Hugo Dionísio.— En «Mediarquía», Yves Citton desmantela la maquinaria de influencia política que está acotando el debate político a lo que podríamos considerar la derecha tradicional. Según Citton, en términos muy simples, los medios dominantes crean entornos propicios para la producción de cierto estado mental, de resentimiento, desilusión o impotencia, y luego, a través de un ejército de comentaristas y otras figuras con exposición pública, producen y transmiten el discurso que responderá, precisamente, al ambiente de miedo provocado, cuyos electores están disociados de los problemas más graves que enfrentan los trabajadores.
En este sentido, Citton considera que el régimen en el que vivimos —la democracia liberal— ya no es una democracia, sino una mediarquía o, incluso, una «publicocracia», ya que los medios producen figuras públicas —a través de su aparición en programas de entretenimiento— con las que el público posteriormente asociará el discurso que se les inculcó como coincidente. Por lo tanto, estas personas están más motivadas por el odio a los migrantes asiáticos y la corrupción —endémica del capitalismo— que por los problemas de vivienda, trabajo, educación, salud o incluso la posibilidad de una guerra. Lo que buscan es una coincidencia en el discurso, la confirmación del problema y no su solución.
Por supuesto, en ello no hay nada nuevo, ya que el fenómeno de la exposición pública, asociado al discurso amplificado por las redes sociales, se ha identificado desde hace tiempo como una estrategia para influir en los votos, de la cual las encuestas, la cuidadosa selección de noticias, los comentarios sobre ellas y muchos otros elementos de comunicación son las piezas de una maquinaria electoral ganadora, a disposición de la clase que ostenta el poder económico. No es de extrañar que este fenómeno, en la época de la televisión pública solo en manos de los gobiernos y sus partidarios, se haya trasladado a centros de intereses privados, extremadamente poderosos y, a menudo, en aparente disociación del poder establecido.
Citton también reflexiona extensamente sobre la necesidad de una respuesta a esta maquinaria infernal. ¿Cómo las fuerzas democráticas podrán arreglárselas y encontrarán las herramientas para enfrentarse a esta maquinaria de captación de votos e influencia en el electorado, hasta el punto de tomar decisiones aparentemente irracionales, emocionales y irreflexivas, en contra de sus propios intereses? Citton señala la necesidad de un mayor escrutinio de los medios de comunicación y su funcionamiento, pero es improbable que se adopte dicha vía, dado que se trata de un instrumento de poder, utilizado intencionalmente para dicho fin. La cuestión, en mi opinión, dado que no soy un experto en el tema, reside más bien en comprender por qué este instrumento funciona como lo hace, para luego poder atacarlo desde su raíz.
La respuesta no es fácil y merece un análisis profundo de las condiciones históricas de nuestro tiempo, utilizando la mejor herramienta y referencia que tenemos a nuestra disposición: la experiencia histórica. Para llegar a la respuesta necesaria, tendremos que comprender por qué ocurren estas convulsiones sociales y, más aún, por qué son, hoy en día, tan características de la sociedad occidental, de EEUU y la Unión Europea, o de las sociedades que se rigen por principios «liberales».
La creación de un entorno propicio para la toma de decisiones irracionales y emocionales, comúnmente denominadas «reaccionarias» —en la fase reactiva superficial—, es indisociable del entorno económico en el que se encuentran las fuerzas capitalistas dominantes y de los desafíos, metas y objetivos que enfrentan. Al fin y al cabo, la inestabilidad en nuestras vidas, la sensación de impermanencia, la naturaleza efímera de las condiciones, son el fruto directo del tipo de economía en la que vivimos, de sus necesidades y de las políticas que promueve mediante el Estado, al que también controla.
