Notas y consejos de Marx y Engels a Lassalle sobre su novela histórica

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Nota de la edición: En 1859, Ferdinand Lassalle hace aparecer su tragedia histórica, «Franz von Sickingen» (1859), que envía a Marx el 6 de marzo de 1859, acompañada de una nota «sobre la idea trágica» y a Engels el 21 de marzo. 

 

Lassalle toma por asunto el levantamiento de la caballería contra los príncipes en el otoño de 1522 −dos años antes de la guerra de los campesinos (1524-1525). Este movimiento de la pequeña nobleza empobrecida −reaccionaria por sus fines de clase, puesto que los caballeros querían resucitar el pasado− no habría podido vencer a los príncipes de no apoyarse en la burguesía ascendente y sobre los campesinos. Pero esto era imposible, los caballeros habían emprendido su lucha, precisamente, para conservar sus privilegios. La coalición de los príncipes los aplastó, Sickingen fue mortalmente herido y su otro jefe, Ulrich von Hutten, huyó a Suiza, donde murió. 

«Tras esta derrota y la muerte de sus dos jefes, la fuerza de la nobleza, como clase independiente de los príncipes, fue quebrada. A partir de esta época, la nobleza no actúa más que al servicio y bajo la dirección de los príncipes. La guerra de los campesinos que estalló inmediatamente después, los obligó, más aún, a situarse bajo la protección de los príncipes y mostró, al mismo tiempo, que la nobleza alemana gustaba más de continuar explotando a los campesinos, bajo el dominio de los príncipes, que derribar a los príncipes y los sacerdotes por medio de una alianza abierta con los campesinos emancipados». (Friedrich Engels; Las guerras campesinas en Alemania, 1850) 

Parece singular que Lassalle haya escogido dos jefes de la caballería hacia su ocaso, y no los héroes plebeyos de la guerra de los campesinos, para escribir «la tragedia de la Revolución». Además, Lassalle, contrariamente a la realidad histórica, hace de Sickingen y de Hutten, los portavoces de la burguesía ascendente, los campeones de la unidad política de Alemania y de la lucha contra el Papado. 

Marx y Engels, que no se habían puesto de acuerdo, expresan, en sus cartas respectivas del 19 de abril y del 18 de mayo de 1859, una opinión idéntica sobre la pieza de Lassalle.

I
Karl Marx; Carta a Lassalle, 19 de abril de 1859

«Paso ahora a tu «Franz von Sickingen». En primer lugar, debo elogiar la composición y la acción, y esto es más de lo que puede decirse de cualquier drama alemán contemporáneo. En segundo lugar, aparte de toda actitud de crítica, la obra me ha emocionado vivamente en la primera lectura, y la impresión que producirá sobre los lectores, en quienes dominan más los sentimientos, será más fuerte aún. Y este es un segundo punto muy importante. Y ahora, el reverso de la medalla: primeramente −esto es puramente formal−, desde el momento en que escribías en verso, habrías podido dar a tus yambos una forma un poco más artística. Pero, al fin y al cabo, por mucho que les choque a los poetas profesionales tu negligencia, la considero, a final de cuentas, como una ventaja, porque nuestros epígonos poéticos no han guardado más que una forma cuidada. Secundariamente: el conflicto, tal como lo has concebido, no es sólo trágico; es este mismo conflicto trágico el que acarreó su pérdida al partido revolucionario de 1848-49. Sólo puedo, pues, aprobarte enteramente cuando tú quieres hacer de él el punto central de una tragedia moderna. Pero me pregunto si tu asunto estaba bien escogido para traducir ese conflicto. Balthasar puede, sin duda, creer que, si Sickingen, en lugar de disimular su revuelta bajo la máscara de una querella entre caballeros, hubiera izado la bandera de la guerra abierta contra el emperador y los príncipes, hubiera vencido. ¿Podemos compartir esta ilusión? Sickingen −y más o menos con él Hutten− no ha sucumbido a causa de su astucia. Ha sucumbido porque se había rebelado como caballero y representante de una clase moribunda contra lo existente; o, sobre todo, contra la nueva forma de lo existente. Si se le quita a Sickingen lo que pertenece al individuo, con su educación particular, sus disposiciones naturales, etc., tendríamos a Goetz von Berlichingen. En éste, individuo lamentable, la oposición trágica entre la caballería, de una parte, y el emperador y los príncipes, de otra, se expresa en una forma adecuada, y es por ello que Goethe tenía razón al escogerlo como héroe. En la medida en que Sickingen −y en parte Hutten mismo, aunque para él, como para todos los ideólogos de su clase, parecidos juicios deberían ser sensiblemente modificados− combate a los príncipes −porque si se dirige contra el emperador, es sólo porque el emperador de los caballeros se convierte en emperador de príncipes−, no es de hecho sino un Quijote; aunque un Quijote históricamente justificado. Que comience su revuelta bajo la forma de una querella de caballeros, esto significa sólo que la comienza en tanto que caballero. Para comenzarla de otro modo, debía haber hecho, directamente y desde el principio, un llamado a las ciudades y a los campesinos; es decir, precisamente a las clases cuyo desarrollo significa la negación de la caballería.

