
El momento era muy delicado, pues las tropas zairenses y el FNLA amenazaban la ciudad de Caxito y tenían grandes posibilidades de tomar el acueducto que abastece a Luanda.
Estamos formando un equipo para ir a Angola, pero no te sientas comprometido, estás casado, tienes un hijo chiquito, y esto es voluntario? y peligroso, fue la aclaración que me hicieron cuando me preguntaron si estaba dispuesto a ir a ese país africano a romper el bloqueo informativo de las noticias sobre las acciones victoriosas de las Fuerzas Armadas para la Liberación de Angola (Fapla).
Horas después estaba redactando una carta póstuma a mi hijo, caso de que ocurriera lo peor, ya que además de romper el bloqueo informativo, la situación era tan grave que existían grandes posibilidades de tener que incorporarnos a los asesores cubanos que actuaban en el teatro de operaciones.
Pocos días después estábamos reunidos en la sede de la Organización de Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y América Latina (Ospaaal) con los comandantes Antonio Pérez Herrero y Osmany Cienfuegos y el capitán Jorge Enrique Mendoza, director del periódico Granma, quienes explicaron el trabajo en detalle.
El equipo era heterogéneo y lo formaban Miguel Fernández Roa, Hugo Rius, José Casañas, Eloy Concepción y un grupo de camarógrafos y fotógrafos. También iba Pepín Ortiz, subdirector de Granma.
El primer grupo en pisar tierra angoleña fue el nuestro, que salió por avión, en un recorrido que incluyó Frankfurt, Lisboa, París, Chad y República Centroafricana.
Otra de las escalas fue la ciudad portuguesa de O Porto, donde trataron de arrestarnos debido a las secuelas del llamado Verano Caliente de 1975 contra el coronel Otelo Saraiva de Carvalho, el líder de la Revolución de los Claveles en Portugal.
Escándalo mayúsculo mediante, la confusión reinante y el hecho de que viajáramos con pasaportes diplomáticos, resolvieron el tema a nuestro favor y pudimos continuar viaje.
Aquel safari culminó en la República Popular del Congo (Brazzaville), desde donde, con la autorización del entonces presidente comandante Marien Ngouabi, se embarcaba por vía aérea logística indispensable, una tarea de la cual estaba encargado un capitán de paracaidistas, Emmanuel Alenga.
A Luanda llegamos en un Fokker angoleño que era un polvorín volante: se le habían quitado los asientos para poder transportar las cajas de proyectiles sobre las cuales nos sentamos: desde entonces, cada vez que escucho las instrucciones de seguridad en los aviones no puedo menos que sonreír.
La capital de Angola era bella, pequeña, y estaba convertida en un cementerio de automóviles abandonados por los colonialistas portugueses, algunos de los cuales habían sido lanzados contra postes del alumbrado público.
Fuimos a vivir a un apartamento lejos del centro de la ciudad. Después nos alojamos en el hotel Tívoli, en la entonces avenida Luiz de Camoes, con los corresponsales extranjeros, cuya fuente principal de información era el comandante Xuxu, portavoz oficial del Gobierno del presidente Agostinho Neto.
El cambio de residencia implicó gastos enormes y la solución fue cambiar los fondos que llevábamos por escudos angolanos en el mercado negro de divisas, tarea que me encomendó Miguel Fernández Roa, jefe del grupo, y que consistía en negociar con un sujeto misterioso al que llamaba ‘Senhor’ (así en portugués) y en el que nunca confié.
Cada cambio era rodeado de precauciones extremas, la principal aparecerme sin aviso previo en el hotel donde tenía montado su negocio y nunca esperar más de 10 minutos, caso de que a ‘Senhor’ se le ocurriera darme la mala.
Todo esto a pie, porque no teníamos vehículo, y en Luanda no existía siquiera un asomo de orden, prevalecían ‘os gatunos’ (ladrones) y había infiltrados de la Unita, cuyos desmanes caníbales Hugo Rius había descubierto en una de sus andanzas.
En paralelo escribía crónicas de la ciudad y sobre el entrenamiento del naciente Ejército angoleño. Otro de los trabajos fue una entrevista para la televisión, filmada por Omar de la Cruz, que hice a unos mercenarios capturados en el norte, y la edición del libro ‘Angola: Fin del mito de los mercenarios’, del fallecido Raúl Valdés Vivó, a petición suya.
A principios de diciembre de 1975 fui con Oscar Domenech al Palacio de Gobierno para mostrarle a Neto el video con el discurso de Fidel en el I Congreso del Partido, en el cual reveló que el secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger había propuesto la distensión de las relaciones bilaterales a cambio de la retirada de las tropas cubanas de Angola.
Neto era un hombre flemático, muy introvertido, y cuando escuchó las palabras de Fidel se sonrió y miró a los restantes asistentes a la proyección: su esposa, el ministro de Exteriores, Paulo Jorge, y Onambwe, jefe de la naciente Seguridad del Estado.
Poco después, una noche, Jorge Risquet, jefe del grupo político cubano en Angola, me llamó a la sede de la misión militar, donde me entrevisté con el entonces comandante de brigada Abelardo Colomé Ibarra, para coordinar un viaje horas después al Frente Este, al mando del primer comandante Carlos Fernández Gondín.
Fernández Gondín, que había sido el estratega de la victoria en la batalla de Caxito, un experto en dirección de tropas generales y en contrainteligencia militar, al que vi predecir con exactitud cronométrica el curso de unos cazas zairenses que bombardeaban la línea del Caminho de Ferro de Benguela, me incorporó a su Estado Mayor y me encomendó misiones paralelas a mi trabajo como corresponsal de guerra.
Me ordenaron que permaneciera en Luanda, donde participé en el acondicionamiento de la primera oficina de Prensa Latina, que estuvo en una sede distinta a la actual, y colaboré con la organización del juicio de los mercenarios que habían sido capturados en el norte del país; semanas después me enviaron de regreso a Cuba, pues la situación se había estabilizado.
Volvería a Angola en 1985 para una estancia que en principio iba a ser ‘por unas semanas’, pero se extendió 16 meses.
En el curso de esa segunda estancia, entre 1985 y 1986, trabajaba solo en la oficina de Prensa Latina, que estaba en el mismo edificio que el Ministerio de la Construcción, con un télex de teclado francés, causante de constantes dolores de cabeza.
Por lo general salía de la oficina tarde en la noche y en una de esas ocasiones, al bordear la rotonda de la plaza Kinaxixi a cierta velocidad, sentí un golpe en la parte trasera del asiento del chófer que de primera intención creí era un balón de gas que llevaba allí.
Al enderezar el vehículo tras salir de la curva, otro golpe me indicó que algo andaba mal y, en efecto, detuve el carro con un frenazo y me viré para el asiento trasero donde estaba agazapado un sujeto armado con una Browning nueve milímetros.
Como mismo me habría dado por correr, el primer impulso fue golpearlo en plena nariz con un puñetazo que me estuvo doliendo casi dos semanas.
A pesar del golpe, aquel hombre logró abrir la puerta y salir corriendo dejando atrás su Browning con todo y proyectil en la cámara: estaba más asustado que yo, que ya es decir.
Varias personas se acercaron para ayudarme, pero me marché de inmediato del lugar: no quería que en la embajada supieran del incidente para evitar que me impusieran restricciones de movimiento.