“Fetis Siablikov”, cuento soviético de Vasili Ilienkov

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Eran doce y estaban presos, bajo llave, en un frío granero koljosiano. Llegaba a sus oídos el crujir de la nieve bajo las pisadas del centinela.

-“Parece que está cayendo una fuerte nevada“, dijo Fetis, rompiendo el silencio que pesaba sobre todos.

Permanecían callados porque un pensamiento los torturaba. Por la mañana les habían preguntado:

-“¿Quién de vosotros es comunista?

Nadie respondió.

-“Ah, pensaba…“, dijo el oficial alemán, y con un gesto significativo descansó la mano sobre la funda de la pistola.

En la aldea habían quedado retenidos dos comunistas, Zabotkin, el presidente del koljos y Vasilitch, el secretario del Partido. El primero había sido asesinado por los alemanes, aquella mañana, en el centro de la plaza, en presencia de todos los koljosianos.

Zabotkin era un hombre de constitución muy fuerte, podía levantar un caballo. Se ponía debajo del abdomen del animal, contraía los músculos y lo suspendía en el aire sobre sus poderosos hombros.

El día antes, ayudando a levantar un camión que se había quedado atascado en el barro, Zabotkin torció un pie, lo que le impidió alcanzar el bosque con los guerrilleros camaradas.
Los alemanes lo capturaron y lo ataron de pies y manos a dos tanques, que pusieron en movimiento. Zabotkin apenas tuvo tiempo de gritar:

-“¡Adiós hermanos!

Todos grabaron para siempre en su mente la expresión de sus ojos grandes, negros, profundos y tan implacables que Fetis pensó:

-“Este hombre no perdonará ni después de muerto“.

Cada uno de los presentes tuvo la impresión de que Zabotkin lo miraba especialmente, tal como sucede, a veces, cuando miramos un cuadro, cuyo protagonista parece seguirnos con su mirada.

Fetis estaba convencido de que Zabotkin lo había mirado y le había dicho con un tono acusatorio:

-“¡Ah! ¡Fetis, Fetis!, si hubieses puesto la tabla bajo las ruedas del camión en vez de estar rascándote la cabeza, no me habría torcido el pie, no habría sido capturado por los alemanes y no habría sufrido este horrible tormento…

Y, al recordarlo, Fetis murmuró:

-“La tabla…debí haber colocado la tabla…

Varios de los once camaradas lo miraban con sorpresa. Vasilitch cambió las muletas de lugar y levantó la cabeza.

Al notar la mirada del secretario del Partido, Fetis pensó:

-“Este también tiene motivos para odiarme“.

Y de hecho, Vasilitch lo miraba con desconfianza, con el ceño fruncido. Fetis bajó los ojos pensando:

-“Este paralítico es un brujo…Da la impresión de ser sólo un saco de huesos, pero cuando clava los ojos en una persona parece que la atraviesa. No hay quien la resista“.

Hacia dos años que Vasilitch había perdido el movimiento en las dos extremidades inferiores. Fue en primavera. Llevaban un carro con sacos de semillas por caminos llenos de barro, el agua se precipitaba por la pista. El hielo se partió bajo el peso del carro y los sacos llenos se semillas de un trigo especial cayeron dentro del agua. Vasilitch fue el primero en sumergirse en el agua helada para salvar la preciosa carga. Los demás siguieron su ejemplo, salvo Fetis, que permaneció tranquilamente en la orilla, indiferente a lo que estaba sucediendo.

Desde ese día, Vasilitch comenzó a andar en muletas. Pero en sus ojos surgió una fuerza irresistible que hacía que Fetis no fuese capaz de mirarle a la cara, dominado por la vergüenza y por el miedo.

Vasilitch permanecía sentado, inmerso en sus pensamientos. Estaba convencido de que los alemanes lo matarían y, por eso, ahora, creía que lo más importante era hacer un balance de todo lo bueno que había aprendido en su vida como miembro del Partido Comunista. ¿Cómo se despedirían de él, en su fuero interno, aquellos once hombres? ¿Había allí alguien capaz de denunciarlo a los alemanes?

