Las crisis del sistema capitalista no son una estafa. Sin embargo, sus representantes sí que son a menudo estafadores profesionales. En Argentina, los gurús del mercadeo digital han caído en desgracia, después de que Milei aplicara su criptoestafa; pero Trump ha ido mucho más lejos. Wall Street es para él lo que el casino de Montecarlo fue para los duques arruinados: un lugar donde la ruleta siempre favorece al amigo del dueño. En apenas horas, los valores bursátiles de sectores clave se desplomaron tras sus anuncios arancelarios. ¿Qué mejor momento para comprar con información privilegiada, justo antes de que el magnate… retirara los aranceles? ¿Y qué podía esperarse cuando quien apuesta es también el crupier?
Cuando Marx escribió que la historia se repite “una vez como tragedia y otra como farsa”, no conocía todavía a Donald Trump, pero sin duda habría reconocido en él a un Napoleón III posmoderno. Los ingenuos creían que el magnate se replegaría hacia dentro, que su nacionalismo era un “America First” genuino. Pero Trump no quiere encogerse: refleja la bravucona esquizofrenia de un imperialismo que está perdiendo preponderancia. Europa ya ha sido domesticada —entre chantajes y «Javelins»—, pues Ucrania la mantiene ocupada. El verdadero teatro se traslada ahora al Pacífico: el viejo “Pivot to Asia” de Obama, que Trump ha llevado a su definitivo paroxismo imperial. América Latina como patio trasero, Europa como peón disciplinado y China y Rusia (sí, también Rusia) como enemigos estratégicos a batir. Bienvenidos al desierto de lo real.
Los aranceles de Trump no son política comercial: son amenazas mafiosas cuyo verdadero objetivo es abrir mercados por la fuerza. No se trata de proteger a la industria norteamericana (que para nada se está fomentando), sino de obligar a otros países —Europa, sobre todo— a firmar tratados de libre comercio en condiciones asimétricas. Bruselas, cómo no, se ha dejado intimidar, pero Pekín… no. Responde con firmeza, fortalece sus alianzas en Asia y América Latina y le recuerda a Washington que ya no estamos en 1991. El magnate neoyorkino presume de dominar el “arte del trato”, pero en realidad actúa como un usurero desesperado por mantener el control de la partida. Trump efectúa gestos para hacer creer que compadrea con Putin (mientras la progresía europea simula creerse que de verdad ambos son “amigos” e incluso percibe su “afinidad ideológica”), cuando lo que busca es fracturar el bloque euroasiático, como si la nueva Ruta de la Seda y la Organización de Cooperación de Shanghái fueran a venirse abajo al más mínimo canto de sirena de un matón de patio de colegio. El objetivo real de Trump es acabar con los BRICS, y en particular destruir a China… y a Rusia. Quien no lo vea ha caído en la propaganda de la “Academia de las Ciencias de Twitter”.
Pero Trump no solo es un peligro para el equilibrio global, sino también el peor enemigo de la clase trabajadora estadounidense. En nombre de la “eficiencia gubernamental”, Elon Musk y él han recortado fondos públicos, despedido a empleados estatales y eliminado programas sociales que sostenían a millones de personas que viven por debajo del umbral de pobreza. Mientras tanto, se enriquece, privatiza y reparte contratos a dedo entre sus socios. Un gobierno de oligarcas para oligarcas. A diferencia de este magnate de gorras rojas, la República Popular China (roja pero de verdad) ha sacado a más de 700 millones de personas de la pobreza en apenas cuatro décadas. ¿Cuál es entonces el modelo a seguir? ¿Y qué ha hecho Trump, además de encarecer y aplicar su motosierra oligárquica?
Los pueblos del mundo no tienen por qué tomar partido en una «dialéctica entre imperios» en decadencia, cuando hay nuevos actores emergentes dando una lección al mundo desde Asia y en alianza con el Sur Global. Ni Trump ni Bruselas representan una salida: uno es la caricatura de un César decadente, la otra una vasalla sin interés por edificar algo diferente. El vonderleyenismo no es mejor que el trumpismo: aquí en Europa la amenaza de guerra se multiplica, las desigualdades se profundizan y la «democracia» vaciada de contenido convence a cada vez menos gente. ¿En nombre de qué supuestos “valores europeos” nos mandan sacrificarnos, cuando China está demostrando la superioridad objetiva de la economía planificada? Los pueblos de Europa debemos rebelarnos contra la guerra imperialista en la que quieren meternos, porque, si no damos guerra a la guerra, la historia volverá a repetirse. Y esta vez no será solo como farsa.