Julio Martínez Molina (Granma).— Ni irracional ni lunática ni hueca ni indescifrable u otras tantas descalificaciones que, facilista y repetitivamente, le han endilgado.
Megalópolis (Francis Ford Coppola, 2024) supone el acto de consecuencia de un maestro del cine estadounidense para con una obra personal que devino ineludible a la hora de examinar la esencia misma de la nervadura capitalista y de la soberbia imperial de Estados Unidos (El Padrino, La conversación, Tucker, The Rainmaker, Apocalypse Now, Jardines de piedra…).
Igual, supone el acto de consecuencia para con una obra personal que, desde muy joven y hasta su vejez, también plantó bandera por la total libertad narrativa, la exploración y el experimento.
Megalópolis concentra las dos querencias históricas fundamentales de Coppola, las dos variantes autorales eternas del cineasta de 85 años, en un solo filme que es, a la vez, aguda fábula política sobre los estertores de un imperio y feraz ejercicio de libre albedrío /voluntad estilística. Expresión de coherencia y empeño digna de admiración.
Coppola estrena Megalópolis en la fase final de la decadencia del imperio estadounidense, una etapa que él equipara con el hundimiento de Roma. Si en El cuento de la criada –la novela de Margaret Atwood y la serie homónima de la plataforma Hulu– EE. UU. llega a convertirse en el régimen dictatorial y fundamentalista de Gilead, en Megalópolis la nación del Norte es la Nueva Roma: sitio de oropel, vacío, banalidad, pan y circo, anegado en la ciénaga moral sobre la que lo construyeron.
Estrenada en EE. UU. a pocos días de la victoria, en los comicios de noviembre, de Donald Trump –cuya retórica ridiculiza–, se abre sobre esta interrogante: «Nuestra república estadounidense no es tan diferente de la vieja Roma. ¿Podremos preservar nuestro pasado y toda su maravillosa herencia, o también nosotros caeremos víctimas, como la vieja Roma, al insaciable apetito de poder de unos pocos hombres?».
El interés por el estudio del poder transversaliza el cine de Coppola, como también el de Orson Welles y ese hito de la pantalla titulado El ciudadano Kane (1941). Esa película se hunde en la piel de Megalópolis, cinta que –a la par– dialoga con Avaricia (Erich von Stroheim, 1924), Metrópolis (Fritz Lang, 1927), La dulce vida (Federico Fellini, 1960), Calígula (Tinto Brass, 1979), El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013) o Babilonia (Damien Chazelle, 2022).
Megalópolis, el proyecto quimérico de Coppola durante más de cuatro décadas, se ha materializado, al fin, en un filme que resulta luminosa celebración y exaltación de las potencialidades del séptimo arte.
La cinta no solo elocuencia un inconmensurable amor a la pantalla. Además, reconfirma que el cine constituye dispositivo ideal tanto para caminar por la delgada línea que separa a los sueños de las pesadillas, como para adentrarnos en la siquis humana, confirmar la futilidad de todas las egolatrías y poner en claro las reales certezas de este mundo.
En tanto cinéfilo, agradezco vehementemente el que constituye el testamento cinematográfico e ideológico de Coppola.