Si tu querías, pues, no reducir tu conflicto al de Goetz von Berlichingen −y esto no entraba en tu plan−, Sickingen y Hutten debían morir porque en su imaginación ellos eran revolucionarios −lo cual no puede decirse de Goetz− y, como la nobleza instruida de la Polonia de 1830, se habían hecho, por una parte, los instrumentos de las ideas modernas, y, por otra, representaban el interés de una clase reaccionaria. En estas condiciones, los representantes nobles de la revolución −cuyas frases de orden, de unidad y de libertad ocultaban aún el sueño del antiguo Imperio y del derecho del más fuerte− no deberían haber absorbido la atención hasta el punto en que lo hacen en tu obra: los representantes del campesinado −éstos sobre todo− y elementos revolucionarios de las ciudades, deberían haber constituido un fondo escénico activo muy importante. Habrías podido entonces expresar, y en un grado más elevado, precisamente las ideas más modernas en su forma más pura, mientras que ahora, al margen de la libertad religiosa, es la unidad política la que de hecho resulta la idea principal de tu drama. Debías haber shakespearizado más, mientras que ahora considero como tu mayor error la schillerización, la transformación de los individuos en simples portavoces del espíritu del siglo. ¿Tú mismo, en cierta medida, no has caído, como tu Franz von Sickingen, en el error diplomático de dar más importancia a la oposición de Lutero y de los caballeros, que a la oposición de los plebeyos y de Münzer?

Lamento, además, la ausencia de rasgos característicos en los caracteres. Hago una excepción para Carlos V, Balthasar y Ricardo de Tréves. Y sin embargo, ¿hubo nunca una época tan rica en caracteres fuertemente señalados como el siglo XVI? Hutten representa, a mis ojos, demasiado exclusivamente el «entusiasmo», lo cual es fastidioso. ¿No fue al mismo tiempo un hombre con mucha sal, un verdadero demonio de ingenio, y no has sido, en consecuencia, demasiado injusto hacia él?

Hasta qué punto tu Sickingen, representado por lo demás de manera demasiado abstracta, es víctima de un conflicto independiente de sus cálculos personales, se deduce de la manera en que se ve obligado a predicar a sus caballeros la amistad con las ciudades, etc., y, por otra parte, del placer que siente en ejercer él mismo el derecho del más fuerte sobre las ciudades.

En cuanto al detalle, te reprocho hacer, aquí y allá, reflexionar exageradamente a tus personajes sobre ellos mismos, lo cual proviene de tu predilección por Schiller. Así, por ejemplo, en la página 121, cuando Hutten cuenta a María la historia de su vida, hubiera sido perfectamente natural hacer decir a María: «Toda la gama de sensaciones», etc., hasta «Y ella es más pesada que la carga de los años».

Los versos que preceden: «Se dicen», hasta «ha envejecido», podrían seguir luego; pero la observación: «Sólo es necesaria una noche a una muchacha para convertirse en mujer» −aunque muestra que María conocía el amor algo más que como una noción abstracta es enteramente inútil; y es absolutamente inadmisible que María comience por la reflexión sobre su propio «envejecimiento». Tras haber dicho todo lo que cuenta sobre esa «única» hora, podría resumir su estado de espíritu con la reflexión sobre su envejecimiento. Más adelante, en las líneas siguientes, las palabras «lo considero como un derecho» −la felicidad− me chocan. ¿Por qué quitar a María la concepción ingenua del mundo que ella afirma haber tenido hasta entonces y transformarla en doctrina de derecho? Quizá expondré otra vez mi opinión de manera más detallada. Encuentro particularmente lograda la escena entre Sickingen y Carlos V, aunque el diálogo de los dos lados se transforma un poco demasiado en alegato; y lo mismo las escenas en Tréves. Las sentencias de Hutten sobre la espada son muy bellas.

