Madrid, qué bien resistes

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Mientras camino por calles extrañamente vacías observo como a lo lejos, en un cruce estratégico, un control de la policía municipal compuesto por dos coches y un furgón de atestados da el alto a un vehículo, según me voy aproximando les escucho preguntarse si es posible que vaya a trabajar o no.

-«Qué tiempos más extraños». Me digo a mi mismo según voy dejando atrás la escena. «Quién nos iba a decir hace un año que estas cosas, las mascarillas, los confinamientos, los aforos limitados, los parques cerrados, los geles hidroalcóholicos, y por supuesto, las dichosas videoconferencias, serían hoy el pan nuestro de cada día».

Sin embargo según avanzo, de repente me da por pensar que no, que realmente no es tan extraño, que lo realmente extraño es que hace un año no fuéramos más conscientes de la progresiva agudización de la violencia necesaria para continuar extrayendo la vieja plusvalía a los pueblos del mundo. Que lo realmente extraño es que hace un año no pensásemos que todo el daño que el sistema infringe en la naturaleza, que provoca cada vez con más frecuencia todo tipo de fenómenos inusuales, terminara por provocar nuevas enfermedades. Lo extraño es que hace un año no fuéramos más conscientes sobre el aumento de la miseria extrema que ya no es patrimonio exclusivo de otras latitudes y que con una chocante naturalidad comienza a convivir entre nosotros. Que no fuéramos más conscientes de la visceralidad con la que el fascismo resurge de nuevo. De la caricatura grotesca y terrorífica que resultan la mayor parte de los gobernantes que hoy gestionan los intereses del gran capital. Y que dadas las circunstancias, es extraño que no fuéramos más conscientes de que estábamos a un paso de la restricción de movimientos, del confinamiento y de otras medidas de control social que hoy se aplican por motivos de salud pública (ojo, sin que vayan acompañadas de lo que verdaderamente combate una epidemia, el incremento de los recursos sanitarios) y que tal vez mañana se puedan aplicar por otro motivo, porque una vez establecidas son un jugoso instrumento en manos de un poder cuyo peligro aumenta con su progresiva decadencia.

Madrid es un escaparate perfecto de lo aproximados que estamos de la creciente represión, así como de toda la tensión que ésta provoca en las cervicales del pueblo -y eso que todavía la olla no ha saltado por los aires-. No es casualidad que sea Madrid, durante décadas fue el buque insignia en el estado español de las políticas económicas del gran capital, de las privatizaciones, de los recortes, de la especulación, de la precariedad, del abaratamiento de las condiciones de vida, etc. Cuando acuñaron la expresión «la España vaciada» para camuflar el proceso migratorio que el capitalismo promueve, parecían obviar que la España vaciada era también el Madrid hiperdenso, expandiéndose en todas las direcciones, entre polígonos, nuevas urbanizaciones, vías de circunvalación y grandes superficies. Fagotizando municipios, apretando barrios, expandiendo el extrarradio hasta asomarse a las provincias vecinas. Movilizando cada mañana con fuerza centrípeta a millones de trabajadores que cada noche son vomitados con fuerza centrífuga hasta lúgubres barrios de la periferia. Así es Madrid, corazón de cemento como decía la canción, no es una ciudad, son muchas, amontonadas e incrustadas unas sobre otras, unas diurnas, otras nocturnas y otras simplemente en tránsito, cada una con sus olores y sus ruidos, y también con sus colores, unas son de piel negra y cobriza, y otras del color rubio de los cabellos acondicionados y voluminosos, aunque al final todas adquieren el mismo tono gris asfalto.

Aunque haya quien prefiera quedarse con lo micro y fragmentado, lo cierto es que de toda la pluralidad de madriles hay dos que destacan porque de un modo u otro, a final de mes e incluso antes, absorben al resto. Dos urbes opuestas y a su vez dependientes, el Madrid burgués, liberal de boquilla y franquista de hecho; y el Madrid proletario, una bestia dormida que de momento, contra todo pronóstico, soporta lo que le echen. Tal vez el sueño profundo del proletariado madrileño, las anteojeras con las que este caballo percherón de mil acentos sigue tirando del carro, se deban a un peligroso síndrome contagiado desde los barrios altos y que últimamente se ha extendido peligrosamente a lo largo y ancho de la ciudad, se trata de cientos de miles de banderitas rojigualdas que decoran todo tipo de balcones, tanto los amplios y lujosos de los barrios Salamanca o Chamberí, como los apelotonados y destartalados de Usera y Villaverde, desde luego que una coincidencia así es sin duda alguna, un trastorno psicótico.