Son estas fuerzas las que promueven el discurso dominante, las que priorizan una amenaza sobre otra, las que difunden información, hoy a través de las redes sociales y los grandes medios de comunicación, como ayer se hacía directamente a través de la Iglesia y las instituciones de poder. Volviendo a la experiencia histórica, esto nos recuerda que no es la primera vez que la clase trabajadora se siente perdida, acosada y aislada ante amenazas cuya existencia percibe.
En la llamada primera revolución industrial, cuando se introdujo el telar mecánico en la primera mitad del siglo XIX, los luditas (que atacaron el telar mecánico) o los «Swing Rioters» (que destrozaron las trilladoras agrícolas) destruyeron las máquinas, por considerarlas una amenaza para el empleo de su fuerza laboral. Para agravar el sentimiento de pérdida, las malas condiciones de salud, seguridad, salarios y otras circunstancias de la vida también contribuyeron a ese tipo de reacción. Sin embargo, no podemos, una vez más, disociar tal actitud de la pequeña burguesía, y de los pequeños terratenientes que vieron caer los precios de los cereales y no contaban con las condiciones económicas para mecanizar su explotación agrícola; de los pequeños artesanos que no podían invertir en nuevas tecnologías y dependían del tejido manual; del papel de la Iglesia, que vio cómo la sociedad cambiaba muy rápidamente y al respecto propagó un discurso reaccionario.
La pequeña burguesía, los sectores de la burguesía más tradicional que se vieron superados por la burguesía tecnológica de la época, fuerzas conservadoras y reaccionarias reacias al cambio que se estaba produciendo, manipulando a una clase trabajadora que se sentía acosada, al sentir que su único medio de vida estaba en peligro, ante la agresividad del capitalismo industrial emergente, más dinámico y emprendedor, con mayor poder de decisión política, financiado por un capital financiero también emergente, crearon el caldo de cultivo social que condujo a la violenta reacción emocional, a la ira y al odio contra la innovación tecnológica.
Creo que este momento es quizás el que más se le parece, con los componentes materiales equiparables a lo que hoy estamos experimentando. Un proceso de transición tecnológica basado en la digitalización, la inteligencia artificial y la automatización avanzada que se presenta como una amenaza para el empleo y que podría causar desempleo masivo; un capitalismo financierizado y globalizado que amenaza la calidad del empleo, los salarios, la estabilidad y la previsibilidad de la vida, acentuando la sensación de falta de control; un proceso de atomización de las relaciones laborales individualizadas, resultante de la tercerización de la economía y mediante el uso de la subcontratación, genera empleos cada vez más aislados, donde el fenómeno organizacional es más difuso y desconectado; la aparición de empresas vinculadas al «capital en la nube» que operan sin fronteras ni conexión física, acentuando la sensación de alienación, no solo en relación con el producto del trabajo, sino también con el trabajo mismo. Todo esto a una velocidad vertiginosa y presentado como un potencial disruptivo increíble.
Debido al avance de este capitalismo agresivo y financieramente poderoso, sobre el Estado, que interviene en las decisiones políticas y se apropia de monopolios naturales, influye en procesos de creciente privatización de servicios públicos esenciales, le niega al sistema democrático el poder de regular los verdaderos mecanismos económicos y exige impuestos más bajos o incluso nulos, lo que se traduce en pérdidas sucesivas de capacidad de inversión pública. En este nuevo marco económico, los trabajadores se enfrentan a ocupaciones precarias, turnos de largas jornadas, bajos salarios (porque solo hacen lo que las máquinas no pueden), inseguridad, la crisis de los sistemas de salud, educación y vivienda y, para colmo, sumándose a la pérdida de empleos por el «ajuste tecnológico», presencian la apertura de las fronteras por parte de quienes captaron sus votos con su maquinaria propagandística. El sentimiento de alienación también existe en relación con su noción de cultura, etnia y nación.
