Osviel Castro Medel (Juventud Rebelde).— Aquel 2 de septiembre de 1960 «llovió» como pocas veces. Un torrente humano —casi ¡un millón de personas!— inundó la principal plaza de Cuba para responderles a los cancilleres de nuestra región que días antes, en San José, Costa Rica, habían suscrito una declaración que intentaba demonizar este país y lo que iba naciendo en él.
Ese dictamen, nacido al amparo de la Organización de Estados Americanos (OEA), la misma que un cantor popular denominó en rima «la cosa más fea», recibió en su momento la respuesta filosa de Raúl Roa García, el Canciller de la Dignidad, quien entonces dejó al desnudo la moral de El Águila y sus acólitos.
Frente a aquel ardid no se replicó con una nota diplomática. Se organizó, en su lugar, un acto masivo que terminó estremeciendo al mundo y que todavía hoy, 65 años después, provoca admiración. La asombrosa congregación fue bautizada como Asamblea General Nacional del Pueblo de Cuba.
Desde la tribuna, un joven de 34 años recién cumplidos, llamado Fidel Castro Ruz, leyó la Primera Declaración de La Habana, que estuvo antecedida por una pieza oratoria suya, que resultó condena, reto al tiempo, llamado a matar la hipocresía y a sacudirnos de viejos lastres coloniales.
«Para nosotros, los hombres del Gobierno Revolucionario, que hemos visto muchas reuniones del pueblo, esta es de tal magnitud que no deja de impresionarnos profundamente, y que nos hace ver la enorme responsabilidad que ustedes y nosotros llevamos sobre nuestros hombros», diría entonces el Primer Ministro.
La Declaración rechaza categóricamente el documento surgido en San José, reprueba la doctrina Monroe, la injerencia de las potencias en los países de América Latina y reafirma el derecho de la Mayor de las Antillas a la autodeterminación y la soberanía.
Quizá uno de los párrafos más desafiantes es el que señala: «Por eso la Asamblea General Nacional del Pueblo de Cuba: condena el latifundio, fuente de miseria para el campesino y sistema de producción agrícola retrógrado e inhumano; condena los salarios de hambre y la explotación inicua del trabajo humano por bastardos y privilegiados intereses; condena el analfabetismo, la ausencia de maestros, de escuelas, de médicos y de hospitales; la falta de protección a la vejez…».
La Declaración… fue una Carta Magna de la dignidad, elevada desde la plaza pública. Cada principio, refrendado por el mar de ciudadanos con las manos en alto, era mucho más que una aspiración. Pasó a ser simbólicamente Ley.
Ahora mismo, cuando el mundo navega entre la niebla espesa de la geopolítica, esas letras conservan una claridad meridiana y de paso, nos cuestionan sobre el presente y sus demandas. Nos llaman a mirarnos, a exigirnos, a buscar verdades y a no olvidar la historia.
Nos recuerdan que la verdadera dignidad no se decreta, se practica todos los días más allá de tribunas.
Ese día glorioso en el que una plaza se convirtió en país, en patria, no debería pasarse por alto. Tampoco ni uno solo de sus tremendos significados.