
Raúl Antonio Capote (Granma).— Si un horror estigmatiza a la humanidad, entre muchos otros, es la explotación del trabajo infantil. Las grandes urbes, las minas, las fábricas, los latifundios, todos los espacios de trabajo son testigos de esa práctica inhumana propia del capitalismo.
Durante la revolución industrial en el siglo XIX, el desarrollo tecnológico facilitó el aumento del ingreso de niños y mujeres a la industria. La incorporación de menores permitía reducir al mínimo indispensable lo que los explotadores pagaban por la fuerza de trabajo.
Un ejemplo del carácter brutal de esta tragedia, sufrida por los infantes en aquellos años de emergencia del capitalismo, fueron los niños y las niñas que limpiaban las chimeneas.
Los pequeños soportaban largas horas de trabajo en condiciones muy duras, recibían maltratos, mala alimentación y una paga insignificante. «La exposición intensa y constante al hollín y sus toxinas causaba desde problemas pulmonares, por inhalación, hasta dolorosas inflamaciones de los ojos y, en algunos casos, ceguera», refiere BBC Mundo.
Cualquiera podría pensar que, esta estampa, propia y común en la explotación del trabajo de los siglos XVIII y XIX, desapareció en el transcurso de los siglos siguientes, pero no fue así.
Según cifras de la Unicef, correspondientes a 2020, más de 160 millones de niños –uno de cada diez– laboran, en trabajos peligrosos o ilegales la mayoría, e incluyen, desde el manejo de maquinarias complejas y la minería, hasta la trata de personas, el narcotráfico y la prostitución.
Durante los últimos cuatro años, 8,4 millones de niños se sumaron a la masa de trabajadores en condiciones de precariedad, revelan datos de la Unicef y de la Organización Internacional del Trabajo.
Las cifras son tan alarmantes como las condiciones inhumanas en las que trabajan, expuestos a diferentes tipos de violencia, incluido el acoso sexual.
En la mayoría de los países en vías de desarrollo, casi un tercio de la fuerza de trabajo agrícola está compuesta por menores. Los niños y las niñas laboran de 12 y 14 horas diarias, y son víctimas de los agrotóxicos.
Miles de menores no acompañados, que cruzan a diario la frontera entre EE. UU. y México, se convierten de inmediato en objeto de la codicia de las multinacionales, que obtienen, de esta forma, mano de obra bien barata y sin derechos.
Sin embargo, nadie conoce en realidad la magnitud del problema, ante la ausencia de estadísticas gubernamentales.
Como bien señaló Carlos Marx, en El Capital, la explotación del trabajo infantil convierte a los niños «en simples máquinas de fabricar plusvalor». Para el capitalismo constituyen, simplemente, un reservorio de fuerza de trabajo siempre disponible y de bajo costo.