Cuando en los años cuarenta Albert Camus escribió la Peste, nos planteo el escenario de una ciudad confinada en la que sus gentes iban progresivamente cayendo en la desolación y la locura, dejando salir poco a poco la irracionalidad que la normalidad cotidiana oculta. Se trataba de una metáfora, sin embargo Madrid no es ninguna metáfora, su realidad no es ya ni si quiera esperpéntica, no son solamente reflejos deformados que muestran una grotesca mezquindad, su realidad ha adquirido tintes surrealistas, psicóticos. Y las décadas de urbanismo caníbal en los suburbios, de calles con aceras más estrechas que un andamio, con tendederos que sin pudor muestran las sábanas y las mudas del proletariado, con parques sin jardines en los que no hay niños jugando sino marginados que pasan las horas con sus latas de cerveza y sus historias de vidas truncadas, y con de casas de apuestas, decenas de ellas. Todo eso, naturalmente enloquece y trastorna la personalidad, y hasta los extranjeros se vuelven xenófobos, y sectores de la clase obrera secundan la revuelta que desde sus descapotables hacen los pijos, y los inmigrantes, y las feministas, y los sindicatos, y los ocupas, y los progres, y todo lo que no rezume la intransigencia de la oligarquía desesperada y ofendidita, es culpable. Solo las posiciones más duras pueden garantizar a esta oligarquía enferma la violencia necesaria para mantener su dominio.

Así, a la vez que la nueva diva de la oligarquía regional, la nefasta Ayuso, hacía su espectáculo, un día sí y otro también, clausurando con bocadillos de calamares el hospital provisional de Ifema, llorando por los fallecidos cual estampa de la virgen, subvencionando al sector taurino, poniendo más curas en los hospitales, o reclamando el centralismo excluyente como la quinta esencia de España. Se ejecutaban las medidas más duras y el mayor de los desprecios hacia la clase obrera, estableciendo los macabros protocolos que condenaban a muerte a los ancianos en las residencias, cerrando centros de atención primaria, abandonando a los sanitarios, continuando con la privatización de la sanidad, priorizando a la educación privada, firmando con las grandes empresas de la alimentación la dieta más barata e insalubre para los hijos de la clase obrera. Y ahora, cuando las banderas, los curas, el «aquí no pasada» o el victimismo no han sido suficientes para controlar la pandemia porque los millones de trabajadores y trabajadoras que mueven la economía de la región, y cuyo presente es cada vez más precario y desesperado, han tenido que apelotonarse día tras día en los vagones del metro y de cercanías, sirviendo mesas en terrazas atestadas de gente, limpiando y cuidando en los barrios burgueses, trabajando porque, claro está, la economía es más importante que la salud. Entonces van y decretan las nuevas medidas para controlar los focos de infección que casualmente no son otras que confinar parcialmente los barrios obreros. Así es, hay que seguir produciendo plusvalía, pero ¡ojo!, una vez termines tu jornada ni se te ocurra salir de tu barrio e infectar a la gente decente con tu mísero estilo de vida.

Sin embargo, la escalada del absurdo ha ido en paralelo a la de la ira, han sido ya muchos los meses viendo cómo mientras en los barrios pijos la policía trataba con respeto y hasta simpatía a los que palo de golf en mano rompían las medidas de seguridad para protestar, mientras que en los barrios obreros las actuaciones policiales eran notablemente más severas, multando a la mínima e incluso llegando a las agresiones impunes. Las últimas medidas decretadas han puesto un punto y aparte, y la hartura del pueblo obrero ha encendido las protestas en Vallekas y en Carabanchel, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, nativos y extranjeros de toda condición han salido a las calles para tomar la palabra que se les niega, la de su propia dignidad.

Eduardo Vecino Villa

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