El ser humano valoriza la estabilidad y la previsibilidad, debido a la sensación de control sobre su entorno que estas condiciones le permiten. Quienes afirman valorar la «flexibilidad» y el «cambio» lo dicen porque sienten que tienen el control. Basta con quitarles la alfombra de debajo de los pies y volverán a su refugio seguro. Un joven dice que no quiere estabilidad hasta que se reúna con alguien, forme una familia y tenga gastos fijos que pagar. Si bien sabemos que esto es cierto, tenemos un capital globalista que vende lo contrario: vende «flexibilidad» que enmascara la desregulación de la vida, vende la idea de «libertad» contractual que oculta la precariedad de la fuente de ingresos.
Este trabajador del siglo XXI, temeroso de que podría perder las constantes de su vida, ya sean su única moneda de cambio (el trabajo) o su único refugio (su hogar, país, etnia o religión), en poco se diferencia de su colega de la primera mitad del siglo XIX. Con las constantes de sus vidas en juego, un mundo de innovación acelerado y difícil de comprender, y la percepción de que las organizaciones existentes, las instituciones colectivas de clase, no corresponden a sus necesidades, exponen a estos trabajadores a una situación de total fragilidad, donde ni siquiera pueden buscar refugio en el Estado, ya que por todas partes ven la quiebra de los servicios públicos e incluso de las finanzas estatales.
Podríamos pasar horas discutiendo si las entidades de clase existentes representan actualmente a estos trabajadores —personalmente creo que creo que sí—, pero lo más importante es la percepción de estos trabajadores, no la nuestra. Para ellos, todo parece estar en juego, hasta el punto de votar por quienes no defienden sus intereses, simplemente porque esperan que esta persona genere una ruptura y destruya una realidad que consideran opresiva. Así, tal como sus homólogos del pasado tenían una reacción emocional de atacar la tecnología, sin darse cuenta de que podían, de forma organizada, utilizarla en su beneficio para obtener mejores condiciones de trabajo, sus homólogos actuales también asumen una actitud frenética de querer romperlo todo, todavía ciegos a la posibilidad de utilizar dicha fuerza de forma organizada para crear efectivamente una ruptura, pero esta vez, con un plan viable de reconstrucción de un mundo que responda a sus necesidades. Porque, admitámoslo, el modelo que cancela las elecciones en Rumanía o aísla a Hungría tampoco responde a estas necesidades: al contrario, es el que nos ha traído hasta aquí.
En esta fase de reacción emocional, provocada por un conocido fenómeno psicopolítico abordado por autores como Byung-Chul Han, este trabajador agobiado, al ver cómo todo a su alrededor se derrumba, se convierte, en tal sentido, en un blanco fácil para la demagogia mediárquica. Un bloque imperialista occidental cuya la clase capitalista tradicional, vinculada a los sectores tradicionales y hasta ahora al mando, se siente amenazado por la transición del centro económico a Asia, al igual que los capitalistas y las clases dominantes de principios del siglo XX se vieron fustigados por la perspectiva de perder sus colonias. De esta manera, la transición del centro de poder a Asia no solo cambia el paradigma económico, donde el poder se desplaza del opresor al oprimido. Al mismo tiempo, estas clases dominantes asisten al derrumbe del proyecto neocolonial creado tras la Segunda Guerra Mundial como contingencia ante la pérdida de sus colonias y de las concesiones sociales debido a la existencia de la URSS, cuya existencia, unida al declive del Imperio británico y del mundo europeo anglosajón, y a la emergencia de EEUU, había desencadenado, entre otras cosas, la utilización de doctrinas fascistas y sionistas.
Los taxistas también sucumben a esta dinámica social, amenazados por Uber, al agredir a los conductores asiáticos, en lugar de volverse contra quienes permitieron que esta lógica empresarial parasitaria destruyera sus empresas y empleos. El efecto que la entrada de Uber en la UE, su ilegalidad, la connivencia de los poderes estatales con su entrada y el uso de mano de obra migrante de origen asiático tuvo en la propagación de este tipo de racismo, debería incluso estudiarse. Además, la cofradía de los taxistas no era conocida en la UE por ser la más ilustrada ni la vanguardia de la clase trabajadora. Ni remotamente. Por otro lado, fueron ellos quienes descargaron todas sus frustraciones en sus taxis con millones de clientes que usaban sus servicios, muchos de ellos humildes, ya que los más pudientes preferían a Uber, sinónimo de sofisticación.
