Vladia Rubio (CubaSí).— Mario Benedetti lo decía “La infancia es a veces un paraíso perdido. Pero otras veces es un infierno de mierda”, y en la segunda opción se anotan los más de 473 millones de niños y niñas, más de uno de cada seis en todo el mundo, que viven atrapados en zonas de conflicto bélico.
Apenas comienza el año, y a la gente no les gusta estar leyendo sobre tragedias, que bastante han tenido en el recién concluido 2024, pero esta es una realidad a la que es imposible dar la espalda, a menos de erigirse en desalmado.
El planeta sufre hoy el mayor número de conflictos armados desde la Segunda Guerra Mundial, y según un estudio de Unicef , “el impacto de los conflictos armados en las niñas y los niños de todo el mundo alcanzó niveles devastadores y probablemente sin precedentes en 2024”.
La directora ejecutiva de esa organización para la infancia en Naciones Unidas, Catherine Russell, asegura que “Prácticamente en todos los aspectos, 2024 ha sido uno de los peores años registrados para las niñas y los niños en conflicto en la historia de UNICEF, tanto por el número de afectados como por el nivel de impacto en sus vidas”.
Existen quienes se acostumbran a lo malo por desidia, por cobardía y hasta por ignorancia, pero a esta realidad la humanidad no puede acostumbrarse, sería imperdonable asumir como una nueva normalidad tal espanto.
Los niños de la guerra, como les llaman – y que hoy suman más que el total de la población de EE.UU., por ejemplo-, se ven cara a cara con situaciones inéditas que conmocionarán su vida para siempre: desde la posibilidad de morir o ser heridos, presenciar el fallecimiento de sus seres queridos, la destrucción de sus hogares y pertenencias, hasta violaciones de sus más básicos derechos como el de recibir atención médica, alimentación y educación.
“Un niño o niña que crece en una zona de conflicto tiene muchas más probabilidades de no ir a la escuela, de estar desnutrido o de verse obligado a abandonar su hogar -con demasiada frecuencia de forma repetida- en comparación con un niño o niña que vive en lugares de paz”, refería Russell.
En cuanto a los servicios sanitarios, además de apenas poder contar con atención hospitalaria, por haber sido estos también destruidos en no pocos casos, también estos niños resultan más vulnerables a brotes de enfermedades como el sarampión y la poliomielitis que en esas zonas tienen lugar.
Y, para colmo, precisamente en esos países o zonas en conflicto, cerca del 40% de los menores no están vacunados o lo están de un modo insuficiente.
Súmese a tal precaria situación, los impactos en la salud mental de esos niños: “La exposición a la violencia, la destrucción y la pérdida de seres queridos puede manifestarse en la infancia a través de reacciones como depresión, pesadillas y dificultad para dormir, comportamiento agresivo o retraído, tristeza y miedo, entre otras”, refiere Unicef.
Alrededor de 47,2 millones de menores habían sido desplazados debido a los conflictos y la violencia al empezar este año, y ahora que termina, han de ser muchísimos más porque se han intensificado y multiplicado los conflictos.
Según estimados conservadores, más de 52 millones de niños y niñas en países afectados por conflictos armados están sin escolarizar. Los menores de la Franja de Gaza, por ejemplo, han perdido más de un año de escolarización, en tanto ellos y también menores de otros países han visto sus escuelas bombardeadas o convertidas a otros fines.
Los niños representan el 30% de la población mundial, pero constituyen alrededor del 40% de las poblaciones de refugiados y el 49% de los desplazados internos.
Naciones Unidas ha verificado un récord de 32.990 violaciones graves contra 22.557 niños y niñas, la estadística más alta registrada desde que comenzó la vigilancia por mandato del Consejo de Seguridad.
Todas las estadísticas aquí apuntadas que habría que representárselas, no como cifras impersonales, más números que oscurecen el fin de año, sino como una multitud de caritas angustiadas que miran y esperan, porque el mundo les ha fallado.