Basta por esta vez. Has ganado con tu drama un partidario absoluto en la persona de mi mujer. Sólo María no la deja muy contenta». (Karl Marx; Carta a Lassalle, 19 de abril de 1859)

II
Friedrich Engels; Carta a Lassalle del 18 de mayo de 1859
«Debe usted estar un poco asombrado de mi silencio prolongado, tanto más cuando le debía mi apreciación sobre su Sickingen. Pero esto es precisamente lo que me ha impedido escribirle. En el empobrecimiento hoy general de las bellas letras, rara vez tengo ocasión de leer una obra de este género, y desde hace años no me ha ocurrido leer de manera de emitir un juicio profundo, una opinión precisa y determinada. Los mamarrachos que aparecen no valen la pena. Incluso las mejores novelas inglesas, que leo de cuando en cuando, como por ejemplo, las de Thackeray, pese a su importancia literaria y su significación cultural e histórica indudables, nunca me han podido despertar este interés. Mi juicio se ha embotado mucho como consecuencia de esta larga inacción, y necesito tiempo para permitirme expresar una opinión. Su Sickingen merece, sin embargo, que se le aborde de otro modo que toda esa confección literaria, y por eso me he tomado un tiempo. La primera y la segunda lectura de su drama, nacional alemán desde todos los puntos de vista, según el tema y la manera de tratarlo, me han emocionado de tal manera, que he debido ponerlo a un lado por algún tiempo, tanto más cuando en las miserables coyunturas presentes mi gusto debilitado −debo reconocerlo con vergüenza− me ha reducido a un estado en que incluso las cosas de poco valor, me hacen a la primera lectura una cierta impresión. Para llegar a un juicio imparcial, enteramente «crítico» he puesto Sickingen a un lado, o, más exactamente, lo he prestado a ciertos amigos −se encuentran aún aquí algunos alemanes con una cultura literaria más o menos grande−. Los libros tienen su destino. Cuando uno los presta rara vez los vuelve a ver, y no he podido tener mi Sickingen más que por fuerza. Puedo decirle que a la tercera y a la cuarta lecturas, la impresión siguió siendo la misma y, en la convicción de que su Sickingen puede soportar la crítica, le doy mi juicio.
Sé que no le haré un gran cumplido diciendo que ningún poeta oficial de la Alemania contemporánea podría, ni de lejos, escribir un drama parecido. He aquí, sin embargo, un hecho que caracteriza demasiado bien nuestra literatura para que se le deje pasar en silencio. Para abordar inmediatamente el aspecto formal, he sido muy agradablemente sorprendido por la habilidad con la cual se anuda la intriga y por el carácter dramático de la acción de un extremo al otro. En lo que concierne a la versificación, usted se ha permitido, es verdad, ciertas libertades, pero éstas chocan más en la lectura que en la escena. Hubiera querido leer la pieza para el teatro, porque tal como es presentada en el libro, probablemente no podría ser representada. He recibido aquí la visita de un joven poeta alemán, Karl Siebel, un compatriota y pariente lejano, que ha trabajado mucho para el teatro; irá, quizá, como reservista de la guardia prusiana, a Berlín, y entonces me permitiré darle unas palabras para usted. Admira mucho su drama, mas lo considera totalmente irrepresentable a causa de la extensión de los monólogos, mientras que los otros actores se ven obligados, para no reducirse a meros figurantes, a agotar, volviendo a ellos dos o tres veces, sus procedimientos mímicos. Los dos últimos actos prueban abundantemente que le será fácil hacer el diálogo vivo y animado, y como la cosa puede ser hecha igualmente para los tres primeros actos, estoy persuadido de que lo tomará en consideración al adaptar su drama para la escena. El contenido ideológico se resentirá de ellos, seguramente, mas es una cosa inevitable, y la síntesis perfecta de la profundidad ideológica, del contenido histórico consciente, que usted atribuye justamente al drama alemán, y la vivacidad, la amplitud de la acción shakespeariana, no será, sin duda, realizada más que en el porvenir y quizá ni siquiera por los alemanes. Es precisamente en estas síntesis donde veo el porvenir del drama. Su Sickingen está en el buen camino; los principales personajes representan, efectivamente, clases y corrientes determinadas, por consecuencia ideas determinadas de su época, y los móviles de sus actos no son pequeñas pasiones individuales, sino la corriente histórica que los arrastra. El progreso, sin embargo, consistiría en que esos móviles sean llevados al primer plano de manera viviente, activa, por así decirlo, natural, por el curso mismo de la acción, y