En las bulliciosas callejuelas de Lagos, en el corazón de los coloridos mercados de Abiyán o en las congestionadas avenidas de Nairobi, la ira está latente. Una ira apagada, luego ruidosa, que ahora estalla abiertamente. Cada vez son más los ciudadanos que salen a las calles blandiendo carteles y planteando reivindicaciones contra unas élites que se consideran sordas a su angustia. En el fondo: una crisis económica implacable. A medida que el costo de la vida se dispara y el poder adquisitivo se desploma, se extiende un sentimiento compartido: el de sentirse abandonado.
Esta crisis, que algunos economistas ahora llaman “la economía del descontento”, refleja un profundo malestar. El Fondo Monetario Internacional (FMI) incluso ha intervenido, mencionando un “aumento del malestar social” en sus últimas previsiones para el África subsahariana. Detrás de estos términos susurrados, un continente lucha por mantener su equilibrio, atrapado en el vicio de las fuerzas económicas mundiales y las fallas internas.
Mercados paralizados por el aumento de los precios
El mercado de Makola en Accra es como una escena que se repite en todo el continente. Aquí los puestos están siempre llenos, pero los clientes son pocos. El precio del maíz, un alimento básico en muchas regiones, se ha duplicado en dos años. “Antes, podía comprar lo suficiente para alimentar a mi familia durante una semana. Hoy no aguanto ni tres días”, dice Ama, vendedora de verduras. Su situación no tiene nada de excepcional. En todas partes, la espiral inflacionaria ha puesto de rodillas a millones de hogares.
La causa es una serie de crisis que se han sucedido sin dar tiempo a las economías locales a respirar. Tras el impacto de la pandemia, la Guerra de Ucrania interrumpió las cadenas de suministro mundiales, haciendo subir los precios del combustible, los fertilizantes y los alimentos. Los países africanos, que importan masivamente estos productos, han visto sus facturas dispararse. “No es sólo una crisis económica, es una crisis existencial”, dice un economista de Nairobi.
La situación se agrava aún más por la depreciación de las monedas locales frente al dólar. El cedi ghanés, por ejemplo, perdió casi el 40 por cien de su valor en 2022, lo que aumentó el costo de las importaciones. Resultado: una población atrapada entre ingresos estancados y precios en aumento.
La calle como escenario de la ira popular
Cuando el plato está vacío, la calle se llena. Y los carteles hablan con franqueza: “Tenemos hambre”, “La vida es demasiado cara”, “¿Dónde está el Estado?” Lemas sencillos pero contundentes que resumen la frustración colectiva. En Nigeria, el fin de los subsidios a los combustibles en 2023 ha provocado una ola de protestas. Desde los sindicatos hasta las asociaciones de estudiantes, todos los componentes de la sociedad han unido sus fuerzas.
Kenia, por su parte, no se queda atrás. La promesa del presidente William Ruto de una “economía de abajo hacia arriba” para aliviar la carga de los más pobres, se ha topado con una realidad muy diferente: aumentos de impuestos, recortes presupuestarios e inflación galopante. Las protestas de julio de 2023, organizadas bajo la consigna de “Lunes de Maandamano” [Lunes de Protesta], paralizaron el país. En las redes sociales circulan en bucle vídeos de enfrentamientos entre manifestantes y policías, avivando la ira popular.
Pero en estos movimientos no sólo hay descontento económico. Detrás de la protesta surge una desconfianza generalizada hacia las élites. La corrupción, las desigualdades flagrantes y la falta de respuestas estructurales están alimentando una división entre quienes gobiernan y quienes son gobernados. “No somos pobres porque no hay dinero en este país. “Somos pobres porque nos roban”, dice un manifestante en Nairobi, entre dos ráfagas de gases lacrimógenos.
Entre la represión y los parches temporales
Ante esta marea creciente, los gobiernos están reaccionando, aunque a menudo de manera torpe. Las fuerzas del orden se despliegan periódicamente para sofocar las protestas. En Zimbabwe las protestas contra el aumento de los precios del combustible han sido reprimidas con una brutalidad escalofriante. Detenciones arbitrarias, cortes de internet y discursos incendiarios de dirigentes demuestran un temor palpable entre los gobiernos ante el auge de los movimientos sociales.
Otros prefieren medidas más simbólicas. En Costa de Marfil, el presidente Alassane Ouattara anunció una serie de medidas destinadas a aliviar las tensiones: aumento de los salarios de los funcionarios, limitación de los precios de los productos de primera necesidad y ayuda específica para los hogares más pobres. Pero estas políticas, a menudo improvisadas, difícilmente logran satisfacer la magnitud de las necesidades. “Son como vendajes en una herida abierta”, afirma un analista político basado en Dakar.
La verdadera respuesta, la que nos permitiría tranquilizar los ánimos a largo plazo, sigue estando fuera de nuestro alcance: una reforma estructural de las economías africanas. Una menor dependencia de las importaciones, un mayor apoyo a la agricultura local y una lucha seria contra la corrupción serían algunas de las vías a explorar. Pero eso requiere coraje político. Y tiempo. Mucho tiempo.
Un continente en un punto de inflexión
La “economía del descontento” no es sólo un síntoma de crisis. También es una señal de alarma. Las protestas actuales, aunque motivadas por causas económicas, reflejan una demanda más amplia: la de una sociedad más justa y más equitativa. “No se trata sólo de dinero. Es una cuestión de dignidad”, resume un joven militante ghanés.
Si se gestionan mal, estas crisis podrían provocar una inestabilidad crónica y frenar el desarrollo de un continente lleno de promesas. Pero, por el contrario, también podrían ser una oportunidad para repensar los modelos económicos y sociales. La ira, si se escucha, puede convertirse en una fuerza de cambio.
Por ahora, sin embargo, África se tambalea. Entre una juventud decidida a hacerse oír y unos dirigentes a menudo desbordados, la brecha parece ampliarse. La única certeza es que el status quo ya no es sostenible. El continente se encuentra en un punto de inflexión, y la forma en que se gestione esta crisis podría determinar su futuro en las próximas décadas.
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