La increíble historia del niño Abraham

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Un niño de 12 años, residente en el municipio de San Antonio del Sur, en Guantánamo, cuenta cómo sobrevivió a las inundaciones causadas por el huracán Oscar

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Abraham cuenta su historia de niño cazador de cangrejos y pescador de barberos, ahora desde la cama número uno de la terapia intermedia del hospital pediátrico de Guantánamo. Foto: Mario Ernesto Almeida

José Llamos Camejo y Mario Ernesto (Granma).— Abraham tiene 12 años y dice que nunca se ha enamorado. Caza pájaros con tirapiedras y los cangrejos a base de palos y estrategia. Sabe cómo agarrar el pez para que no lo pinche y cómo derretir el plomo para sus propios cordeles de pesca.

En Yateritas, San Antonio del Sur, Guantánamo, donde vive su abuela, él pasa toda la semana. Ahí está su escuela, y también el terreno de pelota.

–¿Quieres ser pelotero?

–No. Ya yo soy pelotero.

No se ha enamorado Abraham, pero ya es pitcher y también batea. No ha puesto la bola contra la cerca porque el terreno de Yateritas no tiene cerca, pero da jonrones, asegura. Sin embargo, no le gusta participar en competencias y explica que, de mayor, no se dedicará a eso.

En realidad no sabe lo que quiere ser, y ello no debiera ser problema, porque los niños de 12 años no tendrían que invertir el tiempo en otra cosa que explotar su felicidad, aprender con ella y, olfateándola, transformarse de a poco en lo que acabarán siendo.

También le gusta jugar a las bolas, pero explica que cuando se juega mucha bola la gente se envicia, que eso es malo y que, por tanto, él ya dejó el vicio.

–¿Y si dejaste el vicio, qué hiciste con las bolas?

–Las tenía en la casa, pero se las llevó el río.

LA CASA

Los fines de semana Abraham volvía a Macambo, en el propio municipio de San Antonio, a la casa de su mamá y de su padrastro, cerca del río y del mar.

El suelo era de tierra apasionada, las paredes de tablas y el techo de fibrocem, fortalecido en las uniones con saco de yute y cemento.

Abraham cuenta que otras veces había aparecido la crecida, aunque como agua muerta. «Siempre entraba una agüita, pero volvía y se iba. Esta vez nosotros calzamos la cama con bloques y ya el río había superado la cama. Eso empezó a crecer y la puerta explotó. Mi mamá fue a cerrarla. La casa empezó a hundirse. Ella me cogió, pero la casa se hundió muy rápido».

A Abraham se le trabó un poco la cabeza, y con su fuercecita de pitcher de 12 años, empujó el techo para romperlo, salió por la oquedad y la corriente lo arrastró contra un cocotero del patio. Pudo sostener una penca y luego agarrar el tronco de la propia mata.

Todavía hoy, Abraham jura no saber trepar matas de coco ni nadar. Flotar sí, pero nadar no.

El nivel del agua seguía subiendo, como dándole nalgadas, y él trepaba un poco más, con los pies siempre sumergidos. Era de noche.

CON LA LUZ DEL SOL

Pasó la madrugada temblando y el amanecer lo descubrió aferrado al tronco. Su pecho y abdomen estaban llenos de diminutos arañazos y quemadas. «Vi que una gente pasó. Le grité y no me hizo caso».

Las raíces ya crujían. El tronco se doblaba. «Ahí yo estaba entre lo uno y lo otro. Me tiraba o me quedaba. Decidí tirarme, pero se me quedó el pie trabado y logré sostenerme de nuevo, hasta que me solté».

En el agua había un remolino inmenso, dice Abraham que tan grande como esta sala de terapia intermedia del hospital pediátrico de Guantánamo, y todavía no entiende cómo se formó aquello.

Allí cayó, cuenta entre risas, y empezó a dar vueltas y vueltas y más vueltas. «Tremendo mareo me dio aquello, hasta que salí y la corriente me arrastró al mar».