Los comerciantes amenazados por Amazon, AliExpress o Temu, los restaurantes amenazados por las franquicias de comida rápida, los pequeños empresarios amenazados por la capacidad de inversión de los grandes conglomerados industriales internacionales, los operadores logísticos amenazados por UPS, DHL y Express Mail, también habrían tenido su parte. Ellos son la correa de transmisión de sus trabajadores. Habrán cumplido el mismo papel que el tejedor, el pequeño agricultor y el artesano preindustrial. Una vez más, vivimos en una era de lucha entre facciones del capital, en la que los trabajadores son instrumentalizados.
La prueba de que tales percepciones han sido impuestas es que los problemas que los trabajadores desilusionados consideran fundamentales no son sus verdaderos problemas, sino los de quienes se han visto amenazados por la llegada masiva de inmigrantes para trabajar en Uber, como los taxistas, que han perdido sus pequeños negocios a manos de Uber y de empresas unipersonales que trabajan para Uber (y otras). Estos inmigrantes desarrollan actividades que los nativos no quieren desarrollar o consideran menores, como la agricultura.
De hecho, la profusión de explotaciones agrícolas que producen cultivos de exportación fácilmente perecederos, asociada a la enorme necesidad de mano de obra barata para transportar e instalarse en zonas del interior, desiertas, muy subdesarrolladas y escasamente pobladas, también habría tenido su parte. Imaginen cómo sería que cien trabajadores asiáticos llegaran a una localidad de cincuenta habitantes e intenten comprender el clima de invasión e inseguridad que sentirían sus residentes. Ahora, imaginemos que quienes prometieron combatir la desertificación hubieran desarrollado el interior de Portugal y, en lugar de que estos cien inmigrantes llegaran a una aldea de cincuenta habitantes, esta tuviera quinientos. Todo sería diferente, ¿verdad? Y sería aún más diferente si, en lugar de cultivos de exportación, produjéramos cultivos autóctonos, más rentables y destinados a nuestra alimentación. Todo esto fue obra de gobiernos sumisos a las políticas antipatrióticas de la UE, que durante los últimos veinte años han vendido una ilusión de desarrollo que nunca se materializó. Y lo hicieron mientras ganaban elecciones valiéndose de la maquinaria mediocrática, prometiendo resultados que nunca obtuvieron.
Así que no nos sorprende que todo esté empezando a derrumbarse. Si antes, la amplificación del discurso dominante estaba a cargo de la Iglesia y de sus organizaciones sociales, en la actualidad la caja de resonancia del discurso dominante corre a cuenta de los mass media, las redes sociales y sus bots, comprados con todo el dinero de que disponen. Ya no es en la organización de clase, ni en la asociación de barrio, ni en el colectivo, ni siquiera en la taberna, donde el trabajador y el pequeño agricultor absorbe su información. En lugar de hacerlo en grupo, lo hacen de forma aislada visualizando sus smartphones. Sin contradicciones, cuestionamientos ni reflexiones profundas. Del atrincheramiento surge el fanatismo, del fanatismo surge la reacción. Las certezas absolutas e inequívocas conducen a malas consecuencias. De la depresión mental, solo pueden surgir reacciones emocionales irreflexivas. Un animal acorralado muerde a diestra y siniestra y huye a cualquier sitio para sentirse a salvo.
