
Leidys María Labrador Herrera (Granma).— Cuesta creer que la bebé sonriente, sonrosada y de ojos vivaces de una foto, es ahora un pequeño esqueleto que, a duras penas, respira. Cuesta más creer que no es solo ella, sino miles, a quienes las bombas no han volado en pedazos, pero se apagan, lentamente, de hambre, de sed, carcomidos por la desnutrición.
Catorce mil, dicen desde hace varios días las estadísticas, 14 000 bebés palestinos están al borde de la muerte, porque al verdugo no le basta con hacerlos volar por los aires, entre trozos de concreto que la metralla revienta; el asesino quiere más. Con patológico desdén los observa desde lejos, y no dudo de que algún enfermizo disfrute, (porque no puede haber otra explicación posible para tanta saña), al ver los rostros lánguidos llorando por comida, en interminables filas.
Comida que no alcanza, que llega a cuentagotas, no por falta de ayuda, sino porque, quien tiene la fría determinación de exterminar a un pueblo, no puede permitirse alimentarlo. Por ende, los inocentes que logran sobrevivir (de una ofensiva que hace mucho develó su rostro de limpieza étnica, si es que alguien lo dudó en algún momento), están, de todas formas, condenados.
La hambruna es un nuevo asesino en Gaza, tan vil como el que bombardea, quema, mutila, encierra… En saco roto caen las denuncias de los organismos internacionales, la desesperación crece, y ahora, cada minuto sin que entre la ayuda, puede hacer la diferencia entre una oportunidad de vivir o la muerte, para quienes han sido el blanco más sufrido de este genocidio.
Cuando pienso en Palestina recuerdo aquellos versos inmortales del Indio Naborí que, inspirados por otro crimen, en una tierra también acosada por un imperio déspota, no dejan de resonar en mi cabeza, porque el odio es el mismo y también es el mismo el pecado de los odiados: «si las madres están dando hijos libres y valientes, que mueran bajo el espanto de mis bombas».
En Gaza cada vez son más los cadáveres andantes. Nada se parece más a Auschwitz ahora, sobre la faz de la tierra, que esa franja de desolación y escombros. Y distantes en el tiempo y en la geografía, se crea un lazo invisible del pueblo palestino con aquellos indios expulsados de sus tierras, segregados, aquellos a cuyos hijos los «valientes soldados» les aplastaban el cráneo con los cascos de sus caballos, y se les condecoraba por ello, pero eran los de piel cobriza los salvajes.
Bien dijo Galeano en Los hijos de los días, al referirse al 14 de mayo de 1948 (fecha fundacional del Estado de Israel). «Ya poca Palestina queda. La implacable devoración del mapa invoca títulos de propiedad, generosamente otorgados por la Biblia, y se justifica por los dos mil años de persecución que el pueblo judío sufrió. La cacería de judíos fue, siempre, una costumbre europea; pero los palestinos pagan esa deuda ajena».
El tiempo corre, y es cada vez más bárbaro el retrato de este crimen. Los niños palestinos, los pequeños ángeles que aun respiran en Gaza, traen mucho más que la piel, traen la inocencia y el alma también pegada a los huesos.