Vasilitch se puso a examinar mentalmente a cada una de las personas que estaban en el granero. Durante quince años había tenido la posibilidad de estudiarlas bien a todas ellas y veía, como en una película, lo que cada cual escondía dentro del alma, igual que piedras en el fondo de un lago cristalino.

El viejo Danila, bajito y flaco, tiritaba de frío mientras se frotaba los pies descalzos. Los alemanes le habían tirado las botas de fieltro. El viejo tenía las piernas muy finas, peludas y llenas de venas azuladas…Tomicha, su hijo, estaba en el frente, comandando un ejército. ¡Los alemanes no arrancarían ni una sola palabra de ese hombre que tenía un hijo defendiendo la patria!

Maxim Savelievitch, ingeniero agrónomo y jefe de una brigada koljosiana, preferiría morir, soportaría todo tipo de torturas antes de denunciarlo. Una vez, cuando Vasilitch sugirió su ingreso en el Partido, respondió:

-“No me siento digno de ese honor. ¿Qué espíritu debe tener un comunista? Un espíritu que retrate toda la grandeza humana. Por eso, es mejor que siga cuidando de las cosechas...”.

Se puso muy alegre cuando se enteró de que había bolcheviques sin partido.

-“Yo soy uno de ellos“, exclamó.

Al lado de Vasilitch estaba Ivan Turlitchkin, un hombre sin importancia, pero como era compadre de Maxim Savelievievitch, haría todo cuanto este hiciese y lo seguiría hasta el patíbulo si fuese preciso.

Vasilitch estuvo examinando uno por uno a los diez hombres y en ninguno de ellos vió un mínimo signo de traición que los alemanes deseaban encontrar. Por último, faltaba Fetis Siablikob…

Fetis era un hombre intratable, siempre malhumorado con todo y con todos. Criticaba injustamente los trabajos realizados en el Koljós, murmurando por lo bajo:

-“Toca exprimir nuestro bolsillos…

Cuando Vasilitch, arrastrando las piernas, iba a visitarlo, Fetis salía rosmando a su encuentro:

-“¿Qué? ¿Ya vienes a perdir dinero para la construcción de otro avión? O quién sabe, igual quieres una colecta para ayudar a los negros“.

Vasilitch acostumbraba recitar esta frase en sus discursos:

-“Así vivimos nosotros…Veamos ahora como viven los negros…“.

Y Fetis no perdía ocasión de responderle:

-“No nos deben envidiar mucho…“. Y luego se marchaba.

En esas ocasiones, Vasilitch iba a buscarlo a casa y le hacía una larga exposición sobre el Estado Soviético y el deber de los ciudadanos. Fetis acababa por suscribir el préstamo o daba una contribución para cualquier cosa. Sacaba, con mucho cuidado, la cartera llena de notas, humedecía los dedos con saliba y se ponía a contar lentamente el dinero.

-“Fetis, eres duro como un nudo de álamo…“, le había dicho Vasilitch perdiendo la paciencia.

Esos nudos son tan fuertes y resistentes, tienen las fibras entrelazadas y unidas de tal forma que ni la sierra ni el machete consiguen afectarles.

-“A pesar de los años transcurridos, aún no he logrado pulir esta piedra…“, pensó Vasilitch con amargura, contemplando el rostro de Fetis.

Mientras tanto, Fetis, con el gorro de piel enterrado hasta las cejas, se acercaba a cada uno de los compañeros y les susurraba cualquier cosa a los oídos. En ese momento cuchicheaba algo con Maxim Savelievitch. Este negaba conla cabeza y lo apartaba con las manos.

-“¡Apártate, quítate esas locuras de tu cabeza!“, le gritó.

Esto lo escucharon todos.

-“Está tratando de convencerlo de que me acuse“, pensó Vasilitch, y, preparándose para todo, se dijo a si mismo: “Bien Vasilitch, trata ahora de responder por todo lo que hiciste en la aldea durante estos quince años“.

Volvió a recorrer los ojos de todos los presentes, y, de repente, recordó como aquella gente era completamente diferente antes de llegar él a la aldea. Hacía quince años que Maxim Savelievich le había dado con un palo al viejo Danila por haber cogido una manzana de su granja que el viento había tirado. Al año siguiente, el viejo Danila degolló una gallina de Maxim que había saltado a su patio trasero.