Por ende,nuevamente tenemos a trabajadores y pequeños propietarios aliados a las facciones del capital que se sienten en peligro. Pero todas las reacciones tienen un fin y conducen a la inevitable acción. De la respuesta emocional irreflexiva a su ineficacia, surgirá necesariamente, por razones que la propia necesidad y la naturaleza de las cosas exigen, una acción intencionalmente meditada, un plan viable e integral adaptado a la realidad sobrevenida. Y hoy podemos decir que, tal sentido, la clase trabajadora y los pequeños empresarios ya están más avanzados que antes. Como dijera Umberto Eco, el mundo avanza entre movimientos de acción y reacción. Marx habló de una dialéctica materialista entre relaciones de fuerza construidas por movimientos sociales opuestos, que se resolvieron en avances civilizadores cuando favorecían a los trabajadores; Elías Jabour habla de saltos de un punto de equilibrio a otro. Todos ellos surgen de la estela de la tesis-antítesis-síntesis de Hegel, tal como surgieron de Heráclito y su dicho: «Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río». En otras palabras, todo está en constante movimiento, de salto en salto, de acción a reacción y de nuevo a acción. Así se construye el conocimiento, así evoluciona la naturaleza, así se desarrollan las sociedades.
De la primera revolución industrial, de la reacción emocional inicial, surgieron logros organizativos de suma importancia, fundamentales para las realizaciones del siglo XX y para la derrota del nazifascismo en las décadas de 1930 y 1940. Estas conquistas hicieron posible un Estado de bienestar social nunca antes visto en la civilización humana. A principios del siglo XIX, como ya mencioné, los trabajadores aún no contaban con agremiaciones propias, organizaciones que los representaran, que respondieran a sus problemas concretos, que aunaran sus fuerzas. De esta reacción y la acción subsiguiente surgieron las respuestas a la contradicción establecida entre un movimiento opresor organizado y profundamente poderoso, frente a la debilidad, el aislamiento y la incapacidad de los trabajadores para responder de manera coherente y consistente. La resolución de la contradicción primero se produjo a través de la creación de sindicatos, y después mediante partidos y movimientos de clase (anarquistas, socialistas, comunistas). Al comportamiento reactivo, manipulado y emocional le siguió un comportamiento racional y planificado. Típico de la serenidad de quienes ya han descargado su ira y buscan, tras escapar, una solución efectiva a los problemas identificados.
Estas formas organizativas surgen de la capacidad para responder al movimiento reaccionario, cuando se suma la fuerza individual para convertirla en fuerza colectiva. De ahí surgieron revoluciones como la rusa, la cubana, la portuguesa y la china, catalizadoras del cambio que, combinadas con la capacidad de estas organizaciones, forzaron, incluso en el Occidente capitalista, la a concesión del Estado de bienestar europeo: ese que todos sentimos amenazado y cuestionado hoy. Ese Estado que el capital tanto codicia, porque, cuando está en sus manos, puede proporcionarle innumerables ganancias, compensando además su pérdida de poder a escala global.
Por eso digo que, aunque la narrativa dominante le haya inoculado a los trabajadores que las organizaciones existentes no hablan por sí mismas, poco a poco, el aislamiento, la necesidad de comprensión y la búsqueda de acciones más efectivas para cambiar el estado de cosas reconectarán toda esta fuerza con sus organizaciones. Estas, obviamente, también tendrán que atraerla y representarla, y tal respuesta requiere una valentía verdaderamente revolucionaria, capaz de imponer un movimiento dialéctico de adaptación, primero, y de respuesta y transformación a las condiciones materiales existentes, hoy tan disfrazadas de nuevas formas. Llamémosles «patatas», vestidos de azul o rojo. Será en las organizaciones de clase, con un sesgo revolucionario, donde la clase trabajadora, nuevamente, encontrará la liberación.
