La guerra contra Venezuela ya comenzó

Si una cosa ha dejado clara el público estrangulamiento de Venezuela es que los poderosos echaron a un lado las trampas amables y las sutilezas del coloquio

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Enrique Milanés León.— A veces, hasta una careta importada queda grande y cae.El presunto Ejecutivo de Juan Guaidó ha ofrecido a Washington nada menos que el 50 por ciento de la industria petrolera nacional; esto es, pretende regalar la mitad del mayor tesoro del país sin aun gobernarlo. En el retablo del imperio tal descaro encaja con el desparpajo del amargadísimo John Bolton, el asesor de Seguridad Nacional estadounidense lactado con jalea de limón —añejo especial—, quien gruñó en reciente entrevista: «…hará una gran diferencia si podemos tener empresas petroleras invirtiendo de verdad y produciendo las capacidades petroleras en Venezuela».

Como Guaidó, Bolton ha vendido la piel del oso antes de cazarlo, pues reveló sin mucha diplomacia —para algo es un político yanqui, ¿no?— que ya están al habla con compañías estadounidenses para producir el hidrocarburo en Venezuela.

No es solo en el pretendido muro «de México». Vivimos en un mundo desquiciado en que los agresores, además de tajar, pasan al agredido una factura. Washington ha dejado claro —y Guaidó es el primero en saberlo— que la destrucción y la muerte que traiga a Venezuela no serán gratuitas. ¿Cuánto está dispuesto a cobrar Estados Unidos por la caza de un hombre? En diciembre de 1989, cuando invadió Panamá, la captura de Manuel Noriega —un hombre que no reunía los valores ni el arraigo de Maduro— costó más de 3000 muertos panameños.

Entre muchas otras, si una cosa ha dejado clara el público estrangulamiento de Venezuela es que los poderosos echaron a un lado las trampas amables y las sutilezas del coloquio. La doctrina Monroe, esa momia política vuelta a la escena como un zombi, es francamente incompatible con las buenas maneras: quien no sepa para quién es (Latino) América, tendrá que enterarse a cañonazos.

A tal punto parecen cotizar las formas bruscas de un poder desesperado, que a principios del año pasado, preocupado por la «excesiva» influencia de China y Rusia en la región, el entonces secretario de Estado Rex Tillerson aceptaba que reconocería un golpe militar a Maduro.

El ya defenestrado jefe diplomático sostenía entonces que «América Latina no necesita nuevas potencias imperiales» y que más bien debía ponerse en guardia contra poderes lejanos ajenos a «los valores fundamentales de la región», que serían… ya ustedes saben cuáles.

A «T. Rex» no se le podía pagar derecho de autor por la idea: antes que él, otro ilustre dinosaurio, el mismísimo presidente, había preguntado en una reunión por qué simplemente no invadían Venezuela para sacar a Maduro. Si al principio el asombro de sus consejeros dio la vuelta al mundo, Donald Trump resolvió el problema: cambió a los consejeros —Tillerson incluido—, así que desde entonces se habla del golpe y nadie se asombra.

Millones de víctimas después, tras cartografiar con misiles un mapamundi de cicatrices, Estados Unidos sabe que no es el «macho alfa» de la política de antaño. Si, por separado, el recuperado poderío militar ruso y el insolente brío de la economía y el comercio chinos son fuentes de insomnio para el decadente régimen casablanquino, la conjunción mundial de esas dos potencias de Eurasia es conocida como «la pesadilla de Brzezinski», el exconsejero de seguridad nacional de James Carter que tantos autores citan cuando escriben sobre los planes de producción del Infierno.

A estas alturas nadie duda que, en pasajes oscuros como el petróleo, tal «mala noche» contempla escenas en las que una fila de barcos inmensos se llevan a otro horizonte las riquezas que Tío Sam quiere en sus arcas.

En las bases de la Revolución está la concertación cívico-militar en defensa de la soberanía y la independencia.

