Alastair Crooke.— La propaganda y las fintas bélicas son tan antiguas como el mundo. No son nada nuevo. Pero lo que sí es nuevo es que la guerra de la información ya no es un complemento de objetivos bélicos más amplios, sino que se ha convertido en un fin en sí mismo.
Occidente ha llegado a considerar que «apropiarse» del relato ganador -y presentar el del Otro como torpe, disonante y extremista- es más importante que enfrentar los hechos sobre el terreno. Apropiarse del relato ganador es ganar, según esta visión. La «victoria» virtual, por lo tanto, triunfa sobre la realidad «real».
De este modo, la guerra se convierte más bien en el escenario para imponer un alineamiento ideológico a lo largo de una amplia alianza global y hacerlo cumplir mediante medios de comunicación complacientes.
Este objetivo goza de mayor prioridad que, por ejemplo, garantizar una capacidad de fabricación suficiente para sostener objetivos militares. La creación de una «realidad» imaginada ha tenido prioridad sobre la conformación de la realidad sobre el terreno.
El punto aquí es que este enfoque -al ser una función del alineamiento de toda la sociedad (tanto en el país como en el extranjero)- crea trampas en falsas realidades, falsas expectativas, de las cuales una salida (cuando se vuelve necesaria) se vuelve casi imposible, precisamente porque el alineamiento impuesto ha osificado el sentimiento público. La posibilidad de que un Estado cambie de rumbo a medida que se desarrollan los acontecimientos se ve limitada o se pierde, y la lectura precisa de los hechos sobre el terreno vira hacia lo políticamente correcto y se aleja de la realidad.
El efecto acumulativo de una «narrativa virtual ganadora» conlleva, no obstante, el riesgo de deslizarse progresivamente hacia una «guerra real» involuntaria.
Ucrania «lleva la guerra a Rusia»
Tomemos como ejemplo la incursión orquestada y equipada por la OTAN en la simbólicamente significativa región de Kursk. En términos de una «narrativa ganadora», su atractivo para Occidente es obvio: Ucrania «lleva la guerra a Rusia».
Si las fuerzas ucranianas hubieran logrado capturar la central nuclear de Kursk, o tan siquiera la ciudad, habrían tenido una importante moneda de cambio y bien podrían haber desviado fuerzas rusas de la «línea» (del frente) ucraniana en constante colapso en el Donbass.
Y para colmo (en términos de guerra de información), los medios occidentales estaban preparados y alineados para mostrar al presidente Putin como «congelado» por la incursión sorpresa y «tambaleándose» por el miedo de que el público ruso se volviera contra él en su ira por la humillación.
Bill Burns, director de la CIA, opinó que «Rusia no haría concesiones en relación con Ucrania hasta que se pusiera a prueba la confianza excesiva de Putin y Ucrania pudiera mostrar su fuerza». Otros funcionarios estadounidenses añadieron que la incursión en Kursk, por sí sola, no llevaría a Rusia a la mesa de negociaciones; sería necesario ampliar la operación Kursk con otras operaciones audaces (para sacudir la sangre fría de Moscú).
Por supuesto, el objetivo general era mostrar a Rusia como frágil y vulnerable, en línea con la narrativa de que, en cualquier momento, Rusia podría resquebrajarse y dispersarse en pedazos, dejando a Occidente como ganador, por supuesto.
En realidad, la incursión en Kursk fue una gran apuesta de la OTAN: implicó hipotecar las reservas militares y los blindados de Ucrania, como fichas en la mesa de la ruleta, como una apuesta a que un éxito efímero en Kursk trastocaría el equilibrio estratégico. La apuesta se perdió y las fichas se perdieron.
En pocas palabras, el caso Kursk ejemplifica el problema que tiene Occidente con las «narrativas ganadoras»: su defecto inherente es que se basan en el emotivismo y evitan la argumentación. Inevitablemente, son simplistas. Su único objetivo es fomentar una alineación común de «toda la sociedad». Es decir, los principales medios de comunicación, las empresas, las agencias oficiales, las ONG y el sector de la seguridad deberían adherirse a la oposición a todos los «extremismos» que amenacen «nuestra democracia».
Este objetivo, por sí mismo, dicta que la narrativa sea poco exigente y relativamente no polémica: «Nuestra democracia, nuestros valores y nuestro consenso». La Convención Nacional Demócrata de EEUU, por ejemplo, adopta la «alegría» (repetida sin cesar), «avanzar» y «oponerse a lo raro» como declaraciones clave. Son banales; sin embargo, estos memes obtienen su energía e impulso, no tanto por el contenido, sino por el entorno deliberado de Hollywood que les da ostentación y glamour.
No es difícil ver cómo este espíritu de la época unidimensional puede haber contribuido a que EEUU y sus aliados interpretaran erróneamente el impacto que la «audaz aventura» de Kursk tuvo sobre los rusos comunes.
