José L. Quirante (Unidad y Lucha).— Escuchad: Hubo una vez un planeta llamado Tierra, donde en un medio con frecuencia inhóspito vivieron muchos millones de seres humanos, cuya principal ocupación a lo largo de los tiempos fue currar y hacer lo indecible por subsistir. Al principio, es decir, desde que se tuvo conocimiento de presencia humana en lo que fue el quinto mayor planeta del Sistema Solar, la gente vivía en grupos, no creaban excedente alguno después de cubrir sus necesidades más perentorias y, en consecuencia, no acumulaban bienes. Repartían lo que producían, ¡así, sin más! Y como el desarrollo de las fuerzas productivas era insuficiente como para que el trabajo excedentario de unas personas liberara a otras de la necesidad de trabajar, la explotación era imposible. Tenían, por tanto, relaciones sociales comunitarias y, al no existir clases sociales, no era necesario ningún tipo de Estado para regularlas. A aquella forma de organizarse y vivir, Carlos Marx (¿recordáis a aquel tenaz y perspicaz economista, filósofo e historiador, que elaboró una teoría científica para superar el capitalismo?) la denominó Comunismo primitivo, una sociedad en la que la propiedad privada brillaba por su ausencia. Fue precisamente la apropiación, más tarde, de bienes por una codiciosa y desaforada minoría lo que jodió el invento a quienes con su trabajo los producían, en las sociedades que la lucha de clases impuso a través del desarrollo dialéctico de la Historia: plebeyos y esclavos en la Roma antigua; vasallos y siervos de la gleba en la Edad Media y proletarios en la sociedad capitalista burguesa. Antagonismos de clase que, como veis, perduraron durante muchos siglos.
Nada es eterno
En concreto, hasta que un día de Octubre de 1917 otro obstinado revolucionario de nombre Vladimir Ilich, conocido como Lenin, organizó la toma del Palacio de Invierno de Petrogrado por los sóviets de obreros y soldados. Quedando demostrado empíricamente que los parias de la Tierra todo podían ser. Y el mundo cambió de base con la materialización del SOCIALISMO, ¡el real, el de verdad! Una experiencia revolucionaria que se extendió como reguero de pólvora por los cinco continentes, poniendo contra las cuerdas al cruel capitalismo. Y el tiempo pasó inexorablemente, no sin producir desgarradores estragos. Y otra vez, como ocurrió en el siglo XIX, contra aquella revolución del pueblo y por el pueblo se coaligó lo más ruin y repugnante del Planeta, también en sus propias entrañas. Y la batalla se perdió en el país de la esperanza de la clase obrera. Y pasó lo que pasó. El capitalismo se vino arriba pese a sus andrajos y los trabajadores, y sobre todo la juventud, se encontraron políticamente huérfanos, desencantados y a merced de la anticultura burguesa. Los derechos sociales y laborales, por no defenderlos con uñas y dientes, se fueron al carajo, y un mal día un aprendiz de Hitler, rodeado de ministros multimillonarios y fascistas, y ya sin máscaras, decidieron arrasarlo todo: derechos humanos, libertad de expresión, soberanía nacional, democracia, entorno natural, etc., etc. Y el vilipendiado globo terráqueo no soportó más aquella obscenidad imperialista, reventando de oprobio por los cuatro costados.
Hoy, desde un lejano lugar tras la gigantesca explosión, en otra galaxia del infinito Universo, describo esta horrible hecatombe para sacudir conciencias indiferentes o adormecidas e impedir que tragedias como la narrada, fantástica por ahora, tengan lugar realmente algún día. Porque todo es superable, todo cambia. Nada es eterno. Tampoco el insaciable capitalismo en su brutal y criminal fase imperialista. Basta para acelerar el movimiento con organizarnos revolucionariamente, luchar para sí y propinarle el último y definitivo empujoncito. Porque de no hacerlo, el peligro expuesto durará aún demasiado tiempo. De nosotros/as, de ti, depende. ¡Tú decides!