Stalin Centeno (Radio La Primerísima).— Tony Blair llegó al poder en 1997 con una victoria aplastante: llevó al Partido Laborista a uno de sus mayores triunfos electorales y se convirtió en el primer ministro más joven del Reino Unido desde 1812. Durante una década gobernó con mayoría absoluta y una imagen de modernizador que parecía destinada a cambiar la política británica para siempre.
Hoy, sin embargo, su nombre provoca rechazo incluso en sectores que alguna vez lo apoyaron. Y aun así, el imperialista Donald Trump y el genocida Benjamín Netanyahu pretenden situarlo como una figura clave en un nuevo acuerdo de paz para Palestina.
El contraste entre su pasado y el rol que ahora se le quiere otorgar no podría ser más provocador. En sus primeros años, Blair se presentó como un reformista dinámico, capaz de renovar la izquierda británica con un discurso moderno y pragmático. Fue artífice del llamado “Nuevo Laborismo” y logró conectar con una clase media que estaba cansada de los conservadores tras 18 años de dominio. Supo vender la idea de un Reino Unido optimista, en crecimiento y con voz internacional. Pero esa imagen de líder transformador comenzó a resquebrajarse a partir de su decisión más polémica: seguir a George W. Bush (hijo) en la invasión de Irak en 2003.
El apoyo incondicional a la guerra de Irak marcó el principio del fin de su popularidad. Blair defendió que Sadam Husein tenía armas de destrucción masiva, argumento que resultó ser falso, y envió tropas británicas al conflicto pese a las masivas protestas en su propio país. Las calles de Londres se llenaron con millones de manifestantes que le advirtieron que esa guerra era un error. Él insistió, alineándose con Washington y comprometiendo a su país en un conflicto que dejó miles de muertos y desestabilizó toda una región.
Tras dejar el poder, Blair no se retiró del todo. Fundó consultoras, abrió oficinas de asesoría internacional y se movió con habilidad por los circuitos de poder económico mundial. Ha sido cuestionado por viajar por el mundo en aviones privados, por cobrar honorarios y conferencias millonarias y por mantener vínculos con gobiernos y empresas con historiales autoritarios o conflictos abiertos. Esa agenda privada alimenta la percepción de que ya no representa valores públicos, sino su propia red de influencia y negocios.
Y aun durante su etapa en el poder quedó salpicado por polémicas de corrupción, gastos y ética pública, como la factura por arreglar el techo de su casa con fondos públicos dos días antes de dejar el cargo, permitida por reglamento pero criticada por la prensa, que reforzaron la idea de un liderazgo dispuesto a estirar las reglas en beneficio propio.
Su tiempo como enviado especial en Medio Oriente, bajo el patrocinio del Cuarteto (ONU, EEUU, UE y Rusia), tampoco dejó logros significativos. Prometió ayudar a fortalecer las instituciones palestinas y a impulsar la economía de la región, pero los avances fueron mínimos y terminó renunciando en medio de críticas por ineficacia y por supuestos conflictos de interés derivados de sus negocios privados mientras ejercía ese rol diplomático. Además, su nombre ha estado asociado a cuestionamientos éticos sobre la llamada “guerra contra el terror”.
Documentos publicados por la prensa británica revelaron que Blair fue informado de prácticas de maltrato y tortura a detenidos bajo custodia de aliados en Afganistán e Irak. No existen pruebas de que las aprobara, pero sí de que tuvo conocimiento de esas violaciones a los derechos humanos mientras mantenía su respaldo político a la estrategia estadounidense.
Pese a esa trayectoria cuestionada, Trump y Netanyahu han planteado incorporar a Blair en un intento de reactivar un proceso de paz en Palestina que luce frágil y desconectado de la realidad en el terreno. El plan, según se ha difundido, busca ofrecer incentivos económicos y algunas garantías de autonomía a los palestinos a cambio de renuncias sustanciales a sus aspiraciones territoriales.
Que una figura tan impopular y desacreditada como Blair sea invitada a participar resta credibilidad a un proyecto que ya enfrenta enormes dudas sobre su viabilidad y su imparcialidad. Resulta difícil entender cómo un político que perdió la confianza de su propio pueblo, con un pasado bélico, de corrupción y que además abandonó el poder entre protestas, sumado que ha hecho de sus contactos internacionales una fuente de enriquecimiento personal pueda servir como mediador en uno de los conflictos más complejos del planeta. Su historial de alineamiento con intereses militares y económicos contradice cualquier pretensión de neutralidad.
Palestina no necesita emisarios con reputación de oportunistas ni diplomáticos desgastados que viven de su pasado. Requiere voces capaces de inspirar confianza, respeto y un compromiso real con la justicia. Blair representa lo contrario: un político que simboliza el fracaso de la intervención occidental en Medio Oriente y la desconexión de ciertas élites con los pueblos que dicen querer ayudar.
El intento de Trump y Netanyahu de relanzar un acuerdo de paz, un esfuerzo que parece más un control de daños para intentar resolver el derramamiento de sangre que ellos mismos ayudaron a provocar, podría verse herido de muerte desde su origen si figuras como Blair son presentadas como garantes.
Lejos de aportar legitimidad, su presencia solo recuerda años de guerras mal justificadas, negocios turbios y promesas incumplidas. Estos conflictos son delicados y la credibilidad importa, pero Blair hace tiempo que la perdió.