Manlio Dinucci.— Dos noticias publicadas recientemente en el Washington Post –“Las familias del 11 de septiembre dicen que Biden no es bienvenido en los actos conmemorativos si no presenta las pruebas que obran en posesión del gobierno” y “Biden firma un orden ejecutiva que reclama la revisión, la desclasificación y la apertura de documentos clasificados sobre el 11 de septiembre”– abren nuevas y profundas grietas en la versión oficial. El hecho que 20 años después de los atentados del 11 de septiembre todavía haya en los archivos de Washington documentos secretos sobre aquellos hechos significa que su verdadera dinámica todavía está pendiente de examen.
Lo que sí está claro es el proceso que el 11 de septiembre puso en marcha. Durante la década anterior, marcada por la retórica sobre «el Imperio del Mal», la estrategia de Estados Unidos se había concentrado en las «amenazas regionales», conduciendo a las dos primeras guerras posteriores a la llamada guerra fría: la guerra del Golfo y la guerra contra Yugoslavia.
Esas dos guerras tuvieron como objetivo fortalecer la presencia militar y la influencia política de Estados Unidos en el área estratégica del Golfo y en Europa, en momentos en que se redefinían sus contornos. Simultáneamente, Estados Unidos fortalecía la OTAN, atribuyéndole –con el consentimiento de los demás miembros de ese bloque militar– el derecho a intervenir de “su área” y extendiéndola hacia el este, al incorporar los países del desaparecido Pacto de Varsovia a la alianza atlántica.
Mientras tanto, sin embargo, la economía estadounidense –a pesar de seguir siendo la primera del mundo– había perdido terreno ante la economía de la Unión Europea. En el mundo árabe se veían indicios de rechazo a la presencia y la influencia de Estados Unidos mientras que en Asia el acercamiento entre Rusia y China presagiaba el posible surgimiento de una coalición capaz de desafiar la supremacía estadounidense. Fue precisamente en aquel momento crítico que los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 permitieron a Estados Unidos abrir una nueva fase estratégica, justificándose oficialmente con la necesidad de enfrentar «la amenaza mundial del terrorismo».
La «guerra contra el terrorismo» es una guerra de nuevo tipo, una guerra permanente, que no conoce fronteras geográficas, contra un enemigo que puede ser –de un día para otro– no sólo un individuo o una organización terrorista sino cualquiera que se oponga a los intereses de Estados Unidos. Es el enemigo perfecto, incapturable y sempiterno, sin rostro y por ende “presente” en todas partes. El presidente George W. Bush lo definió como «un enemigo que se esconde en oscuros lugares del mundo», de donde sale de improviso para perpetrar actos aterradores a la luz del día, de fuerte impacto emocional en la opinión pública.
Así comenzó la «guerra global contra el terrorismo»:
- En 2001, Estados Unidos ataca Afganistán y ocupa ese país, con la participación de la OTAN a partir de 2003;
- en 2003, Estados Unidos ataca Irak y lo ocupa, con la participación de aliados de la OTAN;
- en 2011, Estados Unidos ataca Libia y la destruye, como ya lo había hecho antes con Yugoslavia;
- también en 2011, Estados Unidos emprende una operación similar contra Siria, operación paralizada 4 años después por la intervención de Rusia en apoyo al gobierno sirio;
- en 2014, con el putsch de la Plaza Maidan, Estados Unidos abre en Ucrania un nuevo conflicto armado.
Mientras dice librar la «guerra global contra el terrorismo», Estados Unidos financia, entrena y arma –con ayuda principalmente de Arabia Saudita y de otras monarquías del Golfo– toda una serie de movimientos terroristas islamistas y explota las rivalidades locales:
- en Afganistán, Estados Unidos arma a muyahidines y talibanes;
- en Libia y en Siria, Estados Unidos arma también un montón de grupos que hasta poco antes Washington clasificaba como terroristas y cuyos combatientes provienen de Afganistán, Bosnia, Chechenia, etc.
Posteriormente, en mayo de 2013 –un año después de la fundación de Daesh–, el futuro «califa» de ese ente yihadista se reúne en Siria con el senador estadounidense John McCain, cabecilla republicano a quien el presidente demócrata Barack Obama había confiado la ejecución de ciertas operaciones secretas por cuenta de su administración.
En la «guerra contra el terrorismo» Estados Unidos utiliza no sólo fuerzas aéreas, terrestres y navales sino también, y cada vez con más frecuencia, unidades de fuerzas especiales y drones “asesinos”, cuyo uso presenta la gran ventaja de no requerir aprobaciones del Congreso y poder mantenerse en secreto, lo cual evita suscitar reacciones de parte de la opinión pública.
Los elementos de las fuerzas especiales estadounidenses que participan en operaciones secretas suelen no estar uniformados y vestirse según la usanza local, evitando así que Estados Unidos se vea acusado de los asesinatos y torturas que perpetran. Por ejemplo, el Team Six, la élite de los Navy Seals (las fuerzas especiales de la marina de guerra estadounidenses), es tan secreto que ni siquiera se reconoce oficialmente su existencia. Pero al parecer fueron miembros del Team Six quienes mataron oficialmente a Osama ben Laden, en 2011, cuyo cuerpo fue convenientemente lanzado al mar.
Para la «guerra no convencional», el Mando estadounidense para las operaciones especiales (USSOCom o SOCom) recurre cada vez más frecuentemente a compañías que le proporcionan «contractors» (léase mercenarios). En el área del CentCom, o sea en el Medio Oriente, los «contractors» que trabajan para el Pentágono son más de 150 000. Pero a ellos hay que agregar también otros «contractors» utilizados por otros departamentos del gobierno estadounidense y por los ejércitos de los países aliados, «contractors» provenientes de todo un oligopolio de grandes «compañías de seguridad», estructuradas como verdaderas transnacionales.
Así nos ocultan la guerra de manera cada vez más eficiente, poniéndonos con ello en la posición de quien creer caminar sobre terreno seguro, sin saber que bajo nuestros pies se mueven fuerzas que pueden provocar un terremoto catastrófico.