Es doloroso lo que revelan sitios sobre la humanidad como el «cementerio de ropa» en el desierto de Atacama, en Chile, sobre todo en la comunidad de Alto Hospicio.
Aquí terminan los caminos del consumo sin freno, los desechos de la industria de la moda, lo no vendido en comercios; productos nuevos y de uso, que llegan a la región desde diversas partes del mundo, para terminar en basurales y microvertederos.
Según la onu, la industria textil (la segunda más contaminante del planeta) provoca el 10 % de las emisiones de carbono y el 20 % de las aguas residuales. Se entiende mejor cuando sabemos que ese jean que usamos consumió, para ser producido, 7 500 litros de agua, más de lo que una persona bebe en siete años.
Y no basta, para detener la contaminación, el trabajo de unas pocas personas en proyectos que tratan de revertir la situación, y saben que estos materiales demoran 200 años en degradarse.
Es triste. Conocí el desierto de Atacama cuando estuve invitada en 2012 a la Feria del Libro en Antofagasta, bella ciudad portuaria. Vi, por ejemplo, el esfuerzo, con pequeños sistemas de tubería, para el riego de árboles en esta ciudad de escasa lluvia.
Ahora sé que a un poco más de 400 kilómetros de allí crece un enorme cementerio que, lamentablemente, es expresión de la vanidad de los vivos y una enorme falta de conciencia con nuestra casa común.