‘Muerte a la inteligencia’ (por qué los fascistas son gilipollas)

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Juan Manuel Olarieta.— En sus aspectos fundamentales, la anécdota histórica es conocida. En los inicios del golpe de Estado de 1936, los fascistas convocaron un acto en la Universidad de Salamanca que acabó en una trifulca, típicamente hispánica, en la que algún fascista gritó “¡Muerte a la inteligencia!”, lo cual se ha atribuido al general Millán Astray.

En una Universidad centenaria, como la de Salamanca, o en cualquier otra, incluidas las posmodernas del tipo “Rey Juan Carlos”, tales invocaciones no pueden ser más significativas. A los fascistas no les gusta la cultura, el conocimiento, la ciencia o el arte. La inteligencia les desnuda siempre.

Por experiencia propia, casi todos conocemos que donde hay un ignorante hay alguien que porta todos los estigmas propios del fascismo, todos sus “daños colaterales” como el racismo o el machismo, especialmente en España, donde históricamente se ha adherido a lo típicamente español, que es el cuartel, ese estilo militar zafio y burdo que se observa en los monárquicos, los taurinos o los cazadores.

“No somos fachas, somos españoles”, fue el grito más coreado en la manifestación del 8 de octubre de 2017 en Barcelona y el asunto tiene enjundia, sobre todo en la actualidad, después de que hayan inventado eso del “auge de la ultraderecha”. Vamos a ver: en este país, ¿cuándo no ha existido tal auge? La respuesta es: en la transición, cuando necesitaron disimular que eran algo diferente de lo que son. Ahora se han quitado la careta; todo vuelve a su “ser”. Los fascistas ya no encuentran sus pilares en la Constitución de 1978, que pretenden reformar, sino en el golpe de Estado del 18 de julio, que es donde siempre han estado.

En España se confunde “lo español” con lo fascista porque desde 1936 así se impuso a sangre y fuego. Por ejemplo, se confunde la bandera fascista con la bandera nacional (española) porque se cree que España es una nación y no un Estado.

A partir de ahí, una confusión impuesta sobre cientos de miles de cadáveres se contagia como la peste, es decir, que no es sólo algo propio de la reacción sino también de todos esos que se consideran a sí mismos como “de izquierdas”, como Cayo Lara o Paco Frutos, por poner dos ejemplos.

Es uno de los principales malentendidos ideológicos que prevalece porque “la ideología dominante es la de la clase dominante” o, en otras palabras, aquí el fascismo, que era una ideología muy minoritaria en 1936, se ha propagado gracias al terrorismo de Estado, que aún no ha acabado. En España el fascismo no es la ideología de tal o cual partido, sino la de un Estado que, en cuanto engranaje de dominación de una clase social, se ha diseminado entre amplias capas de la sociedad.

Es evidente, por ejemplo, que cuando en las nacionalidades oprimidas se cuidan mucho de matizar diciendo “Estado español” en lugar de España, es por influencia del fascismo, o sea, que a los independentistas también les han hecho creer en uno de los pilares del 18 de julio: que España es una nación. A partir de ahí los símbolos del Estado, como la bandera, se identifican con los de la nación, lo mismo que el ejército o la iglesia. De ahí que en Galicia, Euskadi o Catalunya algunos califiquen como “española” a la bandera fascista.

Sin embargo, las historias que cuentan los fascistas no son nacionales y, por lo tanto, no son españolas, porque no sólo dejan fuera a ilustres personajes que “han hecho historia” (historia de verdad), como Ferrer y Guardia, por poner un ejemplo, sino que los siguen tratando de terroristas. A partir de aquí, es normal esa afición tan extendida por el terrorismo. Es normal que frente a un fascismo atosigante, a muchos se les escape el enaltecimiento a la más minima oportunidad que tienen de soltarse la lengua en las redes sociales.

