Eduardo Uvedoble.— ¿Acaso ha sido un déjà vu, o tal vez solo sea la repetición de una misma función orquestada por las fuerzas oligárquicas de este maltrecho planeta? Aplicando la navaja de Ockham, puede que sea algo mucho más sencillo, el cada vez más normal, aunque no menos preocupante, brote de ira reaccionaria que progresivamente va haciéndose dominante. Esto es, cuando la gente de “bien” estalla, harta de provocaciones subversivas, y forma una muchedumbre enloquecida que, según fuera el contexto, bien pudiera linchar a un negro, quemar a una bruja, apalizar a un maricón, o como viene siendo habitual, asaltar algún edificio gubernamental. Un episodio preocupante que, al conjugar los ingredientes sociológicos necesarios y repetido las suficientes veces, es la epifanía misma del fascismo. A fin de cuentas, más allá de toda teatralidad, retórica y parafernalia, de la invocaciones de turno a la raza, la familia, la patria o la religión, el fascismo es la organización de la rabia y frustración de esa gran ficción pequeño-burguesa que abarca a la aristocracia obrera, a los sectores populares con aspiraciones y a los pequeños ricos; la denominada clase media, que desplazada por la pérdida de poder adquisitivo lo vive como un ultraje, convirtiéndose así, con su rabia y su bandera, en el escenario idóneo para la aparición de los mayores horrores contra la humanidad que encarna el fascismo.
Pues bien, este acceso de ira que conjura el orden tradicional, lo volvimos a ver hace unas semanas en Salamanca, cuando una multitud formada por hombres blancos de mediana edad (no está de más indicarlo), con sus banderas de España
, con sus garrotas y cencerros, intentaron asaltar una sede de la Junta de Castilla y León. Estaban convocados por Unión por la ganadería, un colectivo perteneciente a ASAJA, la organización que agrupa a los principales señoritos del campo. El motivo de la convocatoria fue la batalla que los ganaderos mantienen contra la gestión sanitaria de la tuberculosis bovina. Para los dueños de las ganaderías esta gestión no solo es desproporcionada, ya que afirman que la venta de la carne de los animales enfermos no tiene riesgo para la salud, sino que además argumentan que está cargada de ideología; de hecho, en palabras del consejero de la Junta, se ha llevado al extremo el tema de la salud pública. Un extremismo ideológico que, a juicio de los empresarios ganaderos, sirve para encubrir el ataque a sus ganancias, como si los veterinarios, más que técnicos, fueran una pandilla de comisarios políticos imponiendo una ideología de la salud exagerada que solo busca acabar con Occidente.
He aquí los ingredientes. Un colectivo con unos intereses económicos muy claros y que además agrupa a los sectores sociales históricamente más reaccionarios: los señoritos del campo y su servidumbre, los mil y un gañanes siempre dispuestos a partirle la cara a cualquiera. Sentimientos de frustración, originados por unos costes de producción cada vez más caros en el contexto de la política agraria común (PAC), que prioriza al gran capital de la industria agroalimentaria. Y, finalmente, una dirección política camuflada con su retórica de rechazo a los políticos, a las ideologías; en este caso, a los veterinarios, y en general, a todo a lo que suene ecologista, feminista o sencillamente diferente, es decir, comunista; porque en su lenguaje, todo lo que no es ellos es comunismo. Poco importa la realidad, poco importa la consistencia de sus reivindicaciones, si el criterio sanitario es acertado, si es el ministerio o la UE, si son trabajadores del campo manipulados, o sencillamente si solo es la política de los capataces y los patrones, la política del fascismo.