que, al contrario, los discursos de la argumentación −en los cuales he descubierto con placer, por otro lado, su viejo talento de abogado y de tribuno− devinieran más y más inútiles. Usted mismo parece darse este ideal por fin, cuando hace la distinción entre drama escénico y drama literario: creo que se podría, aunque difícilmente −porque la perfección no es, realmente pequeña cosa− transformar de esta manera Sickingen en un drama escénico. Esto va ligado a la manera de caracterizar los personajes. Tiene usted razón en ponerse en contra de la mala individualización esparcida actualmente, que se reduce a pobres argucias y es el signo distintivo de la literatura estéril de los epígonos. Me parece, sin embargo, que el individuo es caracterizado, no sólo por lo que hace, sino también por la manera como lo hace; y, desde este punto de vista, el contenido ideológico de su drama no perdería nada, creo, si los caracteres de los diferentes personajes se distinguieran más entre ellos y se opusieran unos a otros. No nos basta ya la manera de los antiguos en nuestros días, y en esto, pienso, pudo usted haber tenido más en cuenta la significación de Shakespeare en la historia del drama. Pero estas son cuestiones secundarias y las planteo sólo para mostrarle que he reflexionado también en el aspecto formal del drama.
En cuanto al contenido histórico, usted ha mostrado muy claramente, e indicado con justa razón su desarrollo ulterior, los dos aspectos del movimiento de la época que le interesan más: el movimiento nacional de la nobleza, representado por Sickingen, y el movimiento teórico del humanismo con el desarrollo que ha recibido en el dominio teológico y eclesiástico, la Reforma. Las escenas que más me gustan son las escenas entre Sickingen y el emperador, entre el legado del Papa y el arzobispo de Tréves −oponiendo aquí el legado laico con su extensa cultura, estética y clásica, teórica y políticamente clarividente, al príncipe eclesiástico alemán limitado, usted ha logrado dar una excelente pintura de los caracteres individuales, que, sin embargo, deriva directamente del carácter representativo de los dos personajes−; en la escena Sickingen y Carlos, los caracteres resaltan igualmente de una manera sorprendente. Introduciendo la autobiografía de Hutten, que tiene usted razón de considerar como muy importante en cuanto a su contenido, usted ha escogido, sin embargo, un medio muy riesgoso para insertar este contenido en su drama. Muy importante también es la conversación de Balthasar con Franz en el quinto acto, en el que el primero expone a su amo la política verdaderamente revolucionaria que hubiera debido seguir. Aquí se revela lo que es verdaderamente trágico; y a causa de su significación, me parece que se debiera haber indicado más desde el tercer acto, en que las ocasiones de hacerlo no faltan. Pero vuelvo a caer en cuestiones secundarias. La situación de las ciudades y de los príncipes de la época está igualmente descrita, en muchos pasajes, con mucha claridad, y así se encuentran más o menos consumidos los elementos oficiales del movimiento de entonces. Pero lo que usted, a lo que me parece, no ha puesto bastante en relieve, son los elementos no oficiales, plebeyos y campesinos, así como su expresión teórica correspondiente. El movimiento campesino ha sido a su manera también nacional, tan dirigido contra los príncipes como el de la nobleza, y la envergadura inmensa de la lucha en la cual ha sucumbido, contrasta considerablemente con la ligereza con la cual los nobles, abandonando a Sickingen a su suerte, aceptaron su papel histórico de cortesanos. Aun según su concepción del drama, que es a mi juicio, como usted lo ha notado, un poco demasiado abstracta, no muy realista, el movimiento campesino me parece merecer más atención. La escena campesina con Joss Fritz es, sin duda, muy característica, y la personalidad de este «agitador» está muy bien mostrada; pero no basta para representar con el suficiente peso, ante el movimiento de la nobleza, la marea ya hirviente de la agitación campesina. Según mi concepción del drama, que no admite que se olvide lo real por lo ideal y Shakespeare por Schiller, la utilización de esta parte plebeya de la sociedad de entonces, tan asombrosamente colorida, habría aportado elementos enteramente nuevos para animar el drama, un fondo inapreciable al movimiento nacional de la nobleza que se desarrolla en el primer plano escénico, y por primera vez habría hecho aparecer bajo su verdadera luz el movimiento mismo. Qué asombrosos cuadros de caracteres nos ofrece esta época de descomposición de las