Los acontecimientos ocurridos en Níger en los últimos meses son alarmantes. Lo que comenzó como un golpe militar ahora corre el riesgo de convertirse en una guerra más amplia en África occidental, con un grupo de juntas alineándose para luchar contra una fuerza regional que amenaza con invadir y ocupar militarmente el país.
La junta miltar justificó su golpe como una respuesta al “continuo deterioro de la situación de seguridad” en Níger y se quejó de que el país y otros países del Sahel “han estado enfrentando durante más de una década las consecuencias socioeconómicas, de seguridad, políticas y humanitarias, consecuencias de la peligrosa aventura de la OTAN en Libia”.
En la agresión de 2011 contra Libia, los gobiernos de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña iniciaron una intervención militar con el cínico pretexto de “proteger a los civiles”. Las potencias occidentales desataron un torrente de terror y yihadismo en toda la región, que rápidamente se convirtió en una operación de cambio de régimen.
Los altavoces de la OTAN pintaron un cuadro de “revuelta popular”, manifestantes desarmados y civiles que se enfrentaban a un genocidio inminente. Años más tarde un informe del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de los Comunes de Reino Unido estableció públicamente, repitiendo las conclusiones de otros análisis, que las acusaciones de una inminente masacre de civiles no estaban “respaldadas por las pruebas disponibles”, que “la amenaza a los civiles había sido exagerada y que entre los rebeldes había un importante elemento islamista” que había cometido numerosas atrocidades.
Era un nuevo modelo para derrocar a los dictadores de Oriente Medio. Mientras el gobierno de Gadafi luchaba contra los yihadistas y otras milicias, Estados Unidos pidió la creación de una zona de exclusión aérea. La ONU lo autorizó a la OTAN, gracias a la abstención de Rusia y China en el Cosejo de Seguridad.
Después de un mes, la OTAN y Obama declararon públicamente que mantendrían la agresión hasta desalojar a Gadafi, rechazando la salida negociada propuesta por la Unión Africana. Cuatro meses después, Gadafi estaba muerto. Fue capturado, torturado y asesinado en un ataque aéreo de la OTAN contra el convoy en el que viajaba.
“Vinimos, vimos y murió”, dijo Clinton en tono chulesco y triunfalista. Ese mismo mes, la secretaria de Estado visitó Trípoli y declaró la “victoria de Libia” haciendo el signo de la paz.
La discusión rápidamente giró hacia la exportación de este modelo a otros lugares, como Siria. Elogiando a la ONU por haber “finalmente cumplido con su deber de prevenir atrocidades masivas”, Kenneth Roth, entonces cabecilla de Human Rights Watch, pidió “ampliar los principios de derechos humanos adoptados para Libia a otras poblaciones necesitadas”, citando otras partes de Oriente Medio, Costa de Marfil, Myanmar y Sri Lanka.
El derrocamiento de Gadafi llevó a cientos de mercenarios tuaregs a su servicio a regresar a Mali y provocó un éxodo de armas, lo que llevó a los tuaregs a unir sus fuerzas con los yihadistas y lanzar una campaña de atentados en el Sahel.
Fue el pretexto para la intervención militar francesa en Mali, que rápidamente se transformó en una misión en expansión en todo el Sahel que no se completó hasta nueve años después. La situación era mucho peor que al principio. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, la mayoría de los más de 400.000 refugiados en el Sahel central se encuentran allí debido a la acciones yihadistas en Mali.
Gracias a sus depósitos de armas, Libia se ha convertido en un gran arsenal, incuidos cañones antiaéreos y misiles tierra-aire. El derrocamiento de Gadafi abrió las puertas a los yihadistas en la región del Sahel. Las armas libias fueron canalizadas a terroristas, criminales, bandidos y contrabandistas en Níger, Túnez, Siria, Argelia y Gaza. La región está arrasada, con miles de civiles asesinados y 2,5 millones de desplazados.
Libia es una Somalia gigante. La guerra civil no ha terminado desde 2011 y en ella participan, además de decenas de milicias rivales, los Estados vecinos que las utilizan como delegados. Entre ellos está el Califato Islámico. En el momento del alto el fuego de 2020, cientos de civiles habían sido asesinados en Libia, casi 900.000 personas necesitaban asistencia humanitaria, la mitad de ellas mujeres y niños, y el país se había convertido en una zona lucrativa para el comercio de esclavos.