Occidente va a por Rusia
«Kursk» tiene historia. En 1943, Alemania invadió Rusia en Kursk para desviar la atención de sus propias pérdidas, y Alemania finalmente fue derrotada en la Batalla de Kursk. El regreso del equipo militar alemán a los alrededores de Kursk debe haber dejado a muchos boquiabiertos; el actual campo de batalla alrededor de la ciudad de Sudzha (cerca de la frontera con Ucrania y a unos 150 km de Kursk) es precisamente el lugar donde, en 1943, los ejércitos soviéticos 38 y 40 se prepararon para una contraofensiva contra el 4.º Ejército alemán.
A lo largo de los siglos, Rusia ha sido atacada de diversas formas en su flanco vulnerable desde Occidente, y más recientemente por Napoleón y Hitler. No sorprende que los rusos sean sumamente sensibles a esta sangrienta historia. ¿Bill Burns y compañía pensaron en esto detenidamente? ¿Se imaginaron que la invasión de Rusia por parte de la OTAN haría que Putin se sintiera «desafiado» y que, con un empujón más, se rendiría y aceptaría un resultado «congelado» en Ucrania, con el ingreso de este último país a la OTAN y la entrega de las nuevas provincias y de Crimea? Tal vez lo hayan pensado.
En definitiva, el mensaje que enviaron los servicios occidentales fue que Occidente (la OTAN) va a por Rusia. Este es el significado de elegir deliberadamente Kursk. Leer las runas del mensaje de Bill Burns dice que hay que prepararse para la guerra con la OTAN.
Para que quede claro, este género de «narrativa ganadora» en torno a Kursk no es ni engaño ni finta. Los Acuerdos de Minsk fueron ejemplos de engaño, pero eran engaños basados en una estrategia racional (es decir, eran históricamente normales). Los engaños de Minsk tenían como objetivo ganar tiempo para Occidente para avanzar en la militarización de Ucrania, antes de atacar el Donbass. El engaño funcionó, pero sólo al altísimo precio de una ruptura definitiva de la confianza entre Rusia y Occidente. Los engaños de Minsk también aceleraron el fin de la era de 200 años de occidentalización de Rusia.
Kursk, en cambio, es un tema diferente. Se basa en las nociones del excepcionalismo occidental. Occidente se percibe a sí mismo como alguien que se está moviendo hacia «el lado correcto de la Historia». Las «narrativas ganadoras» afirman esencialmente -en formato secular- la inevitabilidad de la Misión escatológica occidental para la redención y convergencia global. En este nuevo contexto narrativo, los hechos sobre el terreno se convierten en meros irritantes y no en realidades que deben tenerse en cuenta.
Éste es su talón de Aquiles.
«Extremismo» en conflicto con «Nuestra Democracia»
Sin embargo, la convención demócrata en Chicago subrayó una preocupación adicional: Así como el Occidente hegemónico surgió de la era de la Guerra Fría, moldeado y vigorizado a través de la oposición dialéctica al comunismo (en la mitología occidental), así vemos hoy un «extremismo» (pretendidamente) totalizador (ya sea del modo MAGA; o de la variedad externa: Irán, Rusia, etc.) – planteado en Chicago en una oposición dialéctica hegeliana similar a la anterior, capitalismo versus comunismo; pero en el caso de hoy es «extremismo» en conflicto con «Nuestra Democracia».
La tesis narrativa de la Convención Nacional Demócrata de Chicago es en sí misma una tautología de diferenciación identitaria que se presenta como «unión» bajo una bandera de diversidad y en conflicto con la «blancura» y el «extremismo». El «extremismo» se presenta claramente como el sucesor de la antigua antítesis de la Guerra Fría: el comunismo.
Es posible que en la «trastienda» de Chicago se esté pensando que una confrontación con el extremismo -en sentido amplio- volverá a producir, como ocurrió en la era posterior a la Guerra Fría, un rejuvenecimiento estadounidense. Es decir, que un conflicto con Irán, Rusia y China (de una manera diferente) podría entrar en la agenda. Las señales reveladoras están ahí (además de la urgente necesidad de Occidente de reestructurar su economía, algo que la guerra suele proporcionar).
Sin duda, la maniobra de Kursk les pareció inteligente y audaz a Londres y Washington. Pero ¿con qué resultado? No logró ni el objetivo de tomar la central nuclear de Kursk ni el de desviar tropas rusas de la línea de contacto. La presencia ucraniana en la región de Kursk será eliminada o ya lo fue.
Pero lo que sí hizo fue poner fin a todas las perspectivas de un eventual acuerdo negociado en Ucrania. La desconfianza de Rusia hacia EEUU es ahora absoluta y ha hecho que Moscú esté más decidido a llevar a cabo la operación especial hasta su conclusión. El equipo alemán visible en Kursk ha despertado viejos fantasmas (no sólo en Putín y sus ministros: campesinos de Kursk apoyaban con sus escopetas de caza a las tropas rusas) y ha consolidado la conciencia de las hostiles intenciones occidentales hacia Rusia. «Nunca más», es la respuesta tácita.
Fondo de la Cultura Estratégica. Traducido para www.nodo50.org/ceprid por María Valdés