Andrés Piqueras.— Marx explicó que los hechos sociales se expresan dentro de específicos procesos económicos, de forma dialécticamente paradójica, ni irremediablemente subordinados a ellos ni explicables fuera de los mismos. En el actual modo de producción la mercancía asigna a todas las relaciones sociales una particular forma capitalista.
Por eso, la distinción marxiana entre trabajo abstracto y trabajo concreto deviene crucial para el análisis crítico de las relaciones capitalistas de (re)producción y de sus (auto)-representaciones invertidas. Significa esto último que una característica intrínseca a la sociedad capitalista es que las relaciones sociales existen a través de formas de aparición que a su vez velan su propio contenido.
El capital se hace sociedad como un ente económico, que es el valor. El valor es invisible, como un fantasma, pero se muestra en la forma de dinero, en su movimiento como más dinero. La mercancía, el dinero y el capital son diferentes en su forma pero idénticos en su sustancia. De manera que la forma refracta la unidad en diversidad, mientras que la sustancia expresa la unidad de la diversidad. Una y otra permiten comprender el capitalismo como una totalidad.
Entonces, si la realidad social existe en términos de una sustancia social y sus formas de aparición fenoménica, es a través del análisis de la forma-valor y su movimiento autonomizado como capital -más allá de las intenciones y deseos personales de los individuos, detentadores de mercancías-, que se obtiene el sustrato explicativo de la sociedad capitalista, la manera en la cual las opciones y posibilidades, las condiciones subjetivas y el comportamiento social de las personas es moldeado.
También, lógicamente, las posibles manifestaciones económicas y decantaciones políticas dentro del modo de producción capitalista vienen impresas en tales dinámicas que, al estar ocultas en lo profundo de la estructura, oscurecen tanto las razones como los antagonismos intrínsecos que las constituyen, dificultan su aprehensión. De manera que, por ejemplo, las propias crisis del capital son interpretadas (incluso por supuestos “expertos”) como sus reversos.
Así, el estallido bursátil es visto como causa antes que como expresión de aquéllas; los impagos se contemplan como falta de dinero en vez de como un crecimiento exacerbado del dinero ocioso, y los activos financieros se apuntan como si añadieran valor a la producción, en lugar de considerarlos en su mayoría como una imposición a cargo de ella (en el capitalismo la ignorancia sobre lo que sucede en la economía no es un mero fallo de entendimiento, sino una producción suya, que alcanza su pico en las fases monetarias de las crisis y afecta incluso a los “expertos”. Esto concuerda con que la ciencia, en cuanto forma de conciencia social objetivada, queda subsumida al capital, como resultante de su propio proceso de acumulación).
En consecuencia, si el principio rector del metabolismo capitalista es la reproducción ampliada de capital a través de la extracción de plusvalía (forma particular de explotación del trabajo ajeno), tal lógica determina cada una de las partes constitutivas del mismo, sean el Estado -sus múltiples formas corporativas y políticas-, sean las maneras en que se organiza la producción, la reproducción y el consumo, sean las distintas coagulaciones sociales institucionales.
A fin de cuentas, el entramado de instituciones que definen la política como “política institucional”, no deja de ser sino una parte de la Política metabólica implicada en la forma mercancía y en el correspondiente movimiento del valor-capital. Es esta última la que marca las posibilidades de vida, los intereses y cursos de acción de los individuos, los colectivos y las sociedades, el suelo donde se construye legitimación o, por el contrario, alternatividad.
Todo lo que se desarrolla en nuestra sociedad –el comercio, el dinero, la propiedad de la tierra el trabajo asalariado forzado- puede ser reconstruido en cuanto que “formas derivativas” de la mercancía-valor. También el tipo de individuos y sus relaciones sociales.
Por eso es precisamente esa Política en grande la que se difumina tras el velo de ilusión democrática, para que permanezca intocada mientras se derivan los esfuerzos y los objetivos hacia la –subordinada- política institucional.
Como quiera, además, que ese movimiento del valor hecho capital deshace comunidad, la política institucional (en cuanto que esfera de mando del capital y de administración-control y gestión social, con su apéndice, la justicia) está concebida para llevarse a cabo sobre individuos desposeídos.
