La cocina

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Habéis parado mi mundo. ¿Qué queréis? ¿Qué queréis? Os doy de comer, os pago bien. ¿Qué queréis?”. Grita descompuesto el patrón a sus trabajadores, después de que una reyerta descomunal haya puesto patas arriba su primordial y codiciado lugar de trabajo: la cocina del restaurante “The Grill”, situado en Times Square, en pleno corazón de Manhattan. Esta podría ser la síntesis ideológica que se desprende de una película desigual, pero que no deja indiferente a nadie. Al contrario, subyuga, sacude al espectador como un sonajero y lo agarra por las tripas desde principio a fin. Alonso Ruizpalacios (Ciudad de México, 1978), el director de “La cocina”, una producción mexicana de 2024, presentada en el último Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano celebrado en La Habana el pasado mes de diciembre, y por la que obtuvo los premios Coral al mejor largometraje de ficción, fotografía y sonido, como informé en esta sección entonces, adapta aquí la aclamada obra teatral “The Kitchen” (1957) del dramaturgo británico Arnold Wesker, narrando en un blanco y negro impresionante el drama de un “inmigrante ilegal” mexicano que es cocinero en Nueva York. La película empieza con la llegada de Estela, una joven migrante hispana que no habla palabra de inglés y que busca trabajo en el mencionado restaurante, donde gana su vida desde hace tres años Pedro (sensacional Raúl Briones), un muchacho mexicano, encantador y de mal carácter, que conoció hace algún tiempo. El joven trabaja en el establecimiento culinario como cocinero, mientras espera regularizar su situación laborar, y está perdidamente enamorado de Julia (brillante Rooney Mara), una camarera estadounidense blanca.

Alegoría social

Rápidamente, casi en un parpadeo, Estela se instala en el ambiente febril que la cadencia laboral impone, enfrentándose en ocasiones tanto a sus enardecidos compañeros de trabajo como a las formas rudas que marca la gestión del negocio. Momento a partir del cual el cineasta azteca, que borda un sólido guion escrito también por él, decide imprimir un carácter colectivo a su narración cinematográfica: es decir, situarnos frente a las necesidades materiales de esos buscadores del “sueño americano”; frente al racismo y a las diferencias de clase, frente a sus propias contradicciones, y finalmente emplazarnos ante los sueños y desesperanzas de quienes son el origen de las ganancias patronales. Igualmente, frente la realidad del medio en el que todos malviven: una Nueva York sucia y mugrienta. En definitiva, Ruizpalacios logra, con sugestivos planos secuencias, construir una alegoría sobre la clase obrera, que explotada y vilipendiada, trabaja desde un gueto subterráneo para satisfacer a otras clases más favorecidas, que viven en la lujosa superficie. Reflexión que por su contenido social nos hace pensar, salvando las distancias, en “Metrópolis” (1927), obra maestra del cineasta alemán Fritz Lang.

Rosebud

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