En concreto, el exconsejero  Zbigniew Brzezinski exaconsejaba hace apenas dos años, casi en su lecho de muerte, que el escenario más tenebroso para Estados Unidos sería «…una gran coalición de China y Rusia, unida no por ideología, sino por agravios complementarios». La némesis parece haber llegado al Despacho Oval, porque, con matices propios, Moscú y Beijing, que antaño vivieron más de un recelo, parecen acercarse cada vez más para cumplir sus objetivos particulares con una gran ventaja sobre Washington: sin guerras.

Venezuela tiene mucho peso en la geopolítica actual porque es un cofre rebosado en una región estratégica, así que el zarpazo estadounidense —usando desechables figurantes locales— se ahorra los disimulos.

El intento de vuelco actual al Gobierno bolivariano viene de lejos. Cuando en febrero del año pasado la oposición venezolana rehusó a última hora firmar con Miraflores un acuerdo ya listo para adelantar las elecciones presidenciales y fijar un programa regular de encuentros, obedecía órdenes de Washington, que le indicó el boicot a las urnas porque temía que en un escenario electoral con respaldo de todas las fuerzas políticas el previsible triunfo de Maduro extinguiera los mismos pretextos de impugnación que, a la postre, han usado para llegar a este golpe.

La que hiere a Venezuela es además una agresión a otros pueblos. Estados Unidos, que desarmaría pieza a pieza iniciativas como PetroCaribe —¿quién ha visto pobres con petróleo?, dirá en su lógica—, no acepta que otros disfruten, bajo esquemas solidarios, los recursos que él pretende conquistar a la fuerza, solo para sí. La caída de la Revolución Bolivariana sería un mazazo a mecanismos de integración tejidos en muchos años de concertado esfuerzo político regional.

En suma, Washington agrede un proceso que se atreve a recuperar las riquezas nacionales, a compartirlas al margen de la práctica imperial y hasta a comerciarlas con terceros en franco desconocimiento del dios dólar, de ahí que la Casa Blanca corte y robe flujos financieros, sabotee vínculos económicos, desestabilice el mercado y las finanzas internas, siembre la angustia y, sobre todo, ataque con saña feroz la lealtad de un ejército que ha resistido, junto a Maduro, más de lo que pronosticaban los adivinos.

Tanto como la gente, que vive y lucha en la calle, los símbolos no cesan de hablar en Venezuela: en uno de sus actos, Juan Guaidó, el «presidente embarcado», estuvo arropado por disímiles banderas: todas europeas, ni una latinoamericana. Un golpe como este, que causó repentina pandemia de amnesia a las democracias occidentales, lleva su escenografía.

Guaidó y Europa sirven la cena que otro pretende comer. Porque Donald Trump pudiera estar a la búsqueda de su guerra personal, esa especie de «cretino manifiesto», de meta de cada presidente estadounidense que cree que un gran sheriff debe matar, de boleto de entrada —¿creerá él, de veras, que a menor costo que en las infinitas contiendas en Oriente Medio?— a los libros de la infamia de la Historia.

La ya célebre nota —«5000 tropas a Colombia»— que en una rueda de prensa John Bolton insinuó a los reporteros, como si fuera la muchacha coqueta que tienta la mirada de su enamorado, fue un farol, sí, pero uno peligroso, que compone la guerra antes de la guerra; esto es, la que siembra el miedo y la zozobra. En respuesta criollísima, Diosdado Cabello mostró «sin querer», en su programa Con el mazo dando, una tarjeta elocuente: «2 000 000 en milicia, listos».

Los alarmismos no ayudan a los pueblos, pero quienes se preguntan si habrá invasión a Venezuela deben entenderlo: la guerra con los yanquis comenzó hace mucho. Por suerte, para enfrentarla, las bases de la Revolución están, como dicen aquí, «mosca» —vigilantes— al amparo de una frase que, hace 208 años, Simón Bolívar, el más formidable adversario de la dominación, pronunció para hoy: «Vacilar es perdernos».

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