Una (des-)sociedad de individuos sin poder (dependientes de las personificaciones del capital –la clase capitalista en su conjunto- para vivir), está conformada para albergar formas pasivas de política (institucional), expresadas como representación-delegación; porque al ser el valor-capital el “sujeto” raigal de este orden social, los individuos sólo pueden llegar a ser sujetos contra él. Nada más así pueden arrancarle concesiones; sólo de esa manera pueden extraer al menos su versión “reformista”.
Tengamos en cuenta que el movimiento del propio valor-capital también proporciona aperturas indeseadas, pues trastoca posiciones, identidades e intereses, modificando a la sociedad en función de las grietas, fracturas, des-identidades, marginaciones, etc. que ese movimiento va dejando (la dilución de “todo lo sólido”). Este es el terreno de la multiplicidad de luchas y movimientos.
No obstante, aunque unas y otros pueden desarrollarse en torno a una alta variedad de divisiones internas al todo, siempre tendrán que moverse dentro de sus márgenes, por lo que cualquier proyecto emancipador, precisamente para trascender esos márgenes, no puede centrarse en una sola de las fracturas o fallas del Sistema, sino que tiene por fuerza que apuntar a la totalidad capitalista. Esto es, tiene que afectar a la Política del capital, ejerciendo (contra)Política en todo su orden metabólico
Porque la “opción reformista” que puede conseguirse dentro del capitalismo tiene por límite la propia reproducción ampliada del capital, dado que las exigencias del valor hecho capital (esto es, la permanente obtención de plusvalor) prevalecen por encima de cualesquiera consideraciones sociales, políticas, morales, éticas, estéticas o religiosas (cuyas prédicas, por sí mismas, en nada afectan al decurso del valor).
Traduciendo: cualquier sociedad capitalista tiende a confinar la política (y la ética) dentro de las riberas del valor-capital. Su movimiento autonomizado hacia su propia reproducción ampliada marca las fronteras hasta las que el Sistema se deja reformar en favor de la sociedad sin revolucionarse a sí mismo, sin estallar y desembocar en otro orden social o en un modo de producción diferente.
No tener en cuenta esto lleva por lo general a las opciones que se dicen “de izquierdas” a hacer política vendiendo humo. El resultado casi siempre es una integración mansa en el orden del capital, para hacerse “izquierda del Sistema” e intentar arrancarle alguna concesión menor (que al tiempo permita legitimarse de alguna forma frente al resto de la sociedad).
Cualquier proyecto transformador, por contra, ha de tener en cuenta las siguientes consideraciones.
El apogeo del capitalismo industrial ha sido “la etapa social” del capitalismo en tanto que única expresión del mismo con capacidad de construir cierto tipo de sociedad (de individuos) en grados diversos, y desarrollar las fuerzas productivas como proceso simultáneo e indisociable.
Fase corta de la historia, que se ha ido deteriorando hasta la actualidad, cuando el capital lleva implícita una auto-reproducción destructiva, como veremos en el capítulo siguiente, la cual creciente y cada vez más extendidamente comienza a ser percibida –y padecida- por las sociedades (cambio climático, destrucción de hábitats, violencia generalizada, pérdida de los patrimonios colectivos, deterioro de los mercados laborales, inseguridad social, pandemias…). A pesar de todo, y como producto precisamente de la conformación ideológica colectiva heredada de la base “progresista” del capital industrial, la suma de todos esos procesos todavía se percibe más como “crisis” en cuanto que baches del Sistema, que como síntomas incontestables de su decadencia.
Mientras tanto, la obstrucción de la dinámica del valor que entraña esa decadencia, y en consecuencia el auge de un crecientemente financiarizado y parasitario “capitalismo”, va corroyendo por dentro, incesantemente, a la propia sociedad. Lo que quiere decir también que la (podredumbre de la) “economía” limita y asfixia aún más el espacio de acción de la política, que va quedando más y más reducida a (intentar) gestionar el deterioro metabólico del capital (es a esto, supongo, a lo que en los últimos tiempos algunos autores han querido llamar “post-política”).
Esa es la causa subyacente de la decadencia de la opción reformista del capitalismo, y con ella de la paulatina pérdida de lugar y de razón histórica de las distintas expresiones partidistas de la socialdemocracia en cuanto que izquierda del Sistema, que le pretendían, o hacían ver, capaz de mejorarse a sí mismo permanentemente (hasta el punto incluso de auto-superarse en el socialismo, según las versiones clásicas).