Pasaron algunos años y aquellos hombres construyeron juntos una fuente abovedada y censuraban a los que no daban agua, a ciertas horas, al caballo del koljós. Hoy, todos formaban una única familia, tranquila y unida. Vasilitch se alegró al pensar que todo aquello era obra suya, fruto de su espíritu. Que había plantado todo eso en sus consciencias con el sacrificio de su salud. ¡Había cumplido con creces su deber de comunista!. Apoyándose en las muletas, Vasilitch se aproximó a una ventana con el fin de lanzar un último vistazo a aquel mundo tan amado.

Fetis, que estaba sentado junto a la puerta, se encogió más, intentando esconderse en la sombra. Desde allí observaba al secretario del Partido.

Su rostro reflejaba el mismo aire de sorpresa que cuando vió a Vasilitch lanzarse a las aguas heladas, mientras él permanecía fuera, sin comprender como puede un hombre arriesgar la vida entre bloques de hielo para salvar algunos sacos de trigo que, a fin de cuentas, no eran sólo de él…

Vasilitch miraba a través de la ventana y en su rostro brillaba una luz interior. Sonreía como sólo sabe sonreír un padre contemplando la cuna de un hijo. Cuando Vasilitch se apartó, Fetis sintió un ardiente deseo de saber qué había visto el secretario a través de aquella pequeña ventana. Miró a través de la estrecha abertura y se quedó pasmado.

Sobre el tejado de su casa cubierta de nieve se levantaban las ramas de un álamo. En aquel instante, la copa del álamo, inclinada por el peso de la nieve, y la chimenea, estaban iluminadas por una luz rosa y dorada. Eran los últimos resplandores de la puesta de sol. Fetis veía diariamente este cuadro. Todo estaba inmutable e inamovible como siempre, pero todo se presentaba ahora envuelto en una atmósfera nueva y desconocida. La nieve del tejado brillaba bañada de mil colores.

De pronto clareaba y el tejado se veía envuelto en llamas anaranjadas. Otras veces oscurecía, bañando el paisaje en tonos violáceos. Las marcas dejadas por los cuervos parecían más negras en contraste con el armiño del tejado, simulando los bordados de un paño.

Las grandes ramas del álamo, inclinadas, pendían como rizos dorados, sugiriendo la figura de un galán vestido con una capa de pelo blanco. En los días de fiesta, su hija Tania iba así vestida por las calles. Todos los niños de la aldea la cortejaban, suspirando e imaginando quién merecía las atenciones de la hija de Fetis…Tania ya no estaba allí, en la aldea, y para Fetis no había nada más que ella en el mundo. Los alemanes la habían llevado y nadie sabía a dónde…

Sólo ahora, mirando a través de aquella ventana, Fetis había comprendido que poseía todo cuanto un hombre necesitaba para ser feliz. Y continuaba mirando, mirando sin poder alejarse de la puerta, jadeando como si hubiese levantado un gran peso.

De repente sintió que alguien tenía los ojos clavados en su nuca. Se giró rápidamente y encontró los ojos de Vasilitch, grandes y negros como los de Zabotkin en el último instante de su vida.

Pero en los ojos de Vasilitch había algo más, algo más penetrante y frío que lo hacía estremecerse y volver, desconcertado, los ojos a la ventana.

Allí estaba la calle por la que había andado todo su vida, sin perder la belleza.

A lo lejos brillaba el hielo que cubría el estanque. Estaba desierto, ya no se escuchaban las sonoras risas de los niños ni el alegre tintineo de los patines sobre el hielo.

La escuela estaba oscura, convertida en una prisión por los alemanes. Los soldados cortaban los árboles plantados alrededor del estanque, como si no fuera bastante con la leña que cogían del bosque… En lo alto de la colina se levantaba el molino de viento con sus brazos rotos e impotentes. La luz clara y brillante que iluminaba las casas y los corrales ya no existía. El alegre traqueteo de la cosechadora sobre la hierba enmudeció. Lejos, en el campo, la segadora ennegrecía como un barco aprisionado por el hielo…

Fetis recordó cuánto trabajo le había costado levantar y construir todo aquello, como se quejaban los aldeanos, y él en primer lugar, no porque discrepase, sino simplemente porque así era su carácter, arisco.

