Yasser Arafat hizo de Palestina una bandera universal

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A casi 21 años de su muerte, ocurrida el 11 de noviembre de 2004 y cuyo aniversario se cumplirá el próximo mes, Yasser Arafat sigue siendo una figura presente en la conciencia política del mundo, sobre todo ahora que Palestina vuelve al centro de la atención internacional. Ante la inminente posibilidad de un acuerdo de paz en Gaza, su nombre recobra fuerza como inspiración de resistencia y dignidad frente al poder sionista que ha intentado borrar a todo un pueblo durante más de siete décadas.

Desde sus primeros años de activismo, Arafat mostró preparación, método y un propósito definido. Ingeniero de formación, eligió dedicar su talento a construir una nación. Convertía la idea de independencia en un plan estratégico que combinaba organización, conciencia y voluntad. En medio del despojo y la dispersión, elevó la causa palestina a proyecto de identidad nacional. En los campamentos de refugiados entre tiendas improvisadas y sueños de retorno levantó una bandera que se convirtió en fortaleza de dignidad.

Su liderazgo creció desde la confianza y el respeto. Arafat tenía la virtud de escuchar antes de hablar y de actuar antes de prometer. Convirtió el dolor de su pueblo en organización y la desesperación en disciplina. Era un líder que no se imponía por el miedo, sino por la coherencia entre sus palabras y sus actos. Durante décadas, representó la esperanza de millones de palestinos dispersos en el exilio, quienes veían en él no solo a un dirigente, sino al guardián de una promesa: volver algún día a la tierra que les fue arrebatada.

Fue político, estratega y líder, pero también maestro de resistencia. Enseñó que la libertad no se mendiga ni se negocia desde la debilidad, sino que se conquista con sacrificio, unidad y fe en el derecho propio. Su lucha fue una forma de afirmación nacional, un modo de existir en medio de la negación sistemática. En cada discurso y cada decisión mantuvo despierta la conciencia de su pueblo, convencido de que la independencia comienza en el espíritu de quienes resisten y se alimenta del valor de quienes no se rinden.

En los años más duros del conflicto, Arafat demostró una resistencia que desafiaba toda comprensión humana. Sobrevivió a atentados, a asedios, a traiciones políticas y a campañas internacionales de desprestigio. Se convirtió en la imagen de un pueblo que se negaba a rendirse. Su capacidad para mantenerse en pie en medio del cerco lo transformó en una representación universal de persistencia, de una nación que entendía la libertad como el más alto de los derechos.

Con la firma de los Acuerdos de Oslo en 1993, Arafat intentó abrir una salida política al conflicto, consciente de que la resistencia también debía tener un rostro diplomático. Desde la recién creada Autoridad Nacional Palestina buscó construir instituciones, consolidar liderazgo y sentar las bases de un Estado soberano. Trató con líderes árabes y occidentales, enfrentó presiones y amenazas, pero nunca abandonó su propósito: la creación de un Estado palestino libre, reconocido y respetado por la comunidad internacional.

Aquel histórico apretón de manos en los jardines de la Casa Blanca, junto al primer ministro israelí Yitzhak Rabin y bajo la mirada del presidente Bill Clinton, fue para Arafat una apuesta de fe política. Muchos palestinos no lo comprendieron; otros lo consideraron una concesión peligrosa. Pero Arafat sabía que sin un intento de diálogo, la causa corría el riesgo de quedar atrapada en un ciclo interminable de sangre. Fue su manera de recordarle al mundo que el diálogo también puede ser un acto de resistencia.

En sus últimos años, el Comandante Yasser Arafat vivió cercado en su cuartel general de Ramala, aislado por el ejército israelí y convertido prácticamente en prisionero. Aun así, seguía comunicándose con su pueblo a través de mensajes, llamamientos y declaraciones. Su voz se mantenía serena mientras recordaba que la causa palestina no dependía de un solo hombre, sino de la voluntad de todo un pueblo. Su salud se deterioró en medio de rumores y sospechas hasta que fue trasladado a Francia, donde murió en circunstancias aún no esclarecidas.

Investigaciones posteriores confirmaron rastros de polonio radiactivo en su cuerpo, lo que evidenció que había sido víctima de un magnicidio cuidadosamente planificado para silenciar a quien representaba el alma de Palestina. Casi veintiún años después de su muerte, el nombre de Yasser Arafat, el también Premio Nobel de la Paz de 1994, sigue pesando en la historia de Medio Oriente.

Su legado se mantiene en la lucha que hoy continúa en Gaza, donde miles de palestinos celebran el alto al fuego y la posibilidad que ya no caigan más misiles tras años de tanta muerte, hambre y destrucción. A pesar del dolor, el pueblo palestino no se rinde. Cada tregua evoca la voz de Arafat, recordando que su causa fue, desde el principio, una batalla por el derecho a existir y a ser reconocidos como nación.

En 1974, cuando subió a la tribuna de las Naciones Unidas, Yasser Arafat estremeció al mundo con una frase que definió su legado: “Vengo con el fusil del combatiente de la libertad en una mano y la rama de olivo en la otra. No dejen que la rama de olivo caiga de mi mano”. Su discurso lo consagró como líder moral de un pueblo sin Estado y referente de la dignidad árabe.

Años después, en junio de 1980, el Comandante Arafat llegó a Managua para participar en el primer aniversario del triunfo de la Revolución Popular Sandinista. En su mensaje, comparó la lucha palestina con la gesta del pueblo nicaragüense, afirmando que “la revolución que ha estallado en Nicaragua es como un volcán que hace temblar a los regímenes fascistas, sionistas e imperialistas del mundo”. Desde entonces, su voz quedó unida a la de Sandino, a la de Rosario y a la de Daniel, como significado de soberanía, hermandad y justicia para los pueblos que resisten.

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