Cómo celebrar un cumpleaños

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Es una urgencia que la gente tenga algo tan político como el derecho a soñar y mecanismos para, si no concretar, al menos fajarse por esos sueños

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Por la calle andan niños pequeños, perros con correa; los estudiantes universitarios, casi por instinto, por derecho histórico, a la cabeza. Foto: del autor

Mario Ernesto Almeida Bacallao (Granma).— Es 14 de junio de 2025 y en Santiago de Chile han convocado a una marcha para las 4:30 de la tarde. Es sábado. Desde inicios de semana han prometido lluvia, que en el Cono Sur es lo mismo que anunciar más nieve en los cerros. Palestina es el motivo.

Nadie tiene idea exacta de lo que va a pasar en realidad. Las últimas concentraciones por la causa han dado pocas esperanzas por las pocas gentes que han llegado.

Pero este sábado no caben las personas en el punto de concentración. Los eventos internacionales inmediatos han recalentado la sensibilidad de la gente y aquí están, amontonadas en la calle, miles de personas ante las que se pierde la vista.

El destino propuesto es el Puente de los Candados sobre el río Mapocho, donde los enamorados intentan cerrar sus vínculos con llaves antes de lanzarlas al agua.

Durante la tarde-noche no se verán los candados, sino una bandera palestina inmensa que se despliega ante los ojos de la avenida atestada, junto a estruendos de fuegos artificiales y bengalas y gritos.

¿Qué se grita? Ruptura de relaciones diplomáticas; que las armas de la policía y el ejército, que hoy están dejando pasar y que otros días no, dejen de llegar de Tel Aviv; paz, justicia, fin de bloqueo, fin de opresión. Se grita también que quien no salte es sionista.

Trompetas y trombones hacen sonar entre la multitud el himno de los partisanos y luego otro himno, compuesto por Víctor Jara en los tiempos de Vietnam, y que ahora se ajusta perfectamente, en tanto enuncia el derecho de vivir en paz.

Por la calle andan niños pequeños, perros con correa; los estudiantes universitarios, casi por instinto, por derecho histórico, a la cabeza. El equipo de fútbol profesional que lleva por nombre palestino, «Tino» para la jerga, mueve las mismas banderolas que en los próximos días ondearán en las gradas de su estadio.

Pero hay mucha gente y la marcha ha sido demasiado corta como para solo llegar hasta aquí. Nadie se ha ido. Se respira el ansia de seguir más allá y, después de unos minutos, la bandera inmensa baja del puente, asume la delantera de la marcha y va rumbo a la plaza Baquedano, hoy está tapiada y en 2019 bautizada, popularmente, como plaza de la Dignidad.

Pero sigue siendo poco… y la gente sigue y toma la Alameda que alguien cierta vez profetizó que se abriría; frena unos segundos ante las imágenes de Gabriela Mistral y sigue camino, hasta que la bandera palestina desemboca en los jardines del Palacio de La Moneda.

La bandera se estira noble en el suelo y todos se sientan en torno a ella.

El móvil ha sido Palestina, pero quienes hoy aquí están dispuestos a marchar por Palestina saben engranar muy bien la causa con los dolores locales.

Para quienes gustan de celebrar cumpleaños, esta fue una forma telúrica.

La cordillera tiembla y Ernesto, aunque su rostro no se vea por ninguna pared, sonríe.

El móvil ha sido Palestina, pero quienes hoy aquí están, saben engranar muy bien la causa con los dolores locales. Foto: del autor

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Hay discusiones en torno a lo de conmemorar. Las grandes figuras están en el centro de eso, normalmente más de objetos que de sujetos respecto a la forma de recuerdo; el Che, por ejemplo, más cuando se anda cerca de fechas como nacimiento o muerte.

Lo más atinado para que «llegue», para que siga «llegando», dicen algunos, es imprimir más pulóveres con su rostro, llaveros, almanaques, que su estampa se multiplique más rápido que el entendimiento de lo que significa.

En el centro de la cuestión, también como objeto, suele encontrarse, además de al Che, a la masa amorfa e indefinida que unos cuantos llaman jóvenes.

Desde sus calidades de «objetos», jóvenes y el Che pueden de pronto ser cualquier cosa mientras comparten oración.

«¡Hay que hacer que el Che llegue a los jóvenes! Hay que intentar que lo conozcan, que sepan que fue un hombre de carne y hueso, que se enamoró, que leía a Martí, que fue entregado, valiente, que sacrificó mucho».

De partida, es obvio que uno está de acuerdo, pero quizá hay un problema de planteamiento, o del orden de las enunciaciones, lo cual no resulta asunto menor.

El fin, en nuestro caso, nunca puede ser que «se conozca», aunque se trate de algo tan sublime como Ernesto, porque entonces entramos en el terreno de lo museístico, de las vitrinas, de la «cultura general integral».

Sí, conocer al Che, como conocer que vivó un músico que se llamó Beethoven y no era exactamente reggaetonero, o que el edificio más alto del mundo se llama Burj Khalifa y se levanta en Dubái, o que existe un lago inmenso en África que lleva por nombre Victoria, o que el pico Turquino está en la Sierra Maestra, o que Martin Luther King dijo cierto día que tenía un sueño.

Hace falta conocer esas cosas, pero no por el hecho de saberlas y ya, porque el conocimiento siempre será una vía para algo, no un fin en sí mismo.

No hablamos de una exquisitez metodológica, sino de la formulación de premisas como pueblo. Hay que sospechar de –o al menos no hacer mucho caso a– quienes pasan toda su vida investigando por la talla de calzoncillos que vestían los mártires o la cantidad de veces que sus nombres fueron repetidos en un libro.

Hay urgencias… Es una urgencia que la gente sienta por algo más allá que los muros de su casa y sus vínculos afectivos inmediatos. Es una urgencia que la gente se movilice por dentro y por fuera ante las injusticias. Es una urgencia que la gente tenga mecanismos para entender y para hacer. Es una urgencia que la gente tenga algo tan político como el derecho a soñar y mecanismos para, si no concretar, al menos fajarse por esos sueños.

Hay más urgencias. Que nadie pase hambre. Que el «nosotros» rebase al «yo», que lo eleve hasta la realización más plena sin que lo aplaste. Que no se hable más de los jóvenes como si fueran, fuéramos, estúpidos, a los que «hay que atender».

El Che –quien, por cierto, tenía 28 años en 1956– atraviesa, claro está, todas estas urgencias, pero como una vía de entendimiento, como un patrón moral de cara a ellas, que fueron las mismas que movieron su vida.

No hay que atender a los jóvenes. Hay que atender a la patria y punto. En ese camino se unirán, como si fueran lo mismo, los nuevos y los viejos rostros.

Fuente: Granma

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