LUCAS BRETT. Francia y la austeridad como vieja receta para nuevos problemas

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Francia se encuentra al borde de una crisis económica y social provocada por una deuda pública desbordada. Bajo el mandato de Emmanuel Macron, la deuda nacional ha superado los 3 billones de euros, alcanzando el 110% del PIB, y el gobierno ha anunciado la necesidad de pedir prestados otros 300.000 millones para el presupuesto de 2025. Los intereses de esta deuda son asfixiantes: Francia tendrá que desembolsar aproximadamente 52.000 millones de euros, lo que supone más de 750 euros por ciudadano. Este panorama, que afecta directamente al bolsillo de los franceses, refleja con claridad el peso insostenible de las decisiones políticas de los últimos años.

 

Ante este escenario, el gobierno francés, capitaneado por Macron y su primer ministro, ha hecho sonar la alarma: una “crisis inevitable” que, como era de esperar, solo puede abordarse mediante un guión ya familiar en Europa: políticas de austeridad. El plan, defendido por Michel Barnier y Laurent Saint-Martin, entre otros, propone recortes significativos en sectores tan esenciales como la sanidad, la educación y las infraestructuras. Según ellos, estos sacrificios son necesarios para “restaurar” las finanzas públicas, pero resulta difícil no ver una repetición del ciclo de siempre, donde los esfuerzos recaen sobre los de abajo, mientras los de arriba siguen intactos.

El argumento central del gobierno es que el déficit, que este año se prevé alcance el 6% del PIB, debe reducirse a toda costa. Pero, ¿no sería más oportuno preguntarse cómo se llegó aquí? Entre otros motivos, durante los primeros años de Macron en el poder, los millonarios recibieron una generosa ayuda en forma de recortes fiscales (eliminando el Impuesto sobre el Patrimonio y limitándolo bajo un Impuesto sobre el patrimonio inmobiliario), bajo la premisa de que estimularía la economía. El resultado, sin embargo, ha sido que los 75 hogares más ricos apenas pagan un 0,3% de su verdadero ingreso en el IRPF o que, en términos generales, un ciudadano común contribuye con alrededor del 50% en impuestos, mientras que un millonario no supera el 25%. Irónicamente, quienes en su momento gozaron de estos regalos fiscales ahora contemplan, desde sus atalayas, cómo el gobierno intenta que los recortes recaigan sobre el resto de la población.

No es la primera vez que Francia escucha este tipo de discursos. En 2010, durante la crisis financiera global, tal como pudimos presenciar de primera mano, Europa impuso severos recortes en el gasto público, mientras las voces desde Bruselas pregonaban la necesidad de austeridad. Los franceses, como suele suceder cuando su bienestar se ve amenazado, no tardaron en responder. Huelgas, manifestaciones masivas y una resistencia social feroz marcaron una década en la que los ciudadanos dejaron claro que no aceptarían ser los únicos en pagar los platos rotos. La historia parece destinada a repetirse si Macron y su equipo insisten en imponer nuevas rondas de austeridad.

La sociedad francesa ha demostrado ser un ejemplo de lucha cuando se trata de defender sus derechos. Movimientos como los “chalecos amarillos”, las protestas contra las reformas de las pensiones y las huelgas contra los recortes en sanidad y educación muestran una resistencia social que, en muchos casos, ha sido clave para frenar políticas injustas. La austeridad, al fin y al cabo, no es más que una herramienta que permite mantener los sillones de las élites económicas, debilitando los servicios públicos mientras protege los intereses del capital financiero y las grandes corporaciones. Es difícil no percibir en estas medidas una suerte de “escudo” que mantiene al gran capital a salvo de las tormentas que azotan a la mayoría.

Lo más inquietante de todo es que, lejos de solucionar el problema de la deuda, las políticas de austeridad suelen empeorar la situación a largo plazo. Los recortes en el gasto público ralentizan el crecimiento económico, reducen la inversión y, en última instancia, socavan la demanda interna. Los ejemplos de Grecia e Italia, que aplicaron medidas similares en la pasada década, son ilustrativos: ambos países vieron cómo sus economías se estancaron, y su calidad de vida retrocedió varios años. En Grecia, el PIB actual sigue siendo un 23% inferior al de 2007, y su economía parece haber retrocedido casi dos décadas.

Y aquí estamos otra vez, en un déjà vu económico. Incluso Olivier Blanchard, un economista crítico de la austeridad durante la crisis griega, parece haberse olvidado de las lecciones aprendidas -o más bien se ha enriquecido lo suficiente como para que no le afecten-. En una reciente entrevista, Blanchard sugirió la necesidad de recortar 90.000 millones de euros del presupuesto francés, como si esos recortes no tuvieran un impacto devastador en la vida diaria de los ciudadanos. La historia nos ha mostrado una y otra vez que estos enfoques tienden a agravar las crisis en lugar de resolverlas.

El gobierno de Macron, sin embargo, parece preparado para sacrificar la estabilidad social en favor de sus aliados económicos. Es curioso cómo, etiquetar la deuda de “crisis”, aunque en un principio sea negativo, por otra parte les proporciona una excusa conveniente para implementar austeridad, mientras que las grandes corporaciones y los millonarios siguen viendo crecer sus beneficios.

En fin, Francia se encuentra en un momento decisivo. Con un panorama económico cada vez más sombrío y una ciudadanía que ha demostrado estar dispuesta a pelear por lo suyo, las tensiones no tardarán en explotar. Europa se encuentra al borde de una nueva crisis social, provocada por políticas económicas fallidas que ya conocemos demasiado bien. Y, como en tantas otras ocasiones, Francia está llamada a ser uno de los principales epicentros de la resistencia. Porque si algo ha dejado claro el pueblo francés, es que no están dispuestos a soportar que, una vez más, les pidan apretarse el cinturón para salvar a quienes ya viven cómodamente.

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