Milson Salgado.— ¡Qué patético es vivir con la cruz de tener sin merecer, y que tu oficio depende de si te unes con el Pen Club donde podes gozar de las exuberancias del Waldorf Astoria y de premios prestigiosos o al club de los ninguneados que tienen presupuestos de Mujik rusos o de guajiros cubanos, y premios periféricos!
Cuando anunciaron en la Academia Sueca que había sido designado como ganador del Premio en 2010, su primera reacción fue la de una persona ensimismada en sus ensoñaciones, sin atisbar la metida de patas: “Ojalá que este premio sea por defender la Libertad.” Claro que fue otorgado por defender la libertad, la estadounidense, esa libertad que en New York es solo una estatua.
Este fue el premio por defender la invasión de EEUU a Irak. Este premio fue por defender la Civilización occidental contra la barbarie de los pueblos indígenas, cuyos estilos de vida defienden los ciencistas sociales de hoy, como única alternativa de sobrevivencia del planeta contra el extractivismo, el desarrollo industrial y el Armagedón del calentamiento global.
Este es el premio para defender la monarquía de capirote y de papel crepé, por edulcorar un mundo anquilosado en un pasado de opresión, de miseria, de peste bubónica, y de hombres no tan francos y falangistas.
Recuerdo cuando en una comparecencia sosa, este miserable de las letras criticaba a Jean Paul Sartre, aludiendo a él cuando ya muerto no se podía defender, y enfatizó que en vida Sartre dijo “estupideces monumentales”, y que pueden existir “formas extremas de ficción maligna”, sentencias propias de autores apócrifos atados a los hilos bobalicones del maniqueísmo elemental de estos macerados obispos de la cultura.
Pero lo que hay de “monumental” entre ellos es la grandeza de Jean Paul Sartre y la nulidad de este pigmeo del alma. El filósofo Sartre figurará casi todo el siglo XX como maestro de generaciones, y como el intelectual activo en la efervescencia misma del pensamiento y del debate en la Francia de post guerra. Y el que tuvo la bizarra osadía, no como el paroxismo de una vedet que recibe la noticia de un premio que ha hipotecado su ética, y tampoco como los atisbos o tentativas espurias de Bob Dylan, de rechazar el Premio Nobel de la Literatura. ¿Quién es éste que vende su alma para obtener con suma obsesión un premio que catapulta una obra [ultimamente] famélica, pálida, anémica con mala asimilación de los narradores del género realista francés?
Su obra “La Guerra del Fin del Mundo” es un plagio de Euclides Da Cuhna [y de Jorge Amado]. “La Fiesta del Chivo” es un ‘remake’ de “La Muerte de Artemio Cruz” de Carlos Fuentes.
Ahora nos sale con la cantaleta de que no hubo tal genocidio en América por la Colonización Española. ¿Tenemos que escuchar absortos las necedades de un tipejo que está ganando ya los extras por sus majaderías? Sería un exabrupto responderle, y hablarle de cifras y convencer a un convencido cuyo furor de defensa de sus ideas descansa en sus bolsillos, en su clásica ‘americana british’ y en sus sueños de ser un personaje de los amores de García Márquez.
Como un Humphrey Bogart desvaído, que rehúye del cockney provinciano para mantenerse Sir, con esa aristocracia melancólica de lo que quedó del desvalijado Potosí, y que a puros empujones de viejito viril pretende encender el cólera morbo del romanticismo del Siglo XIX, con iglesias y catacumbas cuando las arrugas cuelgan como alas de falenas desquiciadas de rostros, y cuando ya no se le para ni el alma.
Lo ideal es saber que las secuelas de la conquista española siguen en los procesos de deconstrucción de los mecanismos de poder colonial, de instituciones y cultura con dispositivos lingüísticos de exclusión y miseria.
Lo ideal es desenmascar a estos bocazas, y decirles con brújulas y GPS precisos de qué lugar provienen la exacerbada noción de sus rebuznos.
CALPU