Kike Parra (Unidad y Lucha).— La relación actual entre la Unión Europea y Estados Unidos no se define por la sumisión ni por la derrota, sino por el abandono estratégico. Europa ha quedado relegada, como un juguete roto descartado por Washington.
La UE no ha sido derrotada por Estados Unidos, pues ello implicaría una confrontación directa. Simplemente, la administración Trump está desarticulando sistemáticamente los consensos internacionales vigentes desde la Segunda Guerra Mundial. Esta ruptura ha generado una divergencia en la estrategia geopolítica de ambos actores, exacerbando los desacuerdos en temas clave como la relación con Rusia o las políticas arancelarias.
Sin embargo, esta pugna no constituye un conflicto entre entidades soberanas (sean estados o bloques supraestatales) equivalentes, ni mucho menos un enfrentamiento interimperialista. Tal interpretación, sostenida por ciertos elementos político-ideológicos, es una idealización interesada que busca justificar políticas antiobreras, como el rearme militar.
Bajo la retórica de la «defensa de la soberanía europea» o el «autonomismo», se están impulsando medidas que atacan directamente a la clase trabajadora. El resultado es una nueva transferencia de riqueza del Trabajo al Capital, disfrazada de proyecto de independencia continental.
Resulta igualmente incorrecto afirmar que existe un enfrentamiento político-ideológico. El materialismo histórico nos enseña que la realidad material determina el sujeto político-ideológico y no a la inversa. Las ideologías penetran entre la clase trabajadora, alejándola de la defensa de sus propios intereses, y legitiman la dominación y el poder hegemónico de clase, independientemente de la facción del imperialismo que representen.
La Unión Europea ha formado parte de la superestructura internacional a manos del imperialismo globalista y ahora, con el giro de timón, este proyecto sometido y subsidiario deja de ser útil. Ya no es instrumental a los nuevos intereses del imperialismo y por lo tanto ha sido abandonado.
No cabe hablar de “derrota” del proyecto europeo porque no existió enfrentamiento. Desde su creación hasta la actualidad, el imperialismo europeo, pasó por distintas fases de mayor o menor dependencia. Un proceso que solo se puede entender en su complejidad, desde una concepción dialéctica de su conformación histórica.
Samir Amin, en referencia al Tratado de Roma de 1957 por el que se crea la CEE, describe el papel de Europa en «La implosión del capitalismo contemporáneo» (2013), donde afirma que: «La construcción europea ha sido siempre un proyecto imperialista regional, subordinado a la estrategia global de Estados Unidos. […] La Unión Europea no es más que un apéndice del imperialismo colectivo liderado por Washington, diseñado para garantizar la continuidad de la explotación capitalista en escala mundial».
Esta dualidad dependencia-autonomía se remonta a la posguerra. El Plan Marshall (1948-1952) para reconstruir Europa Occidental, aunque fue presentado como ayuda humanitaria, “estaba claramente dirigido a evitar que los partidos comunistas, fuertes en países como Francia e Italia, llegaran al poder […] La estabilización de Europa Occidental bajo hegemonía estadounidense era un requisito para contener a la URSS.» (Eric Hobsbawm, «Historia del siglo XX«).
Molotov escribió en 1947 en Pravda: «El Plan Marshall no es ayuda, sino un instrumento para esclavizar a Europa. […] Su verdadero propósito es convertir a los países participantes en colonias económicas de Wall Street y garantizar la hegemonía militar de Estados Unidos«.
La misma lógica impulsó la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) en 1951, uno de los pilares sobre los que se asienta la actual UE. Este acuerdo fue promovido y financiado por EE. UU. con el mismo objetivo. «La integración económica de Europa Occidental es vital para crear un contrapeso al poder soviético» (Informe del Consejo de Seguridad Nacional de EE.UU, 1950).
Militarmente, la OTAN bajo el liderazgo indiscutible de Washington, integró a Europa occidental y excluyó la oriental, sometiéndola además a una ocupación «de facto» de fuerzas militares americanas, principalmente en Alemania, que jugó el papel de vanguardia en el control sobre la URSS.
A esto se sumó la tiranía del dólar impuesta en Bretton Woods (1944), que sometió a los pueblos europeos al control financiero estadounidense. Este sistema, paradójicamente, generó déficits crónicos, desindustrialización y deuda, lo que representa el argumentario trumpista para la imposición arancelaria mundial. A partir de aquí, se perpetuó un orden unipolar basado en la supremacía militar y monetaria de EE. UU.
Bajo esta peculiaridad compleja, de intereses entretejidos, debemos entender el desarrollo del polo imperialista europeo, sobre todo desde el Tratado de Maastricht, el de Lisboa y el intento de Constitución Europea. En cualquier caso, este proyecto asentado sobre el eje franco-alemán fracasó con la crisis de 2008, realidad que desde entonces es cada vez más evidente.
Por lo tanto, la actual tensión entre Europa y EE. UU. no es fruto de disputas interimperialistas, sino el reflejo de la profundidad de la crisis estructural de un sistema capitalista terminal que, ante el colapso inminente, se ve imposibilitada para hacer converger los distintos intereses del Capital.
En esa guerra fratricida entre sectores del imperialismo, Europa y la Unión Europea son las víctimas más llamativas. El proyecto “europeo” queda, bajo esta nueva realidad, arruinado y reducido a escombros.
¿Qué futuro le espera a Europa y a sus pueblos?
El sabotaje del Nord Stream simboliza la continuación explícita de la sumisión energética y estratégica de Europa, eliminando cualquier ilusión de autonomía. La Unión Europea seguirá a la merced de las indicaciones de su amo y se configurará en relación a sus intereses. Solo una cuestión es clara: estamos ante el desmantelamiento definitivo de los restos de lo que un día se llamó el “estado del bienestar” y que, como caramelo envenenado, fue útil para frenar el desarrollo autónomo de la clase trabajadora. Nos encontramos ante el retroceso de todas las conquistas que, en el pasado, la clase obrera europea arrancó de las garras de la burguesía avara.
No hay posibilidad de soberanía o prosperidad dentro de este marco. La defensa autónoma de los pueblos de Europa, solo se puede conseguir a la par que la independencia emancipatoria de la clase trabajadora. Es necesario para salvar a la humanidad de la barbarie actual, cambiar las relaciones de producción, garantizar un futuro de desarrollo sostenible para la mayoría de los pueblos del mundo, restablecer relaciones de respeto con la naturaleza y de amistad fraternal entre los pueblos.
Para avanzar hacia esos objetivos, la consigna de salida del euro, la OTAN y la UE sigue siendo igual de válida que la primera vez que el PCPE la formuló. Hoy en día es la mejor alternativa para que no nos arrastren a la guerra.