Madeleine Sautié (Granma).— No es la primera vez que Cuba vive momentos duros. De su fuerza y resistencia sobran ejemplos. No por ello han cerrado sus aulas. Lo han hecho posible el país y sus maestros.
Diciembre contempló, hace más de 60 años, cómo fue que pudo una isla entera saber de letras para hacer futuro. El más grande hecho cultural acometido por la Revolución Cubana fue la Campaña de Alfabetización, que inició el camino para barrer la ignorancia de un pueblo y poner en sus manos la luz de los libros.
La gesta la protagonizaron maestros de formación y muchos otros que, sin serlo, se tornaron maestros. Aquella proeza sin igual hizo que el 22 de diciembre de 1961 pudiera ser declarada Cuba Territorio libre de analfabetismo. La fecha inspiró después, para que ese día fueran agasajados los educadores cubanos.
No es lo mismo dar clases que ser maestro. No basta integrar un claustro ni tener como centro laboral una escuela. No es un puesto de trabajo, sin más ni más, ese de ser maestro.
Quien maestro se siente ha de saber que no hay espejo como él para que se mire un niño; que la conducta propia no admite tacha; que resulta inadmisible el favoritismo y la injusticia; que el aula es espacio para la paz y la ética.
El maestro verdadero será confidente, estará atento al rostro distraído; sabrá, con solo mirar a sus alumnos, lo que sucede; será confianza y designio.
Entenderá el maestro, si lo es de verdad, que debe cuidar su estampa y su actitud; que hay almas recién llegadas refugiándose en él; que el carácter en ciernes se ajusta a sus moldes; que se multiplicará el amor ofrecido.
Defenderá la Patria, desde un poema, un hecho real, o desde la exactitud de las ciencias; quien la desdeña, jamás lo ha sido. El aula es el templo donde no cabe lo indigno. Cuando por ley de vida no esté el maestro, que nadie crea que se ha ido. Busquémoslo en el éxito profesional de sus alumnos, en las almas donde anidó su huella, en la grandeza ajena en que floreció, sin hacer ruido.