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Elson Concepción Pérez (Granma).— Discrepo con quienes llaman improvisación a lo que hace el actual mandatario de Estados Unidos, Donald Trump, especialmente, a propósito de su decisión respecto al Golfo de México, que ordenó renombrar como «Golfo de América».
Acepto, sin embargo, lo que dicen o escriben sobre su histrionismo y egocentrismo que, unido a su multimillonaria fortuna, le permiten sustituir al raciocinio, la lógica, y otras cualidades de las que, normalmente, tiene un presidente o figura pública en cualquier país.
¿Cómo puede resultar posible que el mandatario de una nación con vasta cultura, potencia económica y militar, «gobierne» como un director de show de pésima calidad, mueva sus marionetas, sin raciocinio alguno y, a cada momento, se gaste «sorpresitas» como la de firmar una ley que cambie el nombre de golfos y montes, simplemente para asentar su hegemonía con decretos artificiales.
Su «estilo» de dirigir, muy mediático, por cierto, insiste en imponer a toda costa, su matriz preferida: Make America Great Again, o «Hacer a Estados Unidos grande de nuevo».
En el caso del Golfo de México no solo cambió el nombre, sino que declaró –por decreto también– al 9 de febrero como Día del Golfo de América, y al hacerlo y divulgarlo la gran prensa a su servicio, se «aplastan» una serie de normas y regulaciones de carácter internacional.
Un despacho de la agencia Sputnik recuerda que, para que un cambio de nombre entre en vigor a nivel global, se necesita de la aprobación de la Organización Hidrográfica Internacional (a la cual pertenecen ee. uu. y México), organismo que garantiza que los mares, océanos y aguas navegables del mundo se registren y cartografíen de manera uniforme. También, agrega el despacho, esta medida requiere de la evaluación de la Convención y Grupo de Expertos de Naciones Unidas en Nombres Geográficos sobre el Derecho del Mar.
Por otro lado, propinando otra gran ofensa a los ciudadanos de un país, e, incluso, a la más elemental norma del derecho internacional, Trump publicó, en Truth Social, dos mapas: en uno de los planos aparece Canadá pintado con los colores de la bandera estadounidense.
No se trata de un orate atado a la pata de la mesa: arrebatado por su angustia; lo hizo un presidente con una intención marcada de apoderarse del planeta, y gobernarlo a su antojo.
Su obsesión de convertir a Canadá en el Estado número 51 de la Unión Americana, no la aparenta, la exhibe, y para ello lanzó su anzuelo predilecto, cuando aseguró que «la unión de los dos países eliminaría los aranceles comerciales, bajaría los impuestos y garantizaría a Ottawa una seguridad total frente a las supuestas amenazas de barcos rusos y chinos».
Mientras, en la región latinoamericana y en otros confines del mundo, los países deben estar alertas, pues Trump solo lleva unos días en la Casa Blanca y da muestras cada día de una especie de esquizofrenia expansionista, al peor estilo de gobernante alguno.