
Julio Martínez Molina (Granma).— Al realizador Luis García Berlanga (nacido el 12 de junio de 1921) le debemos varios de los mejores momentos de cine que se hayan disfrutado alguna vez. Él definió –junto a Luis Buñuel, Carlos Saura y Víctor Erice– la pantalla española del siglo XX.
La obra de Berlanga –que en la actualidad aún rezuma lozanía, debido a la vigencia de sus fotogramas e ideas– constituye una conjunción única de crítica e indagación social, esperpento, sainete, humanismo, humor negro, vitriolo, guasa, entretenimiento y análisis de las miserias humanas.
Según él, las personas se mueven, esencialmente, por deseos, pasiones y egoísmo: el reflejo de tal parecer son sus personajes.
En el orden formal, su cine es portador de un ritmo modélico –que lo acercaba a los maestros estadounidenses–, de un dominio absoluto del plano secuencia y de una sintaxis fílmica depurada.
En las secuencias encadenadas por el director de un clásico como El verdugo (1963) nada sobraba ni nada era incluido por azar. Calígrafo y dómine del arte de la puntuación cinematográfica, el trabajo de Berlanga puede emplearse hoy en las academias para mostrar cómo se yuxtapone en el relato cinematográfico.
Puede emplearse, también, para mostrar cómo es posible filmar grandes películas manteniendo el interés del espectador, sin aburrirlo. «Me he pasado toda la vida intentando dar a la gente sencilla algo que les ayudara a pasar un rato agradable, a hacerles sentir mejor en su piel, durante unas horas: he hecho películas», reflexionó.
Berlanga –por consecuencia– no ha de representar el ideal artístico de ciertos realizadores premiados hoy en los principales festivales, adscritos a una filosofía de discurso sustentada en la densidad narrativa extrema y las formas crípticas.
El firmante de Bienvenido Mister Marshall (1953), Los jueves milagro (1957) o los tres episodios de La escopeta nacional (1978, 1981 y 1982), era un espíritu contestatario, posicionado en contra de la doctrina franquista, cuyo signo fustiga por medio de sus largometrajes, de forma más o menos velada.
Tanto la calidad de su filmografía como su compromiso con la verdad le valieron el aprecio del público local y el respeto internacional al creador de obras maestras como Plácido (1961). Berlanga halló en su alianza con el simpar guionista Rafael Azcona una de las principales fortalezas de su creación.
Azcona y Berlanga «chuparon» el sentir de la época, el pulso nacional, la impronta de la calle, el color y el dolor de los seres humanos, las desigualdades sociales, la hipocresía moral, la orfandad ética de un sistema represor e intolerante.
La historia española de la segunda mitad del pasado siglo no puede entenderse bien sin revisar las obras configuradas por la dupla.
Entre 1951 y 1999, el director de La vaquilla (1985) filmó 18 películas; aunque dejó sin rodar 30 guiones, varios de estos censurados por el franquismo. Semejante a otros grandes de la pantalla, obtuvo escasos lauros en festivales. Le otorgaron el Premio de la Crítica en Venecia por El verdugo, y cuatro Goyas por Todos a la cárcel (1993), una de sus contadas malas películas.