Dilbert Reyes Rodríguez (Granma).— Unos años después, en la fila de un pelotón de fusilamiento, los hermanos Toledo debieron repasar –cada uno por su lado y en silencio– muchas de las tardes remotas en que su padre los llevaba a descubrir los secretos del monte.
No hubo nada literariamente mágico y sí mucho de rabia contenida en la historia realísima de Maximiliano, cuando contó la muerte de Juan Bautista y de Orestes, padre e hijo ametrallados a mansalva ante los ojos de la cuñada Genoveva y de los seis niños de la familia.
Pangüino Tardío, el sanguinario jefe de una banda de bandidos en esa zona del Escambray, había sabido que Cheo, el miliciano hijo de Juan, estaba de paso en la casita de la finca El Palmar, en Cuatro Vientos, Topes de Collantes, y fue a buscarlo con toda su cuadrilla.
Sin otro anuncio que el ladrido de los perros, cerca de la medianoche acribillaron la casa por los cuatro costados, pero de «puro milagro» nadie fue herido. Los alzados exigieron que saliera Cheo, y Juan les gritó que ya no estaba, que se había ido en la tarde, y que no tiraran más, por los niños.
Pangüino les vociferó que salieran al secadero, y ordenó separar a los dos hombres, porque Orestes ya era un hombre, aunque tuviera 18, más hombre que todos sus asesinos juntos. Tenía a quién salir, y lo demostró en un solo gesto aquella madrugada del 16 de abril de 1962.
Había que tenerlos bien puestos para dar la respuesta que dio Juan, el patriarca familiar de 65 años, cuando los bandidos le dijeron que ellos venían matando comunistas y simpatizantes de Fidel. «¡Pues aquí todos son comunistas!», respondió Juan Bautista.
Lastimado en su orgullo, el cobarde de Pangüino lo fulminó con una ráfaga de su ametralladora, y Orestes, con 18 años, saltó como una fiera, pero un tiro en el pecho lo dejó herido mortalmente, con el machete sacado de su funda a la mitad.
En la escena terrible todos temblaban. De impotencia los criminales, de miedo Genoveva, a quien llevaron encañonada en la cabeza, a revisar la casa, buscando armas que no había. A la salida voltearon el cadáver de Juan, lo registraron, y le llevaron los 700 pesos que cobró por la cosecha del café.
Los niños eran presa del pavor, menos el más grandecito, de ocho años, que temblaba de rabia, y salió al paso del cabecilla en retirada: «¡Tú haces eso porque mi papá y mis tíos no están aquí!». El bofetón que le dio Pangüino lo hizo rodar por el barranco pegado al secadero. El criminal también le dijo a Genoveva que se fueran de por allí, porque regresaría al otro día y los mataría a todos.
Maximiliano estaba en un corte de caña en Camagüey cuando recibió el telegrama: «Tu padre y hermano muy graves». Pero lo cierto es que ya estaban muertos hacía 13 madrugadas, desde aquella interminable en que Genoveva puso un farol para cuidar que el frío no apagara la luz que le encendió a Juan, allí mismo en el secadero, donde estaba todavía, acribillado. En la casita baleada, otra vela proyectaba en las paredes la sombra inerte de Orestes.
Maximiliano no volvió al corte de caña. Se unió a su hermano Cheo, el miliciano; y Adolfo también, y cuenta Roger –el periodista de Granma que oyó y escribió después los detalles de la tragedia, contada ante el tribunal que demandó al Gobierno de EE. UU. por financiar, mediante la CIA, a cientos de bandas contrarrevolucionarias que entre 1961 y 1965 mataron a 549 cubanos– que los tres Toledo juraron no salir de la Limpia del Escambray hasta liquidar al último bandido, especialmente al asesino de su padre y de su hermano.
Así lo hicieron, hasta el día en que tuvieron a Pangüino Tardío delante de sus fusiles, después de ser juzgado y condenado por la justicia cubana, aunque ni con su muerte pagara todo el terror que sembró.
Sin embargo, al Gobierno de Estados Unidos se le antoja decir que Cuba patrocina el terrorismo, y por largos años dice que es así, y después que no, por pocos días, y otra vez que sí. ¿Somos nosotros los terroristas?
Fuente: Archivo del periódico Granma