La crecida traía todo tipo de gajos. «Yo empecé a juntar esas cosas y lo abracé todo. Quería coger para acá –señala como si fuera la orilla–, pero la corriente estaba fuerte y me sacaba, hasta que dejé de ver la costa».

Abraham cuenta que era como si estuviese llegando a otro país, y que el mar bajo sus narices se veía muy oscuro. Ya había desistido de darle a los pies, porque su herida sangraba y él estaba en el mar y hay muchas películas, quién sabe si exageradas, que cuentan lo que ocurre cuando alguien sangra en el océano.

Todavía no sabe exactamente cuándo se hirió. Ni siquiera le dolía, pero ahí estaba esa rajadura profunda de unos diez centímetros de largo y honda, peligrosamente honda, en su pantorrilla izquierda.

Ya fuera del empuje del río, el propio oleaje comenzó a regresarlo a la costa. El risco marcaba la franja de salvación, pero no fue simple. Solo los náufragos entienden lo tortuosa que puede ser la orilla. Máxime una como esta, llena de farallones.

La balsa improvisada se había deshecho en el mar y solo le quedaba un tronco. Estuvo un tiempo largo que recuerda como cuatro horas huyendo del rompiente. El mar estaba bravo y dice Abraham que el risco era de seis metros o más, prácticamente sin un mínimo de inclinación, sin una rajadura del demonio en la piedra que le permitiese enganchar la mano o el pie.

«Entonces vi una ola grandona que se hizo. Me monté rápido en el palo y me tiré para que la ola me empujara. Me di contra las piedras, pero me aguanté. Tuve que esperar inmóvil un instante, porque ya las piernas me temblaban. Cuando logré llegar arriba, me tiré como pude y abrí los brazos».

PREGUNTAS «BOBAS»

–¿No tenías sed?

–¡Pero qué iba yo a tener sed con tanta agua que me había revocado!

–¿Y hambre?

–El hambre… ¿Qué iba a hacer? ¿Me iba a poner a llorar?

–¿Y no lloraste nunca?

–¡Claro que no! ¿Cómo yo iba a llorar si estaba loco por salir, no por llorar?

TIERRA FIRME

«Yo no cojeaba. Yo estaba bien, no sentía la herida del pie. Lo que me dolía era el pecho, por lo desbaratado que estaba».

Se ubicó en el terreno: costa, carretera, para acá la casa y para allá la farola. Trazó en su imaginario una línea recta y la siguió. Otra vez hundió sus pies en terreno anegado.

El mundo de Abraham continuaba cubierto por el agua, pero seguía siendo su mundo. Trataba de andar por los tramos donde se veía más clara. Contó decenas de animales tiesos en el suelo, hinchados, y hasta vio a una anciana recontando los chivos que le quedaban.

Cuando llegó a la casa de Arelis, una amiga de su mamá, pudo comer y dormir. Sus abuelos fueron a verlo. No supo de su madre y padrastro. La herida estaba ahí. Una doctora la vio e indicó que necesitaba cirugía y hospital.

Primero lo llevaron en una bicicleta, con descansos a ratos, para evitar adormecimiento en las piernas. Encontraron un carro del Ejército, luego fue el puesto médico, más tarde la ambulancia y después el hospital: salón de operaciones, rayos x, la limpieza de los tejidos y el alivio por ver brotar la sangre del pie…

Ahora cuenta su historia de niño cazador de cangrejos y pescador de barberos en esta cama número uno de la terapia intermedia, reservada solo para campeones, incluso para campeones como este, que detestan competir, pero las circunstancias, sin pedir consentimiento, les revientan en el oído un disparo de arrancada, en una carrera donde todo, absolutamente todo, pende de un hilo.

–¿Y dónde tú aprendiste a hacer todo eso? –le pregunta Llamos, corresponsal de este periódico en Guantánamo. El niño de 12 años responde sin pensar.

–Aprendiendo. En el transcurso de la vida.

Fuente: granma.cu

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