Continuar en un Occidente decadente y en colapso no será un camino fácil. No podemos desvincularnos de la sensación de pérdida que sienten las poblaciones desilusionadas, de la sensación de amenaza a sus raíces, a su cultura, que fue un movimiento constante y aún muy presente, de sucesivas transferencias de dimensiones de nuestra soberanía nacional. Si las fronteras migratorias se han abierto, es porque la UE así lo decidió, ya que, según los términos del Tratado de Lisboa, este asunto es de su competencia; si el trabajo se ha deteriorado, es porque la UE nos ha destinado a una economía de perfil bajo, centrada en el turismo y los servicios; si la moneda compra menos y todo parece más caro, es porque hemos perdido soberanía monetaria; si sentimos que los servicios públicos se están deteriorando, es porque hemos transferido la soberanía fiscal y financiera, limitando la libertad de invertir en servicios públicos y construir un sector público capaz de impulsar la economía; si sentimos que la energía y los combustibles son caros, es porque hemos transferido la soberanía económica, sometiéndonos a la agenda de privatización y deslocalización de la UE; si sentimos que el país se está quedando atrás y que los jóvenes nos están abandonando, ello se debe a la agenda de movilidad que pretende proporcionarle mano de obra cualificada a los países más ricos.
La prueba de que este movimiento es meramente reactivo, reaccionario, por muy explicable y comprensible que parezca, reside en que ninguna de las dimensiones que provocan esta reacción tiene respuesta en el programa de los partidos «populistas» o «demogógicos» que reúnen dichos votos, demostrando que solo se benefician de la maquinaria mediocrática, al igual que sus hermanos del centro y de la izquierda blandengue. Si realmente se tratara de un proceso de cambio, todos estos problemas tendrían solución, y con la excepción de los migrantes asiáticos, a los que se pretende expulsar, ninguno de los verdaderos problemas sociales que causan esta sensación de inseguridad hallará respuesta en los programas de la AfD, Trump, AD, Simeon o Le Pen. Tal como ya lo hemos visto con Meloni. La respuesta a esta situación requiere mucho más que criticar a todo y a todos; requiere la valentía y la capacidad de romper efectivamente con los poderes establecidos. Ya sea la UE, una derecha neoliberal reaccionaria pero globalista, o la «nueva derecha» trumpista, reaccionaria pero tradicionalista, que opta por ganarse a los trabajadores, agrediendo a otros trabajadores, pero nunca a quienes los explotan o esclavizan. Sin esta respuesta, en el caso portugués, una búsqueda de sus orígenes, su historia y raíces, y una mirada al mundo, sin intermediarios ni países pequeños —en este sentido, Chega ni siquiera rompe con la OTAN, y eso es lo que lo hace «tolerable» en comparación con AfD o Le Pen—, beneficiándose de los puentes construidos en el pasado, de las relaciones con los países de habla portuguesa, con regiones como Goa o Macao que nos conectan con las superpotencias actuales y futuras, Portugal seguirá siendo carne de cañón de países decadentes que buscan mantenerse en pie tratándonos como su «patio trasero».
Buscar esta respuesta requiere la valentía necesaria para decir que esta UE ha fracasado, que es un remanente de la Guerra Fría y que no tiene otra función que instrumentalizar a las naciones más pequeñas, la extensión artificial de las fronteras de la OTAN y el agotamiento de nuestros escasos recursos, para su propio beneficio, para el beneficio de los directorios de poder que la alimentan y controlan. La instrumentalización que Francia y Alemania están haciendo de la Unión Europea, en un momento de carrera armamentística, es bastante visible, utilizándola como una extensión de sus estrategias belicistas.
Un símbolo de esta UE perdida en el mundo y en sí misma es, una vez más, el surgimiento en su seno de un poderoso movimiento reaccionario, rusófobo y neocolonial. Ya sea alimentado por la codicia globalista impuesta por las agendas destructivas de Von der Leyen o por el trumpismo aislacionista de la «nueva derecha».
Cuanto antes lo aclaremos, más temprano habremos de construir el nuevo mundo que surgirá sobre estas ruinas.