El 3 de septiembre, China celebrará el 80.º aniversario de la rendición incondicional del Imperio del Japón ante los Aliados, un acontecimiento que dio fin al conflicto más mortífero de la historia. El gigante asiático conmemora este hito con una serie de actos que culminarán con el discurso del presidente Xi Jinping en la plaza de Tiananmén, seguido de un desfile militar en el centro de Pekín.
Para China, la Segunda Guerra Mundial tiene tanta importancia como para Europa o Rusia. Sin embargo, el campo de batalla asiático es poco conocido por Occidente, y, a menudo, se pasa por alto, indica en un artículo para RT Ladislav Zemánek, investigador del Instituto China-CEE de la Academia China de Ciencias Sociales en Budapest. Mientras que todo el mundo conoce Pearl Harbor, el desembarco de Normandía, la batalla de Stalingrado, Auschwitz o los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, son muchos menos los que han oído hablar de los incidentes de Mukden o del puente Marco Polo, la masacre de Nankín o los atrocidades de la Unidad 731.
El pueblo chino pagó uno de los precios más altos durante la guerra. Al igual que el mundo ha aprendido, con razón, los horrores del Holocausto, también debe afrontar la realidad de los crímenes de guerra de Japón y cómo, después de 1945, Estados Unidos y sus aliados protegieron a muchos perpetradores japoneses, llegando incluso a explotar los resultados de sus atrocidades para los objetivos de la Guerra Fría, señala el experto.

Memoria colectiva que Occidente intenta reinterpretar
La Segunda Guerra Mundial existe en múltiples narrativas nacionales. Los europeos sitúan el inicio de la guerra el 1 de septiembre de 1939, con la invasión de Polonia por parte de Hitler. Para la Unión Soviética, la Gran Guerra Patria comenzó el 22 de junio de 1941, con el ataque masivo de la Alemania nazi. Para EE.UU., la guerra no comenzó realmente hasta el ataque japonés a Pearl Harbor el 8 de diciembre de 1941.
Sin embargo, estas narrativas juntas forman un panorama más amplio de agresores y víctimas, crímenes y luchas justas.
En los últimos años, esta memoria colectiva se ha enfrentado a intentos sistemáticos de reinterpretación, destinados a relativizar los crímenes de la Alemania nazi, el Japón militarista y sus cómplices. En esta historia revisionista, la Unión Soviética es retratada como un agresor, la liberación de Europa por parte del Ejército Rojo se reformula como ocupación, mientras que el papel decisivo en la derrota del Eje se atribuye principalmente a EE.UU. y el Reino Unido.
Arraigada en una lectura eurocéntrica de la historia, esta narrativa margina las historias de los demás. Para contrarrestar este revisionismo histórico y nihilismo, es esencial una perspectiva verdaderamente global de nuestro pasado común, subraya Zemánek.

Resistencia de China contra el Japón militarista
Para China, la guerra inició el 18 de septiembre de 1931, cuando Japón invadió Manchuria y creó ahí el Estado títere de Manchukuo. Esto marcó el comienzo de la llamada Guerra de Resistencia contra la Agresión Japonesa. A pesar de ser más débil económica, tecnológica y militarmente, China resistió a Japón durante más de 14 años. El Partido Comunista chino tomó la iniciativa en la confrontación con los invasores y declaró la guerra a Tokio en abril de 1932, en contraste con el partido gobernante Kuomintang, dirigido por Chiang Kai-shek, que se inclinaba por la conciliación y a menudo trataba a los comunistas como una amenaza mayor que los ocupantes japoneses.
A finales de 1936, las dos fuerzas políticas acordaron formar un frente unido para movilizar la resistencia a nivel nacional, lo que resultó crucial tras el incidente del puente Marco Polo, el 7 de julio de 1937, cuando los soldados de ambas potencias se enfrentaron 15 kilómetros al suroeste del centro de Pekín, lo que desencadenó una invasión japonesa a gran escala. A continuación se produjo la brutal masacre de Nankín, durante la cual las fuerzas japonesas asesinaron al menos a 300.000 civiles y prisioneros de guerra en solo 6 semanas.