relaciones feudales en la persona de sus reyes mendigos, de sus lansquenetes sin pan, de sus aventureros de toda especie −un verdadero trasfondo a lo Falstaff que, en un drama histórico de este género, debe producir más efecto aún que en Shakespeare. Mas, al margen de esto, es a mi juicio este desconocimiento del movimiento campesino el que le ha conducido a representar también inexactamente en un cierto sentido, por lo que me parece, el movimiento nacional de la nobleza, y a dejar escapar lo que presenta de verdaderamente trágico el destino de Sickingen. A mi juicio, la masa de la nobleza imperial de la época, no planeaba de ningún modo concluir una alianza con el campesinado, imposible porque vivía de los ingresos obtenidos gracias a la opresión de los campesinos. Una alianza con las ciudades hubiera pertenecido más al dominio de las posibilidades, pero no se realizó, o sólo de manera incompleta. Sin embargo, la revolución nacional de la nobleza no era posible sino gracias a una alianza con las ciudades y los campesinos, con éstos, sobre todo; y en esto reside, precisamente, a mi juicio, lo trágico; a saber: que esta condición esencial, la alianza con los campesinos, era imposible; que, en consecuencia, la política de la nobleza debía inevitablemente ser mezquina; que en el momento mismo en que la nobleza quiso tomar la dirección del movimiento nacional, la masa de la nación, los campesinos, protestaron contra esta dirección y su pérdida devino inevitable. No quiero juzgar aquí hasta qué punto su suposición de que Sickingen mantuvo realmente ciertas relaciones con los campesinos está históricamente fundada; y por lo demás no es esencial. Mas, si recuerdo bien, los escritos de Hutten en los cuales se dirige a los campesinos, dejan de lado la cuestión espinosa de la nobleza y buscan volver la cólera de los campesinos, sobre todo, contra los curas. No le discuto, de ninguna manera, el derecho de concebir a Sickingen y a Hutten como habiendo querido emancipar a los campesinos. Pero usted tiene aquí inmediatamente la contradicción trágica en que se encuentran los dos, entre la nobleza, de una parte, que se oponía resueltamente, y los campesinos, de otra parte. Aquí residía, a mi entender, el conflicto trágico entre el postulado históricamente necesario y la imposibilidad práctica de su realización. Al descartarlo, usted reduce el conflicto trágico a dimensiones menores, a saber: que Sickingen, en lugar de atacar a la vez al emperador y al imperio, busca querella con un solo príncipe −aunque aquí también, con un sentimiento justo, usted ha introducido a los campesinos−, y lo hace sucumbir como resultado de la cobardía y la indiferencia de la nobleza. Mas esta actitud de la nobleza hubiera estado motivada de otro modo, si usted hubiera hecho surgir antes la amenaza del movimiento de campesinos y el estado de ánimo devenido indudablemente conservador de la nobleza tras el «Bundschuh» y el «pobre Conrad». [1] No es, por lo demás, sino uno de los medios de introducir en el drama el movimiento campesino y plebeyo, y existen, por lo menos, una docena de otros igualmente buenos o mejores.
Ya ve usted, aplico una escala de valores muy elevada a su obra; es incluso la más elevada posible desde el punto de vista estético e histórico; y el hecho de que me vea obligado a hacerlo para poder formular por aquí y por allá cualquier objeción, le será la mejor prueba de mi aprobación. La crítica entre nosotros se ha hecho, desde hace años, en interés del partido mismo, necesariamente tan franca como sea posible; en cuanto a lo demás, yo y todos nosotros, nos regocijamos siempre de cada nueva confirmación de que nuestro partido, en todos los dominios en que se manifiesta, da siempre la prueba de superioridad. Y usted lo ha hecho una vez más». (Friedrich Engels; Carta a Lassalle, 18 de mayo de 1859)
Anotaciones de la edición:
[1] Antes de las insurrecciones campesinas de la Selva Negra y del Alto Suavo (1518-1523) y la guerra de campesinos en la Alemania del Sur (1525), dos grandes asociaciones secretas de campesinos y de plebeyos se levantaron contra la nobleza. El Bundschuh, cuya influencia se ejerció sobre todo en Alsacia y en el país de Bade, descubierto y aplastado en 1493 y en 1502, se reforma, bajo la dirección de Joss Fritz, para ser de nuevo diezmado en 1513. El Pobre Conrad, constituido en Wurtemberg en 1503, organiza las insurrecciones de 1513 y 1514. Habiendo los burgueses traicionado a los campesinos, sus aliados, la insurrección fue vencida por los príncipes y los caballeros.

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