Juan Manuel Olarieta (mpr21).— A la muerte de Pedro El Grande en 1725, su testamento circuló por toda Europa. Entonces los europeos ya seguían los pasos de Rusia atemorizados, sin saber muy bien por qué. Muy pocos años después de la muerte del zar, en 1740, sus últimas voluntades fueron traducidas al castellano por el jesuita José de la Vega, lo cual no es ninguna casualidad.
El testamento se difundió en Europa occidental para asustar: había que tener cuidado con los rusos porque querían apoderarse del Viejo Continente. Rusia era un imperio que, entre otros muchos defectos, era esencialmente expansionista, lo cual parecía una tautología en otro imperio, el español, que se había apoderado de una parte importante del mundo, especialmente en América del sur. El expansionismo ruso daba miedo, mientras el español es un orgullo patrio porque evangelizaron a los salvajes.
Sin embargo, el testamento de Pedro El Grande era falso. Nunca existió tal cosa y es un ejemplo más de que los engaños, los bulos y las mentiras han sido moneda corriente en la historia y, además, siempre los difundieron las clases dominantes.
Una explicación más detallada destaparía una crónica apasionante sobre la pésima imagen de Rusia en Occidente, y luego de la URSS, como un país atrasado, bárbaro, inculto e incluso atávico, donde la población se moría de hambre bajo una dictadura despótica.
Los imperialistas no han inventado nada. Siglos después, les basta con mantener en pie el falso testamento del zar. Cuando en 1812 Napoleón invadió Rusia, llevaba el testamento bajo el brazo, reimprimido una y otra vez como si fuera un gran “best seller” de la literatura. Cada vez que en Europa estallaba un guerra en la que participaba Rusia, el testamento se ponía en circulación, especialmente en inglés, francés y alemán. Rusia no era invadida; era el invasor.
Los propagandistas occidentales siempre miraron a la URSS de la misma manera miserable que se miran a sí mismos. Sin embargo, para ellos nada calibra de manera más precisa la fortaleza de un país que la guerra y en 1945 la URSS derrotó a Alemania, el país más adelantado de Europa. En Yalta las fotos mostraron a Stalin a la misma altura que Churchill y Roosvelt.
Fue un tremendo golpe de efecto, al que siguieron otros muchos. En la posguerra los imperialistas debían cambiar el discurso porque, lejos de hundirse, la URSS se estaba expandiendo. En Europa aparecieron una serie de países “satélites”, se fundó la República Popular de China, Estados Unidos fracasó en la Guerra de Corea…
La URSS también era un Estado expansionista que quería conquistar su propia “zona de influencia”. Además, la política imperialista de posguerra se justificaba a sí misma precisamente por simetría con la soviética. Kennan dijo que el objetivo de la Guerra Fría era la “contención” del expansionismo de la URSS. No hacía otra cosa que emular a Napoléon, algo para lo que no estaba capacitado en absoluto.
La atosigante retórica oficial sigue oscilando hoy entre el desprecio (por el atraso ruso) y el miedo (por el progreso ruso), que los medios siempre acaban personalizando en figuras como Iván el Terrible y Stalin, hasta acabar en (Ras)Putin, que sigue heredando lo peor de la historia de Rusia, de donde nunca salió nada bueno, sobre todo en 1917.
Hoy la “amenza rusa” es una versión cutre de aquel testamento, apañada por personajes de ínfima condición política, como Ursula von der Leyen o Mark Ruttte. Los europeos siguen a medio camino entre el desprecio y el miedo hacia Rusia. La única diferencia es que los farsantes ya no necesitan la imprenta. Les basta la telebasura. El viernes, mientras el foco de la atención estaba en el Desfile de la Victoria en Moscú, las grandes cadenas de comunicación distraían la atención de los espectadores con el circo Vaticano, con un espectáculo de babosadas pocas veces visto y escuchado.