El caso Sacedón: un crimen de Estado de la Guadalajara de los 80

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La maldita casualidad, y solo la maldita casualidad, pudo hacer que durante el año 1985 la provincia de Guadalajara tuviera acogidos, entre otros, a dos sicarios de la Guardia Civil participantes en dos crímenes distantes, pero coincidentes.

A Maikel y Johny, quienes podrían haber muerto aquel día, y me contaron esta historia.

Era el 30 de abril de 1985. Carlos Castillo Quero, el coronel homicida del Caso Almería, autor de las salvajes torturas y el asesinato de tres trabajadores en la fortaleza abandonada de Casas Fuertes (Cabo de Gata) tras haberlos confundido con miembros de ETA, tenía una plácida estancia en la prisión de Guadalajara. Y decimos plácida porque en ese momento, la prisión provincial era el destino preferido de toda la extrema derecha vinculada a lo más profundo del terrorismo de Estado. Los más conocidos fueron Rafael Vera y José Barrionuevo, pero no han sido los únicos. Casualmente, Vera y Barrionuevo ocuparon después el mismo módulo que el protagonista de esta historia.

Era la época en que la prisión dependía del benevolente Juzgado de Vigilancia Penitenciaria de Ocaña, que permitía que ilustres visitantes como Castillo Quero salieran de copas por la ciudad, trabajaran para empresarios de la capital gustosos de tenerlos en plantilla, y otras tantas exquisiteces de la vida penitenciaria que no tenían el resto de internos.

La poca prensa provincial de aquella época lo denominó como «el Caso Sacedón», precisamente por las similitudes del asesinato de los tres jóvenes de Almería, y porque fue el abogado de aquella causa, Darío Fernández, quien ejerció la acusación particular en nombre de la familia de la víctima.

Un joven de 21 años, Juan Carlos Benito Grediaga, vecino de este pueblo, recibió una ráfaga de disparos con un subfusil Z por parte del cabo 1º Jesús Gómez Moreno y el guardia Joaquín León Arias, mientras buscaba caracoles en el cerro de Las Valdeñas junto a dos amigos, Santiago Gómez Garrido y Antonio Nuevo Martínez. Uno de esos disparos perforó el cuerpo de Juan Carlos, que murió minutos después tras una desesperante agonía.

El gobernador civil de aquel entonces, Eduardo Moreno Díez, elaboró una nota oficial calificando los hechos como «accidente» y atribuyendo el asesinato a lo que el gobierno del PSOE de aquella época llegó a llamar «el síndrome del norte», una extraña enfermedad que padecían aquellos policías y guardias civiles que habían sido destinados a Euskadi que les impulsaba a matar o torturar. De hecho, el autor de los disparos provenía del tristemente célebre cuartel de Intxaurrondo, a cargo entonces del general Galindo, y del que había sido trasladado el 1 de noviembre de 1984.

El ministro del Interior, José Barrionuevo, calificó ante la comisión de Justicia e Interior del Congreso de los Diputados que lo ocurrido fue una «actuación incorrecta, y punto». No hubo nunca ninguna respuesta oficial a la carta que firmaron 450 vecinos de Sacedón en la que exigían justicia.

El diario El País, de hecho, llegó a informar de las tenues consecuencias del caso. El teniente general José Antonio Sáenz de Santa María, ordenaba días después los ceses del teniente encargado de la línea de Brihuega y del brigada comandante del puesto de Auñón, en relación con la muerte del joven.

Estos ceses en el mando no suponían el apartamiento de la Guardia Civil del teniente de la línea de Brihuega Andrada Sáez, ni del brigada comandante del puesto de Auñón, Jiménez García, del que depende jerárquicamente, sino que la medida sólo afectará a sus actuales puestos de mando en la provincia de Guadalajara.

Además, los agentes involucrados siguieron en activo durante todo el proceso judicial, a pesar de que uno de ellos estuvo menos de un mes en prisión durante la instrucción, ya que el juez a cargo del caso, Bernardo Donapetry, lo puso en libertad bajo fianza.

El 2 de mayo de 1985, dos mil personas acudieron al entierro del joven en una impresionante manifestación nunca vista, y que terminó a las puertas del cuartel de la Guardia Civil. Ninguna autoridad gubernativa quiso acompañar a la familia, ni siquiera el alcalde del municipio, Carlos Bronchalo, de Alianza Popular, quien había sido advertido de que un guardia civil recién llegado acostumbraba a amenazar a los jóvenes del pueblo pistola en mano. El sepelio terminó con los agentes acuartelados al interior del edificio.

Si bien la condena fue de 5 años de prisión para uno solo de los agentes (el otro, a pesar de cambiar varias veces su declaración, fue absuelto), lo cierto es que Jesús Gómez Moreno, ese aquejado de «síndrome del norte», estuvo poco menos de un año recluso, y el Estado se hizo cargo de la indemnización. Sin más comentarios.

Fe de erratas: el alcalde que fue advertido de lo que podía pasar con el Guardia Civil Jesús Gómez no fue Carlos Bronchalo, sino el entonces alcalde de Auñón, Luís Sáez, municipio contiguo.

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