Julio Martínez Molina (Granma).— En salas nacionales fue reestrenada El Mayor (2020), una película de alto poder simbólico que el desaparecido realizador cubano Rigoberto López dedicara –con denuedo, sacrificio y amor–, a la memoria de ese colosal patriota camagüeyano llamado Ignacio Agramonte.
El Mayor enhiesta y apuesta todas sus banderas por la extraordinaria fuerza de la resistencia y la lucha de los pueblos. Lo hace en medio de un momento histórico cuando, como parte de una guerra político–cultural de cuarta generación, nuestros símbolos se intentan enlodar, resignificar y manipular, desde la más aviesa orfandad moral, por parte de siervos políticos de las nuevas metrópolis hegemónicas.
Provista de una mirada descolonizadora, la cinta –artísticamente digna e ideológicamente honesta–, evoca el pretérito patrio, con seriedad y rigor en la aproximación a sucesos definidores de la historia insular.
Al guion del dramaturgo Eugenio Sánchez Espinosa y de Rigoberto López hay que encomiarle su mirada integral al hecho libertario, al enfocar el desarrollo de la Guerra de los Diez Años desde dos de sus escenarios centrales: la manigua y las juntas de jefes.
El filme presta atención tanto al peso lamentable de los regionalismos, como a las divergentes formaciones culturales y cosmovisiones filosóficas e ideológicas de nuestros próceres, todo cuanto propendía a que veces resultase difícil la adopción de determinados acuerdos.
No obstante, al largometraje lo que más le interesa resaltar es el valor supremo de la unidad en tanto instancia cardinal de supervivencia de los pueblos que luchan por librarse del yugo extranjero. Y, así, se convierte en claro reflejo de nuestra historia, donde todo pudo lograrse gracias a la cohesión de los cubanos contra colonias e imperios.
Acierto de la cinta es mostrar a nuestros héroes (Agramonte, Céspedes u otros) tal cual fueron. Al hacerlo, se guarda de penetrar dentro del socorrido campo con minas de la hagiografía, tan común en segmentos de la pantalla mundial sobre héroes o mártires.
Sobresalen, del plano técnico, las secuencias del rescate de Julio Sanguily, con pragmático empleo del espacio, la inserción de briosos acercamientos del director de fotografía Ángel Alderete y solvente dominio de la filmación de los combates cuerpo a cuerpo.
No desmerece tampoco la recreación del combate de Jimaguayú, con destaque para el trabajo con los extras. No así el de Ceja de Bonilla, rodado con escasa imaginación y muy limitado entusiasmo.
Los primeros veinte minutos del filme, los paradójicamente menos vinculados a la épica pura (son los del descubrimiento y amor entre Amalia Simoni e Ignacio Agramonte), cubren el tiempo en pantalla cuando vibra esa energía que luego es intermitente, o falta del todo, en el resto de un metraje que sufre bastante tal depresión.
Menguan el alcance de la película, además, sus asimetrías interpretativas. Tampoco le hacen mucho favor algunos diálogos sentenciosos, enunciativos y en ocasiones muy didácticos, carentes de la naturalidad hallable en aquellos primeros veinte minutos.
El Mayor no alcanza el vigor, la coherencia y la consistencia narrativa de otro cercano exponente histórico local a la manera de Cuba Libre(Jorge Luis Sánchez, 2015). Pero sus aciertos, aquí referidos, le aseguran su relieve dentro de un género de tanta significación.