En su decadencia o morbidez este modo de producción ya no sólo no es susceptible de generar “avance social”, sino que tiende a deshacer lo conseguido, a involucionar profundamente en todos los ámbitos. Es un sistema envejecido, cada vez más agotado por sus propias contradicciones, como las que se dan entre:
- el desarrollo de las fuerzas productivas y el valor;
- el valor y la riqueza social;
- la valorización del capital y la realización del beneficio;
- la sociosfera y la ecosfera (o entre crecimiento, recursos y sumideros);
- crecimiento (dinerario) y acumulación (de capital);
por citar algunas de las de más peso.
El amplio ramillete de contradicciones que azotan al capitalismo actual desata una peligrosa combinación de crisis (económicas, sociales, ecológicas, culturales, de reproducción, de legitimación…) que empiedran el camino de una crisis civilizacional o total.
Es por eso que la agencialidad del capital plasmada como clase social tiene que intervenir hoy de manera cada vez más perentoria y contundente para insuflar toda la vida “artificial” posible al “sujeto automático” del valor-capital. Eso significa que la política incardinada en el Estado se hace cada vez más rehén de la (obstruida) Política metabólica del capital, en cuanto que aquélla está más necesitada de volcarse en el mantenimiento de ésta, a expensas incluso de su papel de regulación social anejo al Estado como “capitalista colectivo”.
Esto es, las intervenciones estatales para la integración de las clases subordinadas y para la prevención de conflictos (procesos de legitimación), pasan a ser relegadas en pro de los esfuerzos por mantener el beneficio de clase capitalista (aun por encima de una menguante acumulación de capital como movimiento ampliado del valor). Tal condición se traduce necesariamente en un conjunto de medidas (antisociales) tendentes a:
- reducir la anterior parcial redistribución de la riqueza (con el deterioro de las prestaciones y servicios sociales -empobrecimiento del salario indirecto y diferido-);
- elevar la tasa de ganancia a costa del incremento de la explotación y consecuente decadencia de las condiciones laborales, que conlleva también la pérdida de peso del salario directo para la reproducción de la fuerza de trabajo, con la consiguiente tendencia a la sobreexplotación, que se traduce en una mayor sobreexplotación, asimismo, del trabajo no-pago;
- apropiarse privadamente de la riqueza social acumulada (acentuación de la desposesión social), que pasa también por convertir en beneficio las actividades de reproducción social, de (creación y mantenimiento) de los bienes comunes para la vida. [Pueden incluirse aquí las exacciones fiscales y el otorgamiento de dinero público a la inversión o incluso al balance de cuentas empresariales, mediante todo un paquete de contra-reformas: a) reducción de aportes patronales a la seguridad social; b) tributación regresiva en general; c) incremento de las oportunidades de inversión de capital excedente u ocioso a través de privatizaciones masivas; d) legalización de trabajos precarizados; e) significativo descenso de los empleos y de los salarios públicos; e) crecientes subvenciones públicas a la Banca y empresas privadas (rescates, ayudas, condonación de deudas…), entre otras. Estas políticas vienen a complementar las propias medidas empresariales para intentar contrarrestar la caída de la tasa de ganancia: deslocalización, desplazamientos técnico-organizativos, desplazamiento hacia los circuitos que anteriormente eran secundarios en la acumulación de capital (el suelo, la vivienda, las hipotecas), con la consiguiente gestión estatal del territorio de cara a su valorización especulativa (haciendo del conjunto del hábitat una mercancía que lleva emparejada su depredación)].
Todos estos procesos no son casuales, propios de decisiones “perversas” o de malos gobernantes, ni resultantes de algún “fallo” del Sistema. Son, por contra, procesos sistémicamente vinculados a las leyes del valor-capital y su reproducción ampliada, que se manifiestan con mayor contundencia, cada vez más necesariamente, en su actual fase degenerativa.
No tener en absoluto esto presente lleva a quienes desde la “izquierda” se dedican a vender humo, a quedar cada vez más empequeñecidos/as, arrinconados/as y arrojados/as a la basura por el (movimiento degenerativo del) propio Sistema.
[Lo vemos en la siguiente entrega]
Es urgente escribir de manera directa y pensado que el publico no puede perder tiempo descifrando los análisis crípticos llenos de palabrejas y giros verbales rebuscados.