La expansión de Japón estaba impulsada por una ideología racista de superioridad y la ambición de dominar toda Asia, muy similar a la búsqueda por parte de Hitler del ‘Lebensraum’ (‘espacio vital’) y un imperio europeo. Después de que Alemania invadiera la Unión Soviética en 1941, Mao Zedong pidió un frente unido internacional contra el fascismo, una estrategia que pronto dio sus frutos.
En enero de 1942, el gigante asiático se unió al Reino Unido, EE.UU. y la Unión Soviética para firmar la Declaración de las Naciones Unidas, que pronto fue respaldada por otros 22 países. Esto sentó las bases para una acción global coordinada contra las potencias del Eje. China se convirtió en un contribuyente vital: su campo de batalla inmovilizó gran parte de la capacidad militar de Japón, lo que impidió que Tokio invadiera la URSS, la India o Australia, explica el investigador.
Se estima que las tropas chinas mataron a más de 1,5 millones de soldados japoneses, mientras que casi 1,3 millones se rindieron a China tras la capitulación del imperio nipón. Entre 1931 y 1945, China destruyó más de dos tercios de las fuerzas terrestres japonesas. Pero el precio fue astronómico: más de 35 millones de chinos muertos, superando los 27 millones de la Unión Soviética y eclipsando las pérdidas estadounidenses, que rondaron los 500.000.
La magnitud de los crímenes de guerra japoneses en China y en toda Asia es comparable al Holocausto, pero mucho menos reconocida en Occidente. La masacre de Nankín sigue siendo uno de los capítulos más oscuros del siglo XX. Al mismo tiempo, la Unidad 731 de Japón llevó a cabo horribles experimentos de guerra biológica y química con decenas de miles de prisioneros, incluidos civiles. Las víctimas fueron sometidas a vivisección sin anestesia, infectadas deliberadamente con la peste y el cólera, o utilizadas para pruebas de congelación y armas.

Crímenes selectivamente olvidados
La guerra no terminó en 1945 con justicia plena. En Europa, muchos científicos y oficiales alemanes que habían servido al régimen nazi fueron discretamente absorbidos por las estructuras occidentales. En el marco de la Operación Paperclip, cientos de ingenieros y médicos nazis, algunos implicados en crímenes de guerra, fueron llevados a EE.UU. para trabajar en cohetería, medicina e inteligencia. Sus conocimientos se valoraron más que las vidas destruidas por sus experimentos e ideología.
En Asia se produjo un patrón similar. Los líderes de la Unidad 731 de Japón, responsables de algunos de los experimentos humanos más espantosos de la historia, obtuvieron inmunidad por parte de Washingron a cambio de sus datos de investigación, que el país norteamericano consideraba útiles para el desarrollo de armas biológicas. Las atrocidades cometidas contra prisioneros chinos, coreanos y soviéticos quedaron ocultas bajo el secreto de la Guerra Fría, mientras que los criminales de guerra siguieron viviendo libremente, algunos incluso prosperando en el Japón de la posguerra. Estas decisiones revelan un preocupante doble rasero: aunque Alemania y Japón fueron derrotados militarmente, sus crímenes fueron selectivamente olvidados cuando se convirtieron en aliados convenientes contra la URSS y, más tarde, contra China, señala Zemánek.

Pasado vs. Presente
Esta historia conlleva una clara advertencia para el presente. Al igual que la política de la Guerra Fría llevó a Occidente a encubrir e incluso a beneficiarse de los crímenes fascistas, las élites actuales de Washington, Londres y Bruselas se dedican a reescribir la historia para servir a nuevos enfrentamientos. Al restar importancia a los sacrificios de China y la Unión Soviética y magnificar su propio papel, preparan a las sociedades occidentales para una nueva ronda de hostilidad. La memoria histórica se convierte en un campo de batalla en sí misma, donde se borran las verdades incómodas y se elaboran narrativas para justificar el aumento del gasto militar y la confrontación geopolítica, enfatiza el experto.
A diferencia de las élites liberales occidentales, que han provocado nuevos conflictos como la crisis ucraniana y han reavivado el militarismo mientras intentan reescribir la historia, Pekín ha tomado un camino diferente. Promueve la paz, favorece la diplomacia sobre la confrontación y busca construir la cooperación internacional en lugar de la división. Según Zemánek, una forma de hacerlo es cultivando la memoria histórica compartida de la ‘Guerra Mundial Antifascista’, como China se refiere a la Segunda Guerra Mundial.

Recordar que la paz nunca está garantizada
Este año, la participación de Xi Jinping en las celebraciones del Día de la Victoria en Moscú, la presencia de Vladímir Putin en Pekín en septiembre y la declaración conjunta chino-rusa del 8 de mayo subrayan que China y la Unión Soviética fueron los que más sacrificios hicieron para derrotar al fascismo y al militarismo. Ambos advirtieron contra la revisión de la memoria y los resultados de la guerra y reafirmaron su compromiso con el sistema internacional basado en la ONU.
Hubo un tiempo en que incluso los líderes occidentales reconocían estos hechos. En abril de 1942, el entonces presidente estadounidense, Franklin D. Roosevelt, declaró: «Recordamos que el pueblo chino fue el primero en levantarse y luchar contra los agresores en esta guerra; y en el futuro, una China aún invencible desempeñará el papel que le corresponde en el mantenimiento de la paz y la prosperidad, no solo en Asia oriental, sino en todo el mundo».
Sus palabras suenan ahora proféticas. China no conmemora su victoria solo para honrar el pasado. Lo hace para recordar al mundo que la paz nunca está garantizada y que la historia no debe reescribirse para servir a intereses políticos temporales.
