en el que los trabajadores españoles debemos sentirnos privilegiados por vivir en Europa. Estamos mejor aquí que en África, que en Asia, que en América Latina, porque nosotros somos trabajadores y ellos vagos. Y ellos, los vagos, que son pobres por alguna razón, vienen aquí a robarnos el puesto de trabajo. Esfuércense más, trabajadores españoles, ¡o se van a quedar sin trabajo!

Tras los cuentos de los capitalistas, cuentos de privilegios que no existen, del racismo de la ultraderecha que señala al inmigrante trabajador –trabajador dieciséis horas diarias en empleos inseguros e insalubres– mientras blanquea al explotador patrio, se encuentra una realidad que no es dura, es durísima. La de millones de trabajadores migrantes que se ven obligados a abandonar sus países a la fuerza, a transitar por el mundo de la mano de las mafias, a soportar las miradas de sospecha de las poblaciones locales de países en los que no querían estar, a aguantar condiciones de trabajo inhumanas, cuando no golpes de porra, disparos o la muerte en soledad en medio del mar, en los desiertos, en las vallas.

En lo que va de año, sólo Italia ha recibido 127.207 migrantes ilegales. O, dicho de otro modo: el doble que en 2022, el triple que en 2021. A España, en 2022, llegó un total de 31.219 personas de forma ilegal, de las cuales 28.930 lo hicieron en alguna de las 1.704 pateras que no se hundieron en el mar. Los que trabajan ahora dieciséis horas son los afortunados.

A la burguesía le va de maravilla que haya trabajadores, las víctimas de sus conflictos en Libia, en Siria, de sus golpes de Estado en Níger, en Gabón, que se aventuren a venir a Europa. Permiten presionar los salarios a la baja –el ejército de reserva del que hablaba Marx– y centrar la ira y el resentimiento de los obreros locales en sus hermanos de clase, muy lejos del objetivo real que deberían tener.

Pero todo tiene su medida y, aun estando interesada en que existan los mencionados flujos de migración legal e ilegal, la clase dominante tiene que garantizar que se produzcan en su justa medida. El frío cálculo era de esperar: ¿qué somos para ellos sino tristes números, números de nómina, números de indemnización por despido, números verdes de beneficios, números de inmigrantes necesarios e inmigrantes sobrantes?

La Unión Europea destina ingentes cantidades de recursos a garantizar que el flujo de inmigrantes ilegales se produzca en su justa medida. Y no tiene escrúpulos. Es la Unión Europea, la misma que arrasó Libia y la convirtió en un montón de ruinas por el petróleo, la que ahora sostiene al Gobierno Nacional de aquel país y le compra los barcos a la Guardia Costera, los mantiene, los arregla. El 2 de febrero de 2017 se comprometió a una elevada suma de dinero con el gobierno libio a cambio de frenar a los migrantes subsaharianos.

Y el gobierno libio lo hace con excelencia. Con excelencia y con complicidad, concretamente de Frontex, el sistema de seguridad fronterizo de la Unión Europea que, coordinadamente con los patrulleros libios, se encarga de atrapar migrantes en alta mar y devolverlos en caliente a Libia. Más de 85.000 en los últimos años. En Libia, un país sumido en el caos más absoluto, los trabajadores migrantes sufren lo indecible: violaciones, torturas, hambre. Las autoridades se encargan de despojarlos incluso de su dignidad personal. Y para muestra, un botón: el director del Departamento de Lucha contra la Migración Irregular (DCIM) libio no es otro que el antiguo mandamás de la infame cárcel de Tariq al-Sikka, notoria por su particular desprecio hacia la integridad y la vida humana.

Si a alguien se le ocurriese poner en duda el dato anterior, podría recordar la matanza a plena luz del día, por parte de las fuerzas de seguridad, de los migrantes en el Centro de Día Comunitario de ACNUR, en Trípoli, el 10 de enero de 2022, o las decenas de casos semejantes, y peores, a disposición del gran público en internet.

La Unión Europea no le hace ascos a nada, a pesar de que su política exterior debe estar guiada por la “promoción de la democracia” y el respeto a la “dignidad humana”, según sus Tratados fundacionales, y por ello no es tampoco sorprendente que este mismo año Ursula von der Leyen haya realizado una pequeña visita a Lampedusa para estrechar la mano de la ultraderechista Giorgia Meloni y prometerle todo su apoyo en la lucha contra los malvados inmigrantes que cometen el crimen de llegar a dicha isla buscando un futuro para ellos y para sus familias. Ninguna novedad: Meloni y von der Leyen ya se conocían bien. Meses atrás, en julio de este mismo año, habían acudido junto con el primer ministro de Países Bajos a Túnez para prometer al gobierno local una inversión de 1.000 millones de euros a cambio de frenar la ola migratoria. Poco les importó que el susodicho gobierno local sea un gobierno autoritario que ha disuelto el Parlamento y encarcelado a miles de sindicalistas, periodistas y opositores en general.