La frase es una muleta bien conocida: “Tú no sabes en qué país vives”. Habría que añadir que ni siquiera sabemos quiénes somos porque los fascistas se han preocupado de que así sea. Han propagado como la peste su propia ignorancia. Ni siquiera ellos saben quiénes son realmente, como gritaron bien claro en Barcelona. No saben que son fascistas y se creen simplemente españoles, lo mismo que ante el espejo las personas anoréxicas y bulímicas se ven gordas. Pues bien, de igual manera que a un anoréxico no le puedes dejar que haga su propio diagnóstico, lo mismo ocurre con un fascista.

En la medida en que es dominante y dilatado en el tiempo, el fascismo está muy extendido en la sociedad española y, como enemigo de la inteligencia, no razona por dos motivos: primero porque no lo necesita y segundo porque no sabe.

Los fascistas se hicieron con las riendas en 1939 gracias a una guerra y a la represión posterior, y eso es todo lo que saben hacer, eso es lo que les ha funcionado siempre, durante 80 años. ¿No ven a los del “procès” en el banquillo de los acusados?

Nadie ha enseñado nunca a los fascistas a proceder de otra manera diferente de lo que han hecho siempre, y esa experiencia es la que transmiten a los demás. Lo mismo que un cuartel, un Estado fascista, como el español, no puede funcionar si la infantería se pone a discutir las órdenes que han recibido del capitán (y el capital).

El estilo cuartelero y corrupto del fascismo español se ha propagado, pues, a instituciones como las escuelas y las universidades con la mayor naturalidad. Pensar es criticar y en este país todos los términos asociados al pensamiento, como “discusión”, por ejemplo, tienen una connotación peyorativa. No sabemos criticar porque nadie nos ha enseñado a discutir. Todo lo contrario. Nos han enseñado a obedecer.

“¡Niño no discutas!”, se oye a cada paso. Desde pequeños hemos aprendido a callar, sobre todo ante nuestros “mayores”, ante una autoridad cualquiera, a pesar de que sólo podemos aprender si discutimos y criticamos. El fascismo no podría durar ni un minuto más si fuéramos capaces de adquirir el hábito de aprender, de razonar, de discutir, de criticar y, por lo tanto, de rebelarnos.

Ahora bien, si los fascistas están equivocados por completo, incluso sobre sí mismos, “la izquierda” también tiene sus buenas dosis gregarias. Ayer alguien me dijo que iba a votar -a pesar de los pesares- porque le tenía miedo a “la derecha” y le respondí diciendo que yo no iba a votar porque a quien le tengo miedo es a “la izquierda”. Incluso en el lenguaje, tan corrompido como Gürtel, te obligan a hablar de esa manera absurda.

A cada paso “la izquierda” nos demuestra que sus orígenes también están en el 18 de julio. Lo escuchamos a diario. Recientemente Errejón, prototipo de la estupidez de esa “izquierda”, dejó bien claro que para combatir el auge de la ultraderecha (pongan las comillas), la izquierda (más comillas) debía enarbolar la bandera nacional (comillas), o sea, que debíamos convertir a la bandera fascista en algo que no es, una bandera por encima de todos, de unos y otros…

Que el fascismo mete miedo no es algo reciente; pero que se siga manteniendo gracias al miedo, es ya una definición del verdadero Estado que padecemos, por la que la pregunta es inevitable: si el voto es -por definición- libre, ¿cómo es posible que en pleno siglo XXI se siga hablando del “voto del miedo”? Algo no cuadra aquí y esos que son “de izquierdas” tampoco lo quieren explicar porque se van a meter todas las papeletas miedosas en el zurrón.

Seamos claros: quien está jugando con el fantasma de la ultraderecha -y por lo tanto con el miedo- es precisamente “la izquierda”, lo cual es ilustrativo de que ellos no son la alternativa al fascismo sino más de lo mismo: el fascismo de rostro humano. Sacudirse de encima al fascismo no es, pues, cosa de urnas sino de la lucha antifascista organizada.

Fuente: MPR

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