Le gustaba criticar y discutir, aunque todos supiesen que él no se quedaba a la cola de los demás. Como los otros, cavó el estanque, plantó árboles y construyó la fuente abovedada. Nunca sintió más apego al mundo, creado por él mismo, como en aquellos amargos momentos de cautiverio. Sintió una amargura aún mayor al ver en los ojos de Vasilitch los reflejos de la sospecha…

-“¡En nuestra aldea son todos comunistas, así es como se debe responder a los alemanes!“.

Pero cuando Fetis dijo esto a Maxim Savelievitch, este rehusó rapidamente la propuesta diciéndole que los alemanes los exterminarían a todos. Era necesario que se pensase y se procediese de tal forma que todos quedasen con vida, que no hubiese necesidad de entregar a Vasilitch, que no se tuviese que renegar del comunismo y que se mantuviese bien alta la dignidad ante los alemanes. ¿Quién sabe si no sería conveniente afirmar que no había comunistas en la aldea?…

El viejo Danila dijo que, de cualquier manera, él iba a morir en breve, y que por eso estaba dispuesto a declararse comunista y soportar los sufrimientos destinados a Vasilitch. Pero esto también fue rechazado porque era ridículo presentar como comunista al viejo Danila que apenas se mantenía en pie.

Fetis, preso de aquella ventana, contemplaba como moría aquel día de invierno, absorviendo a pleno pulmón la inaccesible y a la vez tan deseada vida. En aquel momento, la aceptaba totalmente, con todos sus sinsabores y todas sus dulzuras, con sus preocupaciones por los asuntos del Estado y por los negros que vivían tan lejos, con su infatigable trabajo en el campo y con sus ruidosas asambleas vespertinas, con los dolores en las articulaciones y la alegre embriaguez de las fiestas estivales. Todo era tan bueno en aquel mundo perdido…

La nieve continuaba crujiendo bajo las botas del centinela alemán, mientras que Fetis permanecía sin poder apartarse de la ventana, pensando:

-“¡Ay, si lo hubiese visto antes…! ¡Cómo soy tan estúpido!“.

Después se acercó a Vasilitch y tocándole con las manos, no habituadas a la caricia, le dijo:

-“Seguramente tengas frío…Pero no es nada…No te preocupes…Toma“, y le entregó los gruesos guantes.

Se escuchó el ruido de la cerradura. Un alemán abrió la puerta y comenzó a gritar, haciendo gestos para que todos saliesen.

Los colocaron en fila delante de la escuela y todos vieron la parte nueva del edificio, reconociendo la viga que su hacha había cortado.

Un oficial bajó por unas escaleras a la terraza. Era un hombre de edad madura con unos ojos negros y fríos y con una sonrisa despectiva en la comisura de los labios.

-“¡Comunistas, un paso al frente!”, dijo encendiendo un cigarro.

Los doce hombres continuaron en su sitio, callados, sin moverse.

Fetis, después de buscar con los ojos el álamo de su casa, clavó la mirada en el oscuro tronco que, de lejos, parecía un nido de cuervos.

-“¡Soy un nudo!…¿Y qué tiene eso de malo? El nudo del álamo es más fuerte que la madera de roble…“, pensó Fetis rápidamente moviendo los labios.

En aquel preciso momento escuchó de nuevo la impaciente orden:

-“¡Comunistas, un paso al frente!

Fetis dio un paso al frente y clavando sus ojos en los del alemán, gritó:

-“¡Yo soy comunista!“.

El oficial sacó un cuaderno de notas:

-“¿Tu nombre?

Fetis abrió la boca, aspiró el aire helado y exclamó con la voz ronca:

-“Soy Fetis Siablikov“.

Los soldados lo rodearon y lo condujeron hasta la pared de la escuela. Fetis se puso de perfil con la cabeza bien levantada. Parecía más alto, más fuerte, más esbelto. Sin moverse, miraba el álamo donde estaba el nudo que parecía un nido de cuervos.

Sus once camaradas lo miraban con íntima satisfacción y sorpresa.

Maxim Savelievich murmuró en voz baja:

-“¡Es digno!”.

 

 

Traducido por “Cultura Proletaria” de la revista “Fundamentos”, nº13, Marzo de 1950.

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