Túnez es, pues, socio preferente de la Unión Europea en materia migratoria. Y como buen socio preferente de la Unión Europea que es, trata a los trabajadores migrantes con respeto y consideración. No en vano están acreditados centenares de casos de detenciones ilegales a lo largo y ancho del país, malos tratos y asesinatos. El modus operandi habitual de la policía tunecina es el siguiente: coger a los trabajadores subsaharianos, trasladarlos hasta el desierto libio y abandonarlos allí a su suerte, donde tendrán que enfrentarse a la muerte por deshidratación o a la política del otro socio preferente de la Unión Europea en materia migratoria.

Pero si alguien pensaba que, bueno, quizá lo de Libia y Túnez era un error, puede que se sorprenda al enterarse de que hay más rutas de inmigración ilegal hacia Europa. Y Bruselas, muy consecuente con sus políticas, no sólo sanciona, sino que fomenta los mismos métodos que se emplean en los países autoritarios como Túnez en otras naciones, supuestamente democráticas y europeas.

Sucede así en los Balcanes occidentales, que son la segunda mayor puerta de entrada de migrantes ilegales a Europa después del Mediterráneo central, donde la Unión Europea no escatima en inversiones para países que forman parte del selecto club de los ‘27’ y también para los que no lo son. Recientemente, se aprobaba una inversión comunitaria de 3,5 millones de euros para reformar un importante centro de detención de inmigrantes en Bosnia y Herzegovina, pero parecidas iniciativas se pueden encontrar para otros países de la región. Cuando hablamos de represión, la Unión Europea parece no conocer límite de gasto.

Y, así, Turquía, que ya recibe millones de euros de los bolsillos europeos, va a ver previsiblemente aumentada su dotación este año en otros 6.000 millones de euros. En el Mediterráneo occidental, a Marruecos le tocan 624 millones.

No reciben tanto dinero las operaciones para rescatar a migrantes en el Mar Mediterráneo, al que quizá podríamos rebautizar con el nombre de Mar Muerto si no estuviese ya cogido. En esta inmensa fosa común de trabajadores que nunca llegaron a alcanzar su objetivo –es decir, las dieciséis horas diarias de trabajo en condiciones inseguras e insalubres–, la Unión Europea destina cada vez menos dinero para el rescate de los migrantes en embarcaciones. La operación Tritón, así la llaman, recibió sólo un tercio de los fondos que habían correspondido a la anterior operación europea en la zona, Mare Nostrum.

Escribo estas líneas con la certeza de que, mientras lo estoy haciendo, centenares (si no miles) de trabajadores migrantes subsaharianos se encuentran ahora, en este mismo instante, acechando en el monte Gurugú en Marruecos soñando con una vida mejor. Algunos lo hacen durante años. Desde allí se puede ver la valla de Melilla, de más de siete metros de altura, coronada por concertinas que desgarran la piel y te llegan hasta el hueso. Una valla con huecos lo suficientemente pequeños como para que nadie pueda meter los dedos, pero que los migrantes escalan con hierros, destrozándose las uñas, las manos. Puede ser que, en este mismo instante, mientras pensaba cómo acabar el artículo, la policía marroquí haya practicado una de sus habituales redadas en el monte en las que queman colchones, tiran la comida que los trabajadores migrantes han recogido de la basura, arrebatan mantas para que se mueran de frío, dan palizas horribles hasta que los subsaharianos mueren desangrados.

Es posible que en este instante haya trabajadores llegando de manera ilegal a España. Puede que mañana sean mis vecinos y tengan que enfrentarse a algunos de los otros vecinos, que se cambiarán de acera, los mirarán con sospecha, comentarán en corrillo lo mal que está el país. Puede que se encuentren con el acto de algún partido que diga que es imprescindible colocar ametralladoras en las fronteras.

Es posible que en este instante haya muchos trabajadores en España creyendo que la inmigración es un peligro, que el inmigrante es nuestro enemigo, que el patrón hace todo lo que puede por nosotros, pero no hay trabajo para todos. Ojalá este artículo haga que haya